domingo, octubre 15, 2017

Un cable de cobre en mis manos

Me temo que para muchas personas pensar equivale a sufrir. “¡No te comas el coco!”, hemos oído todos alguna vez, quizás incluso acompañado con alguna expresión de impaciencia y algún que otro gesto imperativo. Un consejo que, sin duda, habrá obrado milagros, igual que las pócimas mágicas de los curanderos. Para los físicos, en cambio, pensar equivale a jugar.

Plantear preguntas y perseguir respuestas es un placer (un placer del que, estoy seguro, no sólo disfrutan los físicos) que no tiene nada que envidiar a los juegos infantiles disfrutados en un momento de nuestra vida, la infancia, en el que éramos totalmente libres. Imaginar, elucubrar, relacionar, lanzar hipótesis como cometas al viento… y comprobarlas, indagar, dudar… son impulsos irrenunciables para todos aquellos a los que nos gusta descubrir tesoros ocultos.

Pensar es navegar a la búsqueda de tesoros

Y es, además, un placer en el que todo el mundo puede participar. Por ejemplo, imaginemos un cable de cobre común y corriente, de un metro de longitud, por decir algo, porque la longitud da igual, siempre y cuando sea un cable finito. Supongamos que lo cortamos con unas tijeras por la mitad y nos quedamos con una de las mitades. Seguimos teniendo un cable de cobre, de longitud menor, pero cable, y de cobre, al fin y al cabo.

Supongamos ahora que repetimos la operación, de forma que obtenemos cables cada vez más cortos, hasta llegar a un punto en el que ya no podemos llamarlo cable, aunque sí podamos llamarlo trozo (trocito) de cobre.

La pregunta es: ¿podemos seguir dividiendo indefinidamente este trocito sin que deje de ser cobre nunca? ¿O llegará un momento en el que dejaremos de tener cobre?

Nunca subestimen el poder del cobre.


Sé que las preguntas molestan, pero hay que reconocer que si hoy tenemos vacunas, teléfonos, comida y agua sanitariamente garantizada y a precios asequibles, gafas, aviones y, sobre todo, no tenemos miedo, ni a los cometas ni a otros fenómenos naturales, es gracias a personas que jugaron incansablemente a responderlas. Y, además, porque jugaron de una forma peculiar: querían encontrar respuestas que tuvieran algo que ver con la realidad, no les valía cualquier ocurrencia, por bonita que fuera.

Cuando juegas de esta peculiar forma, tienes que atenerte a unas reglas porque, si no, acabas construyendo aviones que no vuelan o sintetizando vacunas que no previenen frente a nada.

Cuando quieres ganar el juego, tienes que conocer las reglas, no vale cualquier ocurrencia (Fotograma de "El séptimo sello").
De hecho, cuando se juega de esta forma tan peculiar, es decir, cuando queremos que nuestras respuestas tengan algo que ver con la realidad, sólo hay una respuesta posible a la pregunta sobre el cable de cobre que se divide una y otra vez, y es no: no podemos dividir el cable de cobre una y otra vez, indefinidamente, y seguir teniendo cobre. Llegará un momento en el que lo que tengamos ya no será cobre.

A las partículas que tengamos justo antes de la última división que nos dejará sin cobre, es decir, aquella debido a la cual lo que quede ya no será cobre, las llamamos átomos de cobre. Los átomos de cobre son los últimos trocitos de nuestro cable original que aún tienen características propias del cobre. Se pueden seguir dividiendo y, de hecho, aún hoy en día nadie sabe muy bien hasta cuándo, pero lo que obtengamos ya no será cobre.

¿Y qué ocurriría si en lugar de cobre utilizáramos hierro, o uranio? Exactamente lo mismo.

En realidad, todo a nuestro alrededor está formado por átomos: las células de nuestro cuerpo, el aire que respiramos, la ropa que llevamos, las mesas, las sillas, las montañas, el agua, las plantas... todo. Si troceáramos una y otra vez cualquier materia que nos rodea o que nos forma, en cualquier estado que se encontrara, sólido, líquido o gaseoso, acabaríamos encontrándonos siempre con la misma realidad física: los átomos.

Los átomos son partículas tan pequeñas, que no pueden percibirse con nuestros sentidos, a no ser que los agudicemos mediante máquinas especiales y, además, la razón nos ayude a interpretar lo que captemos gracias a estas máquinas. Nuestra vista, nuestro tacto o cualquier otro de nuestros sentidos, aunque nos parezcan magníficos (y, hasta cierto punto, lo sean), la verdad es que nos ofrecen una imagen demasiado gruesa de la realidad. Debido al poco detalle que nos proporcionan, cuando contemplamos nuestro entorno, o a nosotros mismos, o tocamos la superficie de una mesa o nuestra propia piel, tenemos la impresión de que la materia es continua.



