jueves, abril 09, 2020

EL INVIERNO DE LAS NARANJAS RADIACTIVAS

Cuando era niño, hubo un invierno en el que las naranjas no se podían tocar hasta que no se lavaban con agua y jabón. A mí siempre me había gustado jugar con la fruta y la verdura después de hacer la compra. Con los tomates y las manzanas construía torres, los manojos de plátanos siempre me los ponía en la cabeza y caminaba pasillo arriba, pasillo abajo, a ver cuánto aguantaban sin caerse, las lechugas eran escrutadas a conciencia porque mi padre me había contado que él, de niño, veía gusanos escondidos entre sus hojas. Yo sentía asco, pero al mismo tiempo fascinación, y no podía evitar rebuscar en todas las lechugas que entraban en casa. Tampoco estaban a salvo pepinos y brócolis. En cuanto mis padres se descuidaban, tallaba los primeros hasta convertirlos en canoas o tótems indios, y con los segundos construía bosques en miniatura después de cortarlos en trocitos. A veces se enfadaban mucho contigo. Hasta que llegó aquel invierno, y me descubrieron un día, al volver de la compra, haciendo rodar naranjas por el pasillo de casa, como si fueran bolos. Yo pensé que ni se darían cuenta porque habían comprado un montón, muchas más de las habituales, pero… ¡Qué equivocado estaba!... Me pillaron enseguida. Aquel día, sin embargo, vi algo diferente en sus ojos: tuve la sensación de que estaban más asustados que enfadados.
- ¡No te toques la cara! -me ordenó mi madre- ¿Has lavado las naranjas? -preguntó a mi padre.
- No, aún no -respondió mi padre.
- ¡Hay que lavarlo todo ya! - exclamó mi madre mientras me agarraba por las muñecas y me llevaba casi en volandas hasta el baño, a lavarme las manos y la cara.
Mi madre sabía lavar a conciencia manos y cara. Trabajaba en un hospital. Yo llegué a la conclusión de que las naranjas eran radiactivas porque había visto en la serie Chernobyl que las personas radiactivas había que lavarlas muy bien con agua y jabón. Así que empecé a levantarme por las noches, cuando todo quedaba en silencio, para verlas brillar en la oscuridad. Me apostaba tras el marco de la puerta y me asomaba con cuidado. Tenía miedo de que su resplandor nuclear pudiera dañar mis ojos pero la curiosidad era más poderosa. Nunca las vi refulgir, sólo percibía su sombra, inmóvil, recogida en la fuente de mimbre que mi madre dejaba en el centro de la mesa. Las contemplé durante horas a lo largo de aquel invierno y principios de una primavera que nadie celebró. Las vigilaba sumido en una quietud expectante, desconfiada. La ausencia de aura en aquellas naranjas fue un misterio que marcó mi infancia, y empecé a leer cosas de Física. Al principio, no entendía nada, como con tantas otras cosas.
Pocos días después de que las naranjas se volvieran radiactivas, mi madre dejó de venir a casa. Durante mucho tiempo, recuerdo que mi padre y yo vivimos solos. La casa estaba vacía y yo no podía jugar con las naranjas.
-¿Dónde está mamá? -le preguntaba a mi padre.
Él me explicaba que mamá estaba bien, que iba del trabajo a un hotel y del hotel al trabajo. Que lo hacía por protegernos. Yo pensaba que mis padres se estaban divorciando, como tantos otros. Lo que no acababa de comprender era qué tenía eso que ver con la radiactividad de las naranjas.
Tampoco entendía por qué hablaban tanto por teléfono, si ya no se querían, sobre todo por las noches, después de que mi padre me dejara en la cama, creyendo que ya me había dormido. En realidad, lo oía todo, aunque no entendiera nada. Entonces me levantaba y, sigilosamente, caminaba hasta el umbral del despacho de mi padre, donde me quedaba contemplando su rostro: entendía mejor su expresión que sus palabras. Apenas recuerdo lo que decía, pero tengo grabado su desconcierto y su miedo en mi memoria.
- Ten cuidado -repetía una vez y otra-, por favor, ten mucho cuidado.
Yo procuraba no ser demasiado pesado porque mi padre tenía mucho trabajo, pero a veces me enfadaba y tocaba las naranjas, o el pan, para que me hiciera caso.
Muy de vez en cuando, me permitía hablar con mi madre. Me acuerdo de su sonrisa, y de sus ojeras, y de las ganas que tenía de abrazarla. Le preguntaba qué ocurría, por qué no venía a casa, por qué no salíamos a pasear los tres juntos, como antes. Y ella me respondía con paciencia (también recuerdo su paciencia) cosas que yo no entendía bien.
- Haz caso de papá -me decía a menudo.
Papá no podía trabajar bien. Se levantaba continuamente y se paseaba arriba y abajo. Recuerdo ver el salvapantallas de su ordenador activado la mayor parte del tiempo. Los días soleados salíamos al balcón a tomar el Sol. Por algún motivo, era muy importante que nos diera la luz, como si fuéramos plantas, aunque nosotros no hiciéramos la fotosíntesis. Era todo muy confuso. No entender las cosas me producía una sensación de asfixia, y me daba mucha rabia: hacía que me enfadara con todo el mundo.
Tardé años en saber qué es un virus y más tiempo aún en comprender qué pasó aquel invierno, por qué recibimos la primavera confinados. Poco a poco, dejé de estar enfadado con mis padres. Ahora pienso cada día en ellos, y hoy más que nunca. Mi madre me enseñó que hay trabajos que no se hacen por dinero, sino por responsabilidad. Me enseñó a ser responsable. Al final seguí estudiando las naranjas, descubrí que había una fruta realmente radiactiva: los plátanos; y estudié Física e Ingeniería Aeroespacial. No sólo descubrí los virus: también los meteoritos. Hoy me reuniré con colegas de todo el mundo, y tendremos que ponernos de acuerdo o no conseguiremos desviar el que se nos echa encima. Mis padres estarán conmigo, a mi lado, aunque me contemplen desde un invierno lejano, del que ya casi nadie se acuerda. Probablemente, nuestra mejor opción sea una nave impulsada por un motor iónico… alimentado por un reactor nuclear.

#NuestrosHéroes

(Para Helios, quien vino al mundo hace dos años y pico y le ha pillado el confinamiento sin poder entender aún lo que está ocurriendo)