sábado, noviembre 26, 2022

EL SABOR DE LA LUZ


Las ciudades ardían. Mi padre me alzaba con sus brazos hacia el cielo mientras las ciudades ardían. Ese es el recuerdo que domina mi infancia por encima de todos los demás: una multitud de padres elevando a sus vástagos como ofrendas, una muchedumbre de niños en el aire, y yo entre ellos. Y unas pocas naves cromatófagas sobrevolándonos, a pocos metros por encima de nuestras cabezas. Habían regresado a ayudarnos. Nosotros los habíamos expulsado de la Tierra hacía años, sin preguntarles si tenían algún sitio a donde ir, y aun así ellos habían vuelto a salvar a todos los que pudieran. Yo tenía cuatro o, como mucho, cinco años. Mi padre era muy alto y muy fuerte y fue capaz de auparme un poco por encima del resto, a pesar de los empujones, codazos y pisotones. Era la última oportunidad; creo que incluso yo lo entendía. Desde la altura que había logrado gracias a mi progenitor, fui testigo del fin. Recuerdo que lloré mucho. No quería separarme de ellos, a pesar de las ciudades ardiendo, de la ceniza metiéndose en ojos y pulmones y de que la piel me quemara. No quería irme. Había muchos niños y niñas en volandas a mi alrededor, todos llorando a moco tendido, todos gritando. Ninguno quería separarse de sus padres. Y también había bebés, niños recién nacidos. La Humanidad procreando hasta el último momento. Los padres también lloraban. Todos llorábamos, incluso los cromatófagos. Atrás habían quedado las rencillas, el racismo, la rabia, el odio. En aquel momento sólo había desesperación. Olía a sudor, a terror y a súplica. A una multitud de humanos convencionales alzando a sus hijos con la esperanza de que aquellos a quienes antes despreciaban escogieran al suyo. El fuego estaba cada vez más cerca. Los que no fueran escogidos, morirían abrasados. Todo se derrumbaba. Y los cromatófagos no daban abasto, no tenían suficientes brazos para tantos niños, ni suficientes naves. Alguna hubo que estuvo a punto de estrellarse. Agarraban a un niño aquí, a una niña allá, pero aún quedaban muchos; por cada uno que recogían, cientos se quedaban, y el fuego estaba cada vez más cerca, y los monstruos. Yo era muy niño y no entendía bien qué pasaba. Algo había ocurrido en el planeta, en la Tierra entera. Una catástrofe. Una invasión. Algo que nos había cambiado la vida para siempre. Al principio, confieso que fue divertido: se acabó el colegio, se acabó el tener que ir a trabajar. Pudimos estar todos juntos en casa. Papá, mamá y yo. Sin embargo, la felicidad de los días sin colegio duró poco: hubo plagas, inundaciones, el agua no se podía beber. Hambre. Todo es muy confuso en mis recuerdos. Sólo hay una imagen clara: mi padre sosteniéndome en alto, ofreciéndome a los cromatófagos, y mi madre abrazada a él, mirándome, rezando. Las ciudades naufragando en océanos de llamas. El calor, el fuego cada vez más cerca. Y el tirón súbito. Una fuerza que me arranca de los brazos de mi padre, de la Tierra. Y, de repente, una orden inapelable y una puerta que se cierra justo detrás de mí, mi cuerpo apelotonado con otros cuerpos, todos llorando y gimiendo, temblando, olor a caca y a pis, y a vómito, y entonces otro grito y un gel helado inundándolo todo, llenando mis pulmones, el miedo disparado, el pánico al pensar que voy a morir ahogado pero no: puedo seguir respirando, y la aceleración, una aceleración brutal, como nunca antes había experimentado, ni siquiera en la montaña rusa del parque de atracciones al que solían llevarme, y crujidos: huesos rotos, articulaciones dislocadas, gritos ahogados por el gel. Muchos gritos. Sé que los cromatófagos también estaban asustados. Ellos también tenían mucho miedo, algo horrible estaba pasando en la Tierra, y tenían miedo de que lo que había invadido el planeta se volviera contra ellos. Recuerdo que tenían casi tanto miedo como el que teníamos los niños encerrados en sus bodegas.

Pocos conseguimos salir de la Tierra, y aún menos sobrevivir al tratamiento. El espacio es implacable, los humanos no estamos adaptados. Si los cromatófagos no nos hubieran hecho lo que nos hicieron, no quedaría ninguno vivo.

No les guardo rencor, al contrario. Ahora ya soy adulto, y casi no recuerdo lo que era tener estómago. Sé, porque lo he leído, que muchos humanos se deleitaban comiendo y bebiendo, saboreando lo que para ellos eran manjares y licores exquisitos. Pero también sé, porque lo recuerdo, que para mis padres era una preocupación constante el tener que buscar sustento diario para la familia. Donde vivo ahora no perdemos el tiempo. Las estrellas proveen. Nuestra mayor preocupación estos días es decidir si regresamos a la Tierra o dejamos las cosas tal y como están. Hay quien opina que debemos recuperar el hogar de nuestros ancestros; otros, en cambio, creen que es mejor no arriesgarse.

Yo estoy indeciso. Mientras mi vientre se abre, pienso en aquel último momento en brazos de mis padres y también en el futuro. Me han explicado que hay ingrávidos cuyos ojos son de un negro profundo salpicado de brillantes nebulosas planetarias, y comunidades cromatófagas viviendo a orillas de mares interiores. Cada vez que llega un viajero interestelar, escucho con avidez el relato de todos sus viajes. ¿Cuándo me tocará a mí explorar nuevos sistemas solares?, me pregunto.

Mientras aguardo, sigo en caída libre alrededor de una enana amarilla, semejante al Sol de nuestros padres, y saboreo la luz junto al resto de mis compañeros. Sé, porque lo he leído, que antiguamente existía algo llamado gastronomía, y que los humanos se entretenían gozando con el sabor de lo que ingerían sus cuerpos. Ninguno de nosotros los envidia. Si ellos saboreaban carne o verduras, nosotros soles.

Mientras se abre mi vientre y se despliegan mis cromobranas, ávidas de luz, pienso en mis padres. Soy muy diferente a como ellos me recuerdan, pero sé que serían muy felices viendo cómo su hijo vive y se alimenta.

Víctor Guisado Muñoz #HistoriasDelFuturo