Pero si observáramos con un microscopio de suficientes aumentos (microscopios que ya existen) veríamos que, en realidad, todo, absolutamente todo, está formado por granitos extremadamente pequeños, por partículas minúsculas.


Puede parecer una idea extraña, y realmente lo es; como mínimo, contraria a la intuición. Aun así, se puede poner un ejemplo fácilmente accesible a cualquiera y que puede ayudar a entender la situación. Al observar una playa desde lejos, por ejemplo, se tiene la percepción de que la arena es un material continuo; sin embargo, al acercarse lo suficiente, enseguida se ve que, de hecho, está formada por infinidad de corpúsculos: los granos de arena.

Otro ejemplo: si se observa un bosque frondoso a distancia, tendremos la impresión de que el verde de las copas de los árboles forma una superficie continua, tal vez con diferentes matices de verde, pero continua. Al acercarnos, comprobaremos de nuevo que lo que nos parecía regular es en realidad el resultado de la unión de miles o de millones de pequeñas hojas individuales.

Pues bien, cuando observamos una mesa, un vaso de agua o nuestra propia mano es como si contempláramos una playa, o un bosque, desde la distancia. Ahí están los átomos, a millones, a trillones, aunque no podamos verlos a simple vista.



¿Son todos los átomos iguales? No, hay diferentes tipos, cada uno de ellos con sus propias características. Los de cobre no son iguales a los de hierro, o a los de uranio. En la Naturaleza, de forma espontánea, se dan 92 tipos diferentes. En laboratorios especiales, se pueden crear unos cuantos más de forma artificial.

Cada tipo de átomo se corresponde con un elemento químico diferente: hidrógeno, carbono, nitrógeno, calcio, magnesio, etc… Así hasta noventa y dos si contamos sólo los que se dan de forma natural, y hasta ciento dieciocho si añadimos los artificiales.

Todos ellos se pueden ordenar en una tabla en la que hay siete filas y dieciocho columnas. Se llama tabla periódica de los elementos químicos, y fue propuesta por primera vez por el químico ruso Dimitri Mendeléyev (1834-1907).

Tabla periódica de los elementos químicos 
https://www.iupac.org/cms/wp-content/uploads/2015/07/IUPAC_Periodic_Table-28Nov16.jpg 
Hoy en día, para designar a los átomos se usan letras: la letra “h”, en mayúsculas, designa a los átomos de hidrógeno; o pares de letras: el par “Co” designa a los átomos de cobalto. En la tabla periódica se pueden ver todos los elementos químicos que existen en la Naturaleza representados por la letra, o el par de letras, correspondiente. La letra, o el par de letras, que designan a cada elemento químico se llama símbolo químico y se establece para cada elemento en base a un acuerdo internacional. La organización que se encarga de velar por este acuerdo es la International Union of Pure and Applied Chemistry, la Unión Internacional de la Química Pura y Aplicada (abreviado IUPAC, por sus siglas en inglés). La IUPAC es la autoridad mundial en nomenclatura química, terminología, métodos de medida estandarizados, pesos atómicos y todo tipo de datos críticos relacionados con los elementos químicos.

Los elementos químicos son las letras con las que el Universo escribe el drama de la vida. Combinando esas noventa y dos letras se generan todas las palabras que nos forman a nosotros, y a nuestro entorno. No hay más.

Los átomos que constituyen el cuerpo y la savia de un árbol son los mismos que constituyen nuestro cuerpo y nuestra sangre, o los de una lombriz. Lo que nos diferencia entre nosotros no son las letras que nos configuran sino el orden en el que se combinan. Cien años de soledad y El árbol de la Ciencia están escritos con el mismo abecedario, pero las historias que narran son totalmente diferentes porque las letras se sitúan en un orden diferente.

Además, basta con echar un vistazo al interior de cualquier libro para darse cuenta de que las letras no están aisladas las unas de las otras sino que la inmensa mayoría de ellas se unen formando grupúsculos más o menos grandes. Lo mismo ocurre con los átomos.

Este es un punto importante. Si observáramos con un super-microscopio suficientemente potente, no veríamos a los átomos aislados, impolutos cual canicas brillantes y autosuficientes en su perfección, sino que los veríamos unidos, asociados, entrelazados, pegados, enganchados a otros átomos.

Estas agrupaciones de átomos es lo que llamamos moléculas. Es decir, los átomos, al unirse, forman moléculas de la misma forma que las letras forman palabras. Y al igual que hay palabras más sencillas y otras más complicadas, hay también moléculas más sencillas y otras más complicadas.

A la izquierda, representación de una molécula de agua (un átomo de oxígeno enlazado con dos átomos de hidrógeno); a la derecha, una representación de una molécula de metano (un átomo de carbono enlazado con cuatro de hidrógeno). El metano es el principal componente del gas natural.

