domingo, octubre 25, 2020

ESPARTA HOY


Creer en los Derechos Humanos (DDHH) exige un compromiso diario, constante. No es suficiente con decirlo o figurar. Implica creer en la idea de que la vida humana tiene un valor intrínseco y actuar en consecuencia. Quien crea en esta idea, quien crea realmente, no puede apostar por políticas que expongan a los ciudadanos a riesgos innecesarios. Hacer correr riesgos inútiles a la gente es despreciar su dignidad como personas. Habiendo alternativas, el sufrimiento y la muerte que causen esas políticas se habrían podido evitar y, por lo tanto, apostar por ellas es despreciable. Quien lo haga, y quien lo acepte, no puede decir que defiende los DDHH, que cree en ellos. Está mintiendo.


Abrir los centros educativos en medio de una pandemia no sólo ha sido una mala política de salud pública sino que va en contra de los DDHH. Los políticos responsables, y funcionarios adláteres, se han obsesionado con que la presencialidad es imprescindible y se han dedicado, y se dedican, a implantar la idea de que las aulas son seguras y que en ellas no hay contagios, con la complicidad, como es habitual, de los medios de comunicación. Serán responsables todos ellos de muertes y sufrimiento sin sentido, que nos podríamos haber ahorrado perfectamente.


La realidad es que los centros educativos, y los medios de transporte necesarios para llegar a ellos, son inevitablemente, por muchas medidas de seguridad que se adopten, lugares de intercambio masivo de aliento y huellas dactilares. Por muy bien ventiladas que estén las aulas (que no lo están) y por muy reducidos que sean los grupos (que no lo son)... ¿de qué sirven las mascarillas si antes de la entrada, o a la salida, están todos los alumnos juntos y revueltos sin usarlas y, en no pocos casos, escupiendo al suelo? La presencialidad es una gran fiesta de la espuma donde alumnos de diversas procedencias acaban empapados con aerosoles ajenos y se convierten en heraldos del virus ante sus familias. Haber abierto los centros educativos en las condiciones en las que se ha hecho es exponer a docentes, alumnos, familiares y personal administrativo a un riesgo totalmente innecesario. Porque estamos en el siglo XXI, y tenemos recursos, no somos una sociedad pobre: hay alternativas.


Quienes han tomado las decisiones que se han tomado conocen estas alternativas; no haberlas escogido equivale a considerar que la gente es sacrificable, que podemos prescindir de los que vayan a sufrir y caer. Nos dirán que las bajas que se produzcan son inevitables para salvar la economía, para salvar a los niños, para evitar males mayores... Pero todo es mentira, y lo saben. Y si no lo saben es porque se creen sus propias mentiras, pero eso no les exime de culpa. Tendrán, tienen, las manos manchadas de sangre. Esta segunda ola no es una catástrofe natural (ni siquiera la primera lo fue): es negligencia.


Las cosas se podrían haber hecho mucho mejor, y si no se han hecho ha sido por una mezcla de ideología e incompetencia.


En el terreno concreto de la educación, voy a exponer algunas de las medidas que se deberían haber adoptado. De tercero de la ESO en adelante (incluso, tal vez, desde primero) se podrían haber organizado clases telemáticas. Esto habría liberado un montón de espacio en los centros educativos. Este espacio se podría haber aprovechado para dividir los grupos de cursos inferiores y conseguir, así, más distancia de seguridad. También se tendrían que haber aprovechado centros cívicos, Universidades (cuyos alumnos, por supuesto, tendrían que estar todos recibiendo clases a distancia) y cualquier sitio que la administración pública hubiera podido conseguir que fuera apto para impartir clases. Es cierto: hay un montón de situaciones personales. Pero ninguna que no se pueda resolver a base de organización. Tal vez haya familias sin una buena conexión a internet o sin ordenadores suficientes. Se les deberían haber proporcionado medios. Hay muchas familias con personas vulnerables (niños diabéticos, por ejemplo, o algún progenitor enfermo de cáncer y en tratamiento…). A estas familias se les debería haber ofrecido la posiblidad de clases telemáticas. Se tendría que haber ofrecido esta posibilidad incluso sin tener personas vulnerables: simplemente porque haya padres que preferirán que sus hijos no vayan al colegio. Y, ya que se habla tanto de conciliación familiar, las empresas tendrían que haber colaborado, de buen grado u obligadas. Además, se tendría que haber verificado que la ventilación de las aulas fuera eficiente, tanto en centros privados y concertados como en Institutos y Universidades. Y, por supuesto, algo que hubiera beneficiado a todos: por una parte, aumentar la frecuencia de autobuses, trenes y metro, y por otra, obligar a la implantación de RADAR-COVID.


