sábado, diciembre 23, 2017

La voluntad del pueblo



La manifestación acabó a un kilómetro y medio de distancia de las puertas del Parlament, en un espacio inocuo, un llano cómodo acostumbrado a muchedumbres inofensivas, gritos inconsecuentes y sindicatos dóciles. Sin embargo, hubo un grupo de un par de cientos de personas que, encabezado por los bomberos, no se detuvo ahí: continuó hacia el Parlament hasta llegar a sus mismas puertas. A ese grupo nos unimos nosotros, sin pensárnoslo. Los mossos no se atrevieron a disolvernos a palos y tampoco pudieron cerrar el Parc de la Ciutadella porque había mucha gente dentro, turistas, paseantes y otras personas que habían decidido pasar la tarde desconectadas de la realidad, a pesar del naufragio, a pesar de todo. La verdad es que no era necesario cerrar el parque ni disolvernos a palos: la mayoría de la gente se detuvo mucho antes de llegar a las puertas del edificio donde impunemente los políticos decidían el destino de todos, pero sobre todo el de los trabajadores, con la misma prepotencia e insensibilidad con que lo hubiera hecho un elegido por los dioses. Curiosamente, la mayor parte de la gente consideró innecesario avanzar hasta aquel edificio público donde hablaban los elegidos por los dioses. Fue algo parecido a cuando miles de reses considera innecesario destruir el matadero y aceptan indolentes su sino, con la misma parsimonia con que rumían hierba en el prado o permiten que las transporten hacinadas. No cabe descartar, de hecho, que se haya producido a lo largo de generaciones y generaciones una selección natural en favor de los proletarios más indolentes, más dóciles, menos dispuestos a recurrir a la rebeldía que me gustaría pensar forma parte de su naturaleza humana.

Los mossos habían protegido el Parlament con una barrera de vallas metálicas puestas en V y atadas entre ellas mediante cadenas y candados. Era un foso infranqueable. Pero los bomberos lo franquearon. Y se plantaron ante los mossos, cara a cara. Pidieron refuerzos. ¡Acompañadnos!, gritaban, Veniu!, nos animaban. Espoleados por los gritos de los bomberos, algunos más saltaron, a pesar de los rinocerontes acorazados que teníamos enfrente. Benjamín y yo miramos hacia atrás y vimos que estábamos solos: apenas un puñado de personas nos habían seguido hasta el Parlament. El resto: rumiando lejos, indolentes, pastoreados por banderas heredadas y lobos disfrazados de ovejas, aceptando mansamente su sino sin ver más allá de sus hocicos. Agarré por la cintura a Eyevnia, que ya acudía rauda a la llamada de los bomberos saltando las vallas, y la atraje de vuelta hacia mí. Le dije que no: que ni se le ocurriera, que los mossos cargarían y no tendríamos por dónde salir corriendo. Protestó e intentó saltar de nuevo, pero insistí: si los mossos cargan, expliqué, quedaremos atrapados entre sus porras y las vallas. Serguei dijo, con su cámara en mano, que si no había salida hacia atrás que él tampoco iba. Gritamos. 

Gritamos mucho y aplaudimos a los bomberos. Pero sobre todo esperamos la llegada de refuerzos, la irrupción en el Parc de la Ciutadella de las más de cien mil personas que habían llenado Vía Laietana de arriba abajo, Plaza Urquinaona y calles aledañas. Esa marea tenía que ser el puño imparable que impactara, a pesar de las vallas y a pesar de las porras, contra las puertas del Parlament y las derribara y recuperara un espacio que era suyo y parecía haber sido tomado por emperadores. ¿Dónde estaban? ¿Por qué no estaban? Porque la manifestación se había acabado en Pla de Palau, a un kilómetro y medio de las puertas del Parlament. Tal y como los sindicatos, a través de la radio, habían repetido toda la mañana que tenía que pasar, había pasado: un millón de personas había asumido las consignas de sus verdugos.

