jueves, agosto 03, 2023

EL VERANO DEL FUTURO

    Estábamos tumbados en la ladera de la colina, con la espalda pegada a la hierba y el rostro encarado a las estrellas. Contemplábamos el firmamento de forma indolente. Era una noche de julio ideal para perder el tiempo observando los astros. No había Luna y una brisa ligera y constante retiraba la humedad del aire. Venus se había ocultado más allá del horizonte hacía tiempo, pero Júpiter aún era visible, y también Marte, con su característico fulgor rojizo, tenue pero inconfundible. Tras ellos, incontables luciérnagas cósmicas, arremolinadas en enjambres y nebulosas, titilaban lejanas. La oscuridad era tan profunda que incluso la espina dorsal de la Vía Láctea se podía distinguir surcando el cielo de horizonte a horizonte como un río de luz y sombras. Un grillo cantaba cerca. Violeta habló justo después de la tercera estrella fugaz.
    —¿Has pensado —dijo— en qué les vas a decir a tus padres?
    Mis padres llegarían al día siguiente con la idea de quedarse una temporada en la montaña, y no: no había pensado en qué iba a decirles. Durante aquellos días de vacaciones, como en tantos otros momentos, cuestiones menos prácticas ocupaban mi mente.
    —¿Y tú has pensado —pregunté a Violeta— que la estabilidad de los protones tal vez dependa del volumen del universo, de tal forma que cuanto más aumente éste más se acerquen aquellos a una transición de fase?
    —¡Qué ideas más locas tienes! —replicó ella—. ¿Por qué va a depender la estabilidad de los protones del volumen del Universo?
    —Del volumen, o de la velocidad de expansión… vete tú a saber —aventuré—, aún no tenemos un modelo completo de las leyes de la Física… ¿Quién te dice a ti que no hay una conexión semejante entre lo subatómico y lo cósmico? No rompería ninguna ley conocida. Puede ser una idea equivocada, pero no es descabellada.
    Así nos entreteníamos aquel verano. Dejábamos volar la imaginación. Fabulábamos.
    —Veo que es inevitable que estudies Física —comprendió ella—, no Medicina, como quieren tus padres.
    —Sí, creo que sí —admití yo—, y tú Matemáticas.
    Violeta sonrió, cómplice, y, al cabo de dos meteoros más, confesó:
    —A mí me da igual lo que estudies, Andoni.
    Entonces su mano buscó la mía y nos agarramos los dos sin dejar de mirar a las estrellas.
    —Siempre que el próximo verano nos volvamos a encontrar aquí —añadió—, y al otro, y al otro…
    Pasaron más estrellas fugaces. Por cada una de ellas, Violeta dibujaba una línea imaginaria con su índice en la palma de mi mano.
    —¿Te das cuenta? —continué yo—… En cualquier momento, sin previo aviso, podría suceder que el volumen del universo, o su velocidad de expansión, superaran cierto umbral crítico y los protones se volvieran inestables. Y entonces todo desaparecería de golpe como si nunca hubiera existido.
    Su mano apretó la mía.
    —Si ocurriera —dijo—, ¿tú crees que nos dolería?
    El grillo se calló, atento a mi respuesta.
    —No cre