No se ha hecho nada.


Los responsables políticos se han limitado a redactar protocolos creyendo que la realidad acata lo que haya escrito en un papel, se han lavado las manos y han pasado la responsabilidad a los directores de cada uno de los centros que, en el mejor de los casos, han hecho lo que han podido. No ha sido por falta de tiempo o de recursos: han tenido todo el verano, de hecho, toda la primavera también (¿o pensaban que éste iba a ser un curso normal?), y si organizar esto nos parece caro, recordemos que España ya ha perdido el 13% del PIB y el futuro está lleno de incertidumbre. Pero es cierto, sí: organizar una sociedad, mantener el caos a raya, construir una civilización… es caro y exige un esfuerzo enorme. Sin embargo, más caro aún es abandonarla a su suerte, despreciar a la gente, prescindir de las personas. La Historia nos lo enseña, y la sensibilidad también. Claro que, para optar a tales maestros, antes hay que tener empatía.


Los que crean que no es para tanto, o aquellos que no estén sobrecogidos, carecen de ella. Con un virus entre nosotros del cual no conocemos bien las consecuencias a largo plazo, decenas de miles de cadáveres aún calientes sobre la mesa (sólo en nuestro país), y del orden de más de cien muertos diarios (de momento)… ¿qué más hace falta para que la sociedad reaccione? ¿Qué es necesario para que las cosas por fin se hagan bien y dejemos de estar en la inopia? 


No sólo son nuestros responsables políticos y funcionarios adláteres quienes no creen en los DDHH (que no vengan nunca más intentando venderme la moto de que luchan por la libertad y por la democracia). Todos aquellos que ven “normal”, o “inevitable” esta situación, o que consideran que las cosas se están haciendo bien y no se pueden hacer mejor, tampoco creen en ellos. Es más, demostráis todos vosotros que, en realidad, nunca desapareció cierta sociedad de la Antigüedad en la que era costumbre deshacerse de sus miembros más débiles arrojándolos por un precipicio. Cuando yo era niño, esto parecía escandalizar a todos los que me rodeaban. Sin embargo, a la hora de la verdad, demostráis que vuestro escándalo era muy superficial porque, más de dos mil años después, seguimos haciendo lo mismo. Sí: demostráis que Esparta sigue viva. Sois vosotros. Diréis que no. A los hechos me remito.


viernes, septiembre 18, 2020

NÚMEROS IRRACIONALES Y FÍSICA

En el accidentado tercer trimestre del curso 2019-2020, en clase de Matemáticas, expliqué a mis alumnos que existe una sucesión, (1+1/n)^n, cuyo límite cuando n tiende a infinito es el número “e”, y también que el número “e” es un número irracional, como el número pi.

Era la primera vez que alguien les explicaba esto, así que aproveché para advertirles de que ya no dejarían de encontrarse una y otra vez con el número “e”, y con otros números irracionales, puesto que para la Ciencia en general, y la Física en particular, eran imprescindibles. Tal afirmación sorprendió mucho a un alumno en concreto. Le resultó muy chocante porque… “¿cómo pueden unos números con infinitos decimales y sin periodo alguno ser fundamentales para una ciencia como la Física, que aspira a ser exacta?”

Consideré que era el momento de aclarar una serie de conceptos que suelen estar un tanto olvidados en los planes de estudio. Ahora que tengo un poco más de tiempo, aprovecho para poner por escrito y ampliar lo que dije en su momento en la clase:

Primero:

La Física aspira a ser precisa (1 ), no necesariamente exacta (2). Para conseguirlo, los números irracionales no son un problema. Cuando se realiza la medida de una magnitud, se procura cometer el mínimo error posible (que es, precisamente, lo que significa ser preciso) pero no se pretende necesariamente que el resultado de esa medida represente el valor real de la magnitud (que es lo que significa, en este contexto, ser exacto).

Por ejemplo, supongamos que medimos la longitud de una mesa con una regla que tiene una precisión de milímetros y obtenemos el resultado de la imagen:


Como podemos ver, la longitud de la mesa está comprendida entre 741 mm y 742 mm. Este resultado se puede expresar como 741.5±0.5 mm. Al realizar una medida como ésta, y como tantas otras, no esperamos obtener la longitud exacta de la mesa sino un valor que esté afectado por un margen de error (el ±0.5 mm) lo más pequeño posible.

