miércoles, marzo 29, 2006

Gutenberg 2006

Esta tarde hemos ido una compañera y yo a la imprenta de la empresa a pedir un presupuesto. Nos ha acompañado uno de nuestros jefes y, como no habíamos estado nunca, hemos aprovechado para ver por primera vez el sitio. A pocos metros de la entrada había una rotativa enorme, una de esas rotativas capaces de imprimir pliegos de sesenta y cuatro páginas. Supongo que las rotativas de los diarios deben de ser aún mayores pero con la que he visto esta tarde a mí me basta para disparar mi imaginación. Era tan grande como un armario para dinosaurios. En un extremo había cargadas miles de hojas que eran introducidas en la máquina mediante un sistema de ventosas; primero un sistema de ventilación (supongo que semejante al de las fotocopiadoras pero a lo grande) mantenía despegadas las hojas de la parte superior de la pila y luego unas ventosas se adherían a ellas y arrastraban las láminas de celulosa una tras otra hasta el tren de impresión. Por el otro extremo de la máquina, bastantes metros más adelante, salían las hojas impresas ya con fotos, gráficos y textos. Una vez salían de la máquina sólo quedaba cortarlas y coserlas en forma de libro para esparcirlas por el mundo cargadas de mensajes, como se esparcen las semillas por los campos, cargadas de futuro. En las épocas de poco trabajo la máquina, junto con el resto de rotativas de la imprenta, se detiene a las diez de la noche y se vuelve a poner en marcha a las cuatro de la mañana; en épocas de mucho trabajo, no se para nunca. Los motores que movían los rodillos y desplazaban las hojas, a un ritmo frenético pero mucho más reposado que el de una discoteca, eran los tambores de la selva: hacían vibrar el aire y las paredes con una lectura de los libros previa a la razón, y el ruido no llegaba a ser ensordecedor pero sí era imponente y penetrante como el olor de la tinta. El olor a tinta impregnaba el aire de la misma forma que la tinta impregnaba el papel. Y yo, pobre de mí, al ver todos aquellos kilowatios trabajando juntos y coordinados en pos no de la creación de libros sino de su difusión, me he emocionado. He pensado en el enorme esfuerzo y dedicación que cuesta crear un buen libro y he visto las máquinas que tenía ante mí como el último paso de la larga cadena de pasos que conduce al escalador desde la base de la montaña hasta la cima, o al corredor de fondo desde la salida hasta la meta. Miraba las letras impresas y aquellos mensajes no podía interpretarlos más que como la destilación de años y años de camino, templanza, obstinación y dedicación. Veía la impresión de cada letra como el triunfo del autor sobre circunstancias adversas que le alejaban de sus lectores, condenándolos a ambos a la soledad. Justo en ese momento, mi compañera ha exclamado: “Uy, venga, vámonos ya de aquí, que este olor a tinta me está matando” Su rostro estaba deformado por una mueca de asco y era posible que tuviera literalmente razón: los productos volátiles de la tinta impregnaban en esos momentos nuestros pulmones de la misma forma que marcaban las hojas. Además, mientras yo me abstraía en mis pensamientos habíamos estado hablando de números con el jefe de la imprenta, así que nuestra labor ahí ya estaba cumplida y nada nos retenía en aquel lugar. Sin embargo, yo estaba fascinado con el movimiento de las máquinas, las letras impresas en cadena, la construcción continua de los libros no me parecía menos fascinante que un parto, y no me apetecía irme: lo que me apetecía en ese momento era quedarme ahí hipnotizado, y después de oír el comentario de mi compañera y de ver su rostro de disgusto, sentía un impulso irreprimible de subirme a una de las rotativas, a la más grande, a la más alta, y exclamar, mientras contemplaba a mis pies a las máquinas trabajar sin descanso: “Pues a mí me encanta el olor a tinta.... huele... a victoria”. Victoria más necesaria que nunca en un mundo en el que debe de haber más granadas militares que garbanzos proletarios.