La hemoglobina está formada por 2952 átomos de carbono, 4664 átomos de hidrógeno, 832 de oxígeno, 812 de nitrógeno, 8 de azufre y 4 de hierro, y todos ellos ordenados de una forma determinada.
Para explicar qué es una molécula también se puede recurrir a un ejemplo parecido al del cable de cobre. Supongamos que tenemos una columna de agua congelada; e imaginemos que la dividimos en dos continuamente hasta llegar a un punto en el que, si volviéramos a dividir, dejaríamos de tener agua. En este punto, lo que tenemos es una molécula de agua. Está formada por un átomo de oxígeno enlazado con dos átomos de hidrógeno. Si la dividimos, dejamos de tener agua.

Bueno, en realidad, para tener agua tal como la conocemos en nuestra experiencia cotidiana hemos de tener millones y millones de moléculas de agua porque es la interacción entre ellas lo que crea las propiedades características de la substancia a la que llamamos “agua”. Sin embargo, de alguna forma, podemos decir que la molécula es la unidad mínima, el bloque básico, a partir del cual construir la substancia, de la misma forma que el átomo es la unidad mínima que conserva las características del elemento químico.

No existen átomos de agua, pero sí moléculas de agua, de la misma forma que no existen átomos de sal de mesa o átomos de azúcar, pero sí moléculas de sal o moléculas de azúcar (o, por concretar, de glucosa). Es decir, no todas las substancias son elementos químicos puros, pero sí todas las substancias tienen unidades mínimas, a las que llamamos moléculas, que conservan las propiedades de la substancia. Si rompemos las moléculas en fragmentos más pequeños, no recuperaremos las propiedades de la substancia inicial por muchos fragmentos que reunamos. En cambio, si reunimos muchas moléculas, sí recuperaremos la substancia.

Por ejemplo, una molécula de glucosa conserva el sabor dulce (bueno, en realidad, aquí ocurre como con el agua: necesitaríamos tener millones de moléculas de glucosa para sentir el sabor dulce) pero si la dividiéramos en los átomos que la forman sólo tendríamos carbono, oxígeno e hidrógeno. Si reuniéramos muchos de esos átomos sólo tendríamos montones de carbono, oxígeno e hidrógeno, pero no glucosa.

Es más, si reordenáramos esos átomos, podríamos acabar teniendo otra substancia distinta a la glucosa. Efectivamente: si combináramos los mismos átomos que forman la glucosa de una forma diferente entonces podríamos tener, por ejemplo, etanol (el alcohol común de cualquier bebida alcohólica); o cafeína, si añadiéramos algún átomo de nitrógeno, o benceno, si prescindiéramos del oxígeno.

Puede que esto de reordenar átomos nos parezca un vulgar juego de trileros pero es, de hecho, en lo que se basa toda la vida que conocemos. No hay excepción. Todos los seres vivos tienen la capacidad innata de reordenar átomos; sin esta capacidad no es que no pudieran vivir: es que no habrían podido ser. En nuestro cuerpo, y en el de cualquier organismo vivo, ocurre constantemente: las células elaboran unas substancias a partir de otras, y gracias a estos procesos obtenemos la energía y la materia que necesitamos.

Estas reordenaciones de átomos se llaman reacciones químicas, y no sólo se dan en los seres vivos: se dan a todo nuestro alrededor y, tal y como se acaba de explicar, en nosotros también. Nosotros no somos una excepción, un mundo aparte, ni como seres vivos ni como humanos: en nosotros también rigen las leyes de la Química y de la Física. Estas leyes son, de hecho, las reglas del juego y los cimientos sobre los que se construye nuestra conciencia.

Un ejemplo muy importante de reacción química es la fotosíntesis, el proceso por el cual las plantas son capaces de reordenar los átomos que forman las moléculas de agua y dióxido de carbono para formar glucosa, siempre y cuando dispongan de luz solar. El residuo de esta reacción es el gas oxígeno, formado por moléculas de oxígeno, que están constituidas cada una de ellas por dos átomos de oxígeno enlazados entre sí. Es un residuo fundamental para todos aquellos seres vivos que respiramos (y esto incluye a las plantas). 

De una forma muy simplificada, se puede decir que en la fotosíntesis ocurre lo siguiente:


cuyo significado es: seis moléculas de dióxido de carbono reaccionan con seis moléculas de agua para formar una molécula de glucosa y seis moléculas de gas oxígeno. Las letras H designan átomos de hidrógeno, las O, átomos de oxígeno, y las C, de carbono.

Con las noventa y dos letras de la tabla periódica el Universo puede formar una variedad casi infinita de moléculas. Las moléculas son las palabras que forman todo. Nuestros cuerpos son libros vivos en los que miles de palabras interactúan entre ellas según la gramática que imponen las leyes de la Física y la Química. Y no son volúmenes estancos: están abiertos al planeta entero, con el que intercambian continuamente materia y energía. Estudiar, pensar, jugar… es aprender a leer el Universo.