Puede que os estéis preguntando: ¿Cómo es posible que la Física no pretenda descubrir el valor real de las magnitudes que mide? ¿No es lo que hacemos en clase cuando calculamos la posición o la velocidad de un coche o de un tren?

Respecto a la primera pregunta:

Por una parte, el valor exacto no existe, al menos en la mayor parte de las ocasiones. Hoy en día, se ha asumido que los estados físicos de los sistemas que estudiamos no están asociados necesariamente a un número perfectamente definido; que, al final, a escala atómica y subatómica, siempre habrá una cierta bruma ineludible; y no es que la bruma oculte el número exacto y nos impida acceder a él, es que ni siquiera existe tal número (8).

Por otra parte, todas las medidas llevan asociado inevitablemente un error (3), esto imposibilita dar un valor exacto de la magnitud que se mide. Puede haber algunas excepciones muy concretas; por ejemplo, si queremos contar el número de moléculas contenidas en un sistema pequeño, con paciencia, tal vez podríamos acabar diciendo que hay diez moléculas y no once ni nueve. Pero esto es anecdótico. No hay nada que obligue a que sea necesariamente así y, de hecho, la inmensa mayor parte de las veces, no lo es.

Respecto a la segunda pregunta:

Cuando en clase calculamos la posición de un tren o la tensión de una cuerda estamos obteniendo una descripción de la realidad, pero no hay que confundir esta descripción con la realidad misma.

Para obtener nuestras respuestas, nuestra descripción, utilizamos las leyes de la Física, que se expresan mediante modelos matemáticos. Es decir, en clase lo que hacemos es utilizar modelos matemáticos para obtener una descripción del mundo, y sabemos que los resultados de nuestros cálculos tienen que ver con la realidad porque, al fin y al cabo, los aviones vuelan, las gafas son útiles, las neveras funcionan, etc… pero tenemos que tener claro que no son la realidad misma. Lo que esto significa es que si la calculadora nos está dando la posición del tren con veinte decimales, no tenemos que creer que la posición del tren sea exactamente ese número de veinte decimales que hemos obtenido. Hay que tener cuidado con los decimales.

De hecho, en más de una ocasión, sin necesidad de usar números irracionales, nos hemos topado como respuesta a las típicas preguntas que se resuelven en Bachillerato (¿En qué momento se cruzan los trenes? ¿Cuándo llega el proyectil al punto más alto de su trayectoria? ¿En qué posición cae el paquete lanzado desde el avión? ¿Cuánta energía consume el ascensor? ¿Cuál es el periodo del satélite?) con números de infinitos decimales. A los físicos, ingenieros y matemáticos que trabajan en problemas cotidianos (LHC, LIGO, ALMA, PLANCK, GPS, centrales de producción de energía, redes de comunicación y distribución, motores de barcos, trenes y aviones,...) les ocurre lo mismo. Todos ellos saben que carece de sentido dar una respuesta más allá de cierto número de decimales. El límite lo marca la precisión de nuestros aparatos de medida (no tiene sentido decir que la longitud de la mesa es de 741.637832 mm si hemos medido con una regla como la de la foto), y también la calidad de los datos iniciales. Dar una respuesta con muchos decimales no significa necesariamente conocer mejor el Universo; la mayor parte de los decimales que os proporcionan las supercalculadoras de que disfrutáis hoy en día son artefactos matemáticos sin un significado físico real.

Sin embargo, es cierto que cuando nuestros aparatos de medida mejoran, podemos distinguir con más precisión la posición de los planetas, por ejemplo. Es decir: podemos dar su posición con más decimales; y si descubrimos que no coinciden con los que preveían los modelos entonces intentaremos cambiar el modelo para que describa aún mejor el Universo. Ha ocurrido constantemente a lo largo de los últimos siglos en la historia de la Humanidad; al menos, desde que fue importante hacer experimentos y cuantificar los resultados.

Se podría equiparar a los físicos, y a los científicos en general, con cartógrafos que intentan dibujar un mapa del Universo. Es natural querer tener el mejor mapa posible, el más ajustado a la realidad. Un buen mapa evita que nos caigamos por un barranco o pisemos una trampa, por eso cada día que pasa se esfuerzan en hacerlo cada vez más detallado (más preciso).