domingo, marzo 12, 2006

ADOCTRINAMIENTO DE UNA NIÑA (MEDIANTE VARITAS DE MERLUZA)

Hoy cedo la palabra a una persona muy especial para mí, conciencia gemela y compañera del alma en aventuras y desventuras a lo largo y ancho de este mundo. Hace unos días me contó espontáneamente una cosa que le había pasado en el trabajo y yo le pedí que lo escribiera para colgarlo en el weblog. Me dijo que sí, que lo haría, y cumplió, y cuando me mandó la historia por correo electrónico me contaba una anécdota que le había pasado ese mismo día y que constituía, en realidad, otra historia. Así que publico el email tal cual, lo único que he añadido es la traducción del catalán al castellano de la segunda historia (sí, ella es catalana y utiliza catalán y castellano indistintamente.... oh, ¿cómo puede ser? a ver si va a ser que el PP está mintiendo miserablemente...) :


Saps, ara quan tornava cap a casa un home s'ha tret la jaqueta quan passava i me la tirat als peus i jo volia esquivar-la però ha insistit que la trepitxés i saps que, l'he trepitxat -per pur esgotament mental i físic i potser etílic- i l'he fet l'home més feliç del món.

(Sabes, ahora, cuando volvía a casa, un hombre se ha quitado la chaqueta y cuando pasaba la ha tirado a mis pies y yo quería esquivarla pero ha insistido en que la pisara y sabes qué, la he pisado –por puro agotamiento mental y físico y puede que etílico- y le he hecho el hombre más feliz del mundo)
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Sé de una escuela con nombre de profeta (allí trabajo) donde lavan la cara a la bondad.

¿Quién dijo aquello... quien hace daño a uno de mis pequeños me lo está haciendo a mí?

Ayer vi a una niña en el comedor de la escuela llorando en silencio.

_ ¿Qué te pasa?_ le pregunté.

_ No puedo comerme el pez porque siento pena.

Me quedé sorprendida y maravillada y también un poco sobrecogida ante aquella niña que no quería comer el pescado porque a sus ojos se le aparecía no como un pez muerto en forma de varitas de merluza sino como un pez vivo que nadaba libre por el mar... Y de la impresión caí en una de mis ensoñaciones y me imaginé la merluza viva y el immenso comedor se convirtió en un pequeño mar donde nadábamos felices los peces y yo... ummm... cuanta felicidad y gratitud a la vida... que bruscamente se vio interrumpida por el pinchazo de un anzuelo:

_ ¿Has sido tú quién ha dicho a la niña que podía no comerse el pescado?

En fin, que podía decir... (me habían pescado)

_ Sí.

Al final obligaron a la niña a comerse las varitas de merluza.

Pero a mi esta niña me gustó, me gustó su conciencia tan pura del mundo y me emocionó su radical bondad por la vida. Y sí, también me gustó volver a oler el mar y sentir su sabor tan intenso... Pero que sinsabor el despertar por el hierro clavado en el espinazo: triste suerte la del pez que es pescado.

miércoles, marzo 01, 2006

Vulnerabilidad de los vigías en invierno


La sonrisa de Yuri Gagarin en esta foto me recuerda a la de la Gioconda. Yuri Gagarin fue el primer hombre que vio la Tierra desde el espacio, en 1961. Al ver nuestro planeta azul a sus pies exclamó: "Veo la Tierra, ¡es tan hermosa!. Pobladores del mundo, salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos". Murió con 34 años de edad, cuando ya había decidido volver al espacio en una de las misiones Soyuz. Era piloto de pruebas y se estrelló en uno de sus vuelos, en el mes de marzo de 1968.

Perdemos siempre, Ulises, a los mejores hombres
qué dirás esta noche ante el océano
cuando se apaguen las antorchas
Alzaré la voz por encima de lo oscuro
y por cada ola que se extinga en la arena
a mis pies diré uno de sus nombres
para que así las murallas de Troya sepan
que incluso las montañas más altas se deshacen en arena
ante los mejores hombres.