Esta labor cartográfica puede parecer sencilla gracias a nuestros sentidos. Al fin y al cabo, sin que nosotros tengamos que esforzarnos, es lo que hacen constantemente nuestra visión, oído, tacto, sabor y olfato: trazar un mapa de nuestro entorno que garantice nuestra supervivencia (me voy por la derecha que por la izquierda hay una serpiente, por ejemplo; o bien: me voy de aquí que huele a podrido y eso no puede ser bueno). Lamentablemente, nuestros sentidos distan mucho de ser perfectos. Si no hubiéramos utilizado aparatos externos a nosotros mismos (microscopio, telescopio, etc…), y si no hubiéramos aprendido a razonar sobre los datos que nos ofrecían estas extensiones de nosotros mismos, no habríamos descubierto nunca las células, las bacterias, los átomos ni las estrellas de neutrones. Descubrir todas estas cosas sí requiere un esfuerzo consciente, y una disciplina casi espartana. A cambio, disponemos del mejor mapa de la realidad que jamás haya poseído la Humanidad, y, gracias a ello, podemos disfrutar en nuestras casas de agua corriente y potable, pan relativamente barato y, por si fuera poco, sabemos que lo que está ocurriendo en el mundo es debido a un virus y no a una maldición divina.

Lo que hacemos en clase, por lo tanto, son mapas. O mejor dicho, intento enseñaros a razonar para que hagáis mapas lo más precisos posibles de la realidad. Es decir, intento convertiros en buenos cartógrafos. 

Segundo:

y más importante aún, la Física aspira a estudiar y determinar las relaciones que se dan en el Universo, más que a caracterizar un estado con un número exacto, cosa que, tal y como he explicado en el primer punto, sabemos hoy en día que no es necesariamente posible.

Lo realmente catastrófico para la Física, y para la Ciencia en general, sería que las cosas sucedieran de una forma arbitraria. Al parecer, a juzgar por nuestras observaciones, no es así como ocurre el Universo: no es arbitrario, hay una regularidad. Si salimos por la ventana, en lugar de por la puerta, caeremos a tal velocidad que es altamente probable que nos hagamos mucho daño, sobre todo si vivimos en un quinto. Los eclipses son previsibles, las estaciones también.

Es más, vemos que la presión, el volumen y la temperatura de un gas, por ejemplo, son magnitudes relacionadas entre sí y que el comportamiento del gas obedece a esta relación: que la presión, por ejemplo, no es indiferente a lo que hagan el volumen o la temperatura. Además, vemos que esa relación es lógica, coherente consigo misma: mediremos siempre la misma presión en un gas situado siempre al mismo volumen y temperatura; de la misma forma, unas gafas que funcionan bien hoy, seguirán siendo útiles mañana.

Es decir: en el sistema parece que operan unas reglas, y el sistema parece ser fiel a ellas. Estas relaciones lógicas implican la aparición de patrones (por ejemplo, las fases de la Luna). Nuestro cerebro está continuamente intentando descubrir patrones en el mundo; es muy bueno relacionando cosas; demasiado, a veces. Es tarea del pensamiento científico descubrir qué patrones existen realmente y son relevantes (órbitas periódicas de los planetas), y qué relaciones lógicas revelan, y cuáles ni siquiera existen o son irrelevantes (astrología, pareidolías, correlaciones espurias (5) ).

Si el cerebro humano, tal como lo conocemos hoy en día, llegará o no a ser capaz de comprender en su totalidad las relaciones lógicas en las que se basa el Universo es un tema abierto, pero teniendo en cuenta los logros alcanzados parecería precipitado tirar ya la toalla; y, al mismo tiempo, contemplando los retos que aún tenemos por delante, tal vez un poco prematuro e inocente dejarse llevar por la euforia.

Para acabar, me gustaría hacer un comentario sobre la relación entre la Física, y todas las ciencias en general, y las Matemáticas. La vinculación profunda entre las Matemáticas y el mundo natural no es que podamos describir éste con números (cinco dedos, tres vacas…) sino que podemos describir las relaciones lógicas que descubrimos en el mundo natural mediante las Matemáticas. Esta vinculación entre mundo natural y mundo matemático es hermosa y nos llama la atención, nos parece algo valioso (y desde luego lo es, si queremos vivir como humanos y no como meros animales), incluso nos sorprende, pero no es casualidad.

En la entrevista a Rudolf Carnap que os pasé (y que enlazo al final de esta respuesta (6) , el filósofo de la Ciencia explicaba que las Matemáticas se pueden reducir a un conjunto de relaciones lógicas, tal y como habían mostrado Gottlob Frege y Bertrand Russell a finales del siglo XIX y principios del XX, respectivamente. Si tanto el mundo natural como el matemático se fundamentan en la lógica, no es de extrañar que podamos emplear éste para explorar aquél. De hecho, la vinculación entre Matemáticas y mundo natural se ha mostrado más fiable que muchas de nuestras ideas intuitivas sobre el espacio en el que vivimos.

En conclusión:

Si la importancia de los números irracionales para la Física os ha sorprendido, ya veréis vuestra sorpresa cuando descubráis los números complejos, que sin ni siquiera “existir” (razón por la que se les llama también número imaginarios) son absolutamente imprescindibles.

La historia reciente de la Física nos invita a reflexionar sobre la naturaleza última de la realidad: más que una serie de magnitudes asociadas a números exactos, da la impresión de que la sustancia última de la realidad tenga más que ver con relaciones lógicas entre las magnitudes físicas que en ella se manifiestan. Sin embargo, no es el momento de tirar de este hilo...

El que os parezca escandaloso que no se pueda describir con un número exacto el estado de los sistemas que estudiamos indica que, en cierta medida, en este momento de vuestro aprendizaje, sois herederos de los filósofos de la escuela pitagórica, para quienes la esencia de todas las cosas (la realidad última) eran los números, y el hecho de que haya números inconmensurables, los irracionales, les supuso un verdadero trauma cuando lo descubrieron hace 2500 años. Para ellos, el que existieran números como los irracionales era casi como poner en peligro la existencia misma de la realidad.

A la Humanidad le ha llevado mucho tiempo comprender que estos números no son una amenaza para la existencia de un orden en el Cosmos, como también nos ha llevado mucho tiempo entender que el que no se pueda asociar un número exacto a un estado físico no significa que no exista la realidad.

El descubridor de los números irracionales, Hipaso de Metaponto (7), desapareció durante un viaje en barco; se supone que murió ahogado. Cuenta la leyenda que, en realidad, fueron sus propios condiscípulos pitagóricos los que le arrojaron por la borda, al no poder soportar la verdad que les había revelado.

Espero que los milenios transcurridos hayan dotado de más recursos a los seres humanos y vuestra gestión emocional sea mejor que la de los pitagóricos, sobre todo porque no me gustaría que me arrojarais al asfalto justo en el momento en que pasa un autobús urbano de Barcelona que, como todo el mundo sabe, son mucho más peligrosos que las sirenas del mar Jónico.

NOTAS:

(1preciso/a 3. adj. Dicho de un instrumento de medida: Que permite medir magnitudes con un error mínimo. Este instrumento es muy preciso: mide milésimas de milímetro.

(2) exacto/a adj. Dicho de un instrumento de medida: que mide el valor real de una magnitud, sin defecto ni exceso.

(La primera definición es del Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, la segunda es una elaboración propia)

(3) En el acto de medir, los errores son compañeros a los que no podemos dejar atrás. No importa lo bien que planteemos la medida: siempre llevará asociado un cierto grado de imprecisión. Esto hace que sea fundamental saber trazar y cuantificar los errores si queremos interpretar correctamente los resultados. Saber trabajar con los errores es imprescindible para saber si se puede extraer conocimiento de los resultados obtenidos.

(5) http://www.tylervigen.com/spurious-correlations

(6Rudolf Carnap: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/c/carnap.htm

Entrevista (recordad que hay disponibles subtítulos):

https://youtu.be/nim5t-hhV2A



(8No solo estoy pensando en el principio de incertidumbre de Heisenberg: es que, además, en muchas ocasiones, el sentido de una medición está ligado a la definición que hagamos de sistema, y esta definición dependerá del modelo que estemos considerando. Por ejemplo, al medir la longitud de la mesa... ¿tendremos en cuenta la vibración de los átomos de la mesa? Si lo hacemos, no podemos asociar un número concreto a la longitud de la mesa, sino un rango. Si no lo hacemos, entonces la longitud de lo que interpretamos como mesa no tiene en cuenta un rasgo importante (aunque tal vez no fundamental a nivel práctico para la mayoría de aplicaciones) de la realidad.

jueves, abril 09, 2020

EL INVIERNO DE LAS NARANJAS RADIACTIVAS

Cuando era niño, hubo un invierno en el que las naranjas no se podían tocar hasta que no se lavaban con agua y jabón. A mí siempre me había gustado jugar con la fruta y la verdura después de hacer la compra. Con los tomates y las manzanas construía torres, los manojos de plátanos siempre me los ponía en la cabeza y caminaba pasillo arriba, pasillo abajo, a ver cuánto aguantaban sin caerse, las lechugas eran escrutadas a conciencia porque mi padre me había contado que él, de niño, veía gusanos escondidos entre sus hojas. Yo sentía asco, pero al mismo tiempo fascinación, y no podía evitar rebuscar en todas las lechugas que entraban en casa. Tampoco estaban a salvo pepinos y brócolis. En cuanto mis padres se descuidaban, tallaba los primeros hasta convertirlos en canoas o tótems indios, y con los segundos construía bosques en miniatura después de cortarlos en trocitos. A veces se enfadaban mucho contigo. Hasta que llegó aquel invierno, y me descubrieron un día, al volver de la compra, haciendo rodar naranjas por el pasillo de casa, como si fueran bolos. Yo pensé que ni se darían cuenta porque habían comprado un montón, muchas más de las habituales, pero… ¡Qué equivocado estaba!... Me pillaron enseguida. Aquel día, sin embargo, vi algo diferente en sus ojos: tuve la sensación de que estaban más asustados que enfadados.
- ¡No te toques la cara! -me ordenó mi madre- ¿Has lavado las naranjas? -preguntó a mi padre.
- No, aún no -respondió mi padre.
- ¡Hay que lavarlo todo ya! - exclamó mi madre mientras me agarraba por las muñecas y me llevaba casi en volandas hasta el baño, a lavarme las manos y la cara.
Mi madre sabía lavar a conciencia manos y cara. Trabajaba en un hospital. Yo llegué a la conclusión de que las naranjas eran radiactivas porque había visto en la serie Chernobyl que las personas radiactivas había que lavarlas muy bien con agua y jabón. Así que empecé a levantarme por las noches, cuando todo quedaba en silencio, para verlas brillar en la oscuridad. Me apostaba tras el marco de la puerta y me asomaba con cuidado. Tenía miedo de que su resplandor nuclear pudiera dañar mis ojos pero la curiosidad era más poderosa. Nunca las vi refulgir, sólo percibía su sombra, inmóvil, recogida en la fuente de mimbre que mi madre dejaba en el centro de la mesa. Las contemplé durante horas a lo largo de aquel invierno y principios de una primavera que nadie celebró. Las vigilaba sumido en una quietud expectante, desconfiada. La ausencia de aura en aquellas naranjas fue un misterio que marcó mi infancia, y empecé a leer cosas de Física. Al principio, no entendía nada, como con tantas otras cosas.
Pocos días después de que las naranjas se volvieran radiactivas, mi madre dejó de venir a casa. Durante mucho tiempo, recuerdo que mi padre y yo vivimos solos. La casa estaba vacía y yo no podía jugar con las naranjas.
-¿Dónde está mamá? -le preguntaba a mi padre.
Él me explicaba que mamá estaba bien, que iba del trabajo a un hotel y del hotel al trabajo. Que lo hacía por protegernos. Yo pensaba que mis padres se estaban divorciando, como tantos otros. Lo que no acababa de comprender era qué tenía eso que ver con la radiactividad de las naranjas.
Tampoco entendía por qué hablaban tanto por teléfono, si ya no se querían, sobre todo por las noches, después de que mi padre me dejara en la cama, creyendo que ya me había dormido. En realidad, lo oía todo, aunque no entendiera nada. Entonces me levantaba y, sigilosamente, caminaba hasta el umbral del despacho de mi padre, donde me quedaba contemplando su rostro: entendía mejor su expresión que sus palabras. Apenas recuerdo lo que decía, pero tengo grabado su desconcierto y su miedo en mi memoria.
- Ten cuidado -repetía una vez y otra-, por favor, ten mucho cuidado.
Yo procuraba no ser demasiado pesado porque mi padre tenía mucho trabajo, pero a veces me enfadaba y tocaba las naranjas, o el pan, para que me hiciera caso.
Muy de vez en cuando, me permitía hablar con mi madre. Me acuerdo de su sonrisa, y de sus ojeras, y de las ganas que tenía de abrazarla. Le preguntaba qué ocurría, por qué no venía a casa, por qué no salíamos a pasear los tres juntos, como antes. Y ella me respondía con paciencia (también recuerdo su paciencia) cosas que yo no entendía bien.
- Haz caso de papá -me decía a menudo.
Papá no podía trabajar bien. Se levantaba continuamente y se paseaba arriba y abajo. Recuerdo ver el salvapantallas de su ordenador activado la mayor parte del tiempo. Los días soleados salíamos al balcón a tomar el Sol. Por algún motivo, era muy importante que nos diera la luz, como si fuéramos plantas, aunque nosotros no hiciéramos la fotosíntesis. Era todo muy confuso. No entender las cosas me producía una sensación de asfixia, y me daba mucha rabia: hacía que me enfadara con todo el mundo.
Tardé años en saber qué es un virus y más tiempo aún en comprender qué pasó aquel invierno, por qué recibimos la primavera confinados. Poco a poco, dejé de estar enfadado con mis padres. Ahora pienso cada día en ellos, y hoy más que nunca. Mi madre me enseñó que hay trabajos que no se hacen por dinero, sino por responsabilidad. Me enseñó a ser responsable. Al final seguí estudiando las naranjas, descubrí que había una fruta realmente radiactiva: los plátanos; y estudié Física e Ingeniería Aeroespacial. No sólo descubrí los virus: también los meteoritos. Hoy me reuniré con colegas de todo el mundo, y tendremos que ponernos de acuerdo o no conseguiremos desviar el que se nos echa encima. Mis padres estarán conmigo, a mi lado, aunque me contemplen desde un invierno lejano, del que ya casi nadie se acuerda. Probablemente, nuestra mejor opción sea una nave impulsada por un motor iónico… alimentado por un reactor nuclear.

#NuestrosHéroes

(Para Helios, quien vino al mundo hace dos años y pico y le ha pillado el confinamiento sin poder entender aún lo que está ocurriendo)

miércoles, febrero 05, 2020

EL LABERINTO INVISIBLE




I. Hijo del caos.

Mi hermano lleva enredados en su cabello cinco asteroides silenciosos, varias luciérnagas capitán y quién sabe cuántas metáforas de eco nulo. Intento que no pruebe todo lo que encuentra por el camino ni entregue su saber al primer charco espejo que le llame la atención. Le hablo de los peligros que hay en el mundo, de por qué debe evitar las sanguilijuelas por muy bonitos colores que tengan... ¡De las serpiguepardos! E imito su ataque para infundirle miedo. Le explico que no somos invulnerables y también le cepillo el pelo a menudo para que el tráfico de información no queme sus bosques neuronales. Lo hago siempre con miedo: temo provocar una calamidad... ¡El mundo es tan frágil!... Desviar un planeta de su órbita, estrellar un satélite, licuar un casquete polar o desencadenar tormentas y terremotos... Pero es inútil, tanto mi miedo como mi esfuerzo: al día siguiente vuelve a tener el cabello poblado de insectos guía y sondas ubicadas en los puntos Lagrange más alejados. A pesar de mi cariño y mi esmero, nunca logro captar por completo su atención. Le enseño por la mañana la huella de los relámpagos que peinan el horizonte al anochecer, y él acaricia los troncos carbonizados y la tierra cristalizada. Le muestro con mis manos sobre su frente los huracanes que crecen en el océano, los rayos cósmicos que nos alcanzan continuamente, los parásitos ajenos a la torre de cristal en la que guarda su mirada, y aun así no entiende los peligros del mundo. Siempre está tan sediento y hambriento que se lanza al mundo sin paciencia ni miedo, en busca de una saciedad tan tiránica como el hambre. Es un atolondrado. Mi hermano es hijo del caos. Habita espacios que sólo tangencialmente conectan con los míos. Nunca mira al suelo, ni siquiera cuando caminamos por los senderos más accidentados. No le importan las piedras, ni los hoyos; sólo el horizonte, el aire, el agua, las nubes y la cascada invertida que se ve a lo lejos alzándose hacia las estrellas. Le sugiero que pruebe los minerales, que lama las piedras y los cristales, inofensivos, que en sus redes ordenadas y en sus brillos discretos, le digo, también están escritos los secretos del universo que habitamos. Pero no atiende, y continúa absorto en realidades que le llegan a la piel a través de sensores lejanos.

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