Llamé a una amiga que estaba en el grueso de la manifestación, desesperado. Ella se reía divertida, alegre, como en una romería en la que sólo faltaba la tortilla de patatas y sobraban guitarras, chistes y Sol. No entendía lo que le pedía. ¿Al Parlament? ¿Por qué hay que ir al Parlament? La Historia pasa delante de nuestras narices mientras nosotros delegamos nuestra ciudadanía en los ungidos por los dioses, en los lobos hambrientos. Después de una hora, los bomberos volvieron a saltar las vallas y regresaron con nosotros. Nos sentimos más impotentes que nunca. Comprendimos que todo había acabado. Las puertas del Parlament seguían cerradas. Atrancadas como las de un castillo medieval. Inermes y humillados, nos retiramos. La Bastilla seguía en pie. La risa de los políticos retumbaba contra sus muros y sobre el sudor y la sangre de millones de trabajadores explotados sin piedad.

Al salir del Parc de la Ciutadella, sin embargo, nos llevamos una sorpresa: una segunda oleada de gente, desgajada del rebaño principal, acudía ahora al Parlament. Nos dimos cuenta de que acudían en pequeños grupos de tres o cuatro, o cinco personas, pero era un flujo incesante. Eyevnia quiso unirse enseguida a esa nueva corriente eléctrica. ¡No podemos irnos ahora!, exclamaba una y otra vez. Yo le respondí que no podía retrasar más inyectarme insulina, que primero cenáramos algo y ya nos uniríamos luego. Teníamos la esperanza de tener por delante una noche muy larga, y ella quería empezar la guardia y el desafío ya mismo, sin aguardar ni un segundo más. Pero yo insistí y le expliqué que era mejor que me preparara para una larga noche en vela y ella comprendió que mi biología diabética era una realidad con la que había que pactar quisiéramos o no. Así que fuimos a comer un shawarma a un restaurante cercano. Comimos rápido, impacientes por unirnos de nuevo a la muchedumbre a las puertas del Parlament. Durante un rato, siguió pasando gente hacia el Parc de la Ciutadella, luego las calles quedaron vacías y en silencio, y poco después el tráfico fue restablecido. Cayó la noche y las calles aledañas recuperaron el pulso normal de arterias de la urbe. Los semáforos volvían a tener sentido.

Salimos del restaurante y cruzamos rápidamente la calle. Se había unido a nosotros la amiga a la que había llamado antes. Había pasado al lado del restaurante y nos había visto dentro, cenando, y se había quedado con nosotros. Avanzamos juntos hacia las puertas del Parc de la Ciutadella. Era ya noche cerrada y todo estaba en calma. ¿Dónde está la gente?, nos preguntamos, ¿dónde las multitudes que hace un rato, por fin, acudían a las puertas del Parlament? Cuando avanzamos unos metros por los caminos de tierra del parque, lo descubrimos. Empezamos a tropezarnos con cadáveres abandonados.

Al principio había pocos; a medida que nos acercábamos a las puertas del Parlament, en cambio, había cada vez más, hasta que llegó un momento en que no pudimos seguir avanzando a no ser que estuviéramos dispuestos a pisotearlos. El suelo estaba totalmente cubierto por cuerpos inmóviles. Nos detuvimos y lanzamos nuestras miradas por encima de aquel espectáculo dantesco. Vimos que a partir de pocos metros delante de nosotros empezaban a amontonarse unos sobre otros. En la penumbra, a lo lejos, distinguimos bultos en las vallas: comprendimos que eran cuerpos inánimes, cadáveres que colgaban del metal como si Poseidón los hubiera ensartado en su tridente. Las luces del Parlament estaban apagadas. La iluminación pública no funcionaba. La única fuente de luz era el resplandor fantasmal de las luminarias de la ciudad, que ocultaba las estrellas y transformaba en meras sombras a todos aquellos cuerpos abandonados al frío de la noche.

Serguei hizo fotos. Benjamín tenía los ojos abiertos como platos. Eyevnia temblaba. La abracé con gesto torpe. Yo también temblaba. A nuestra amiga se le había congelado la sonrisa en medio de la cara. Los cuerpos no parecían estar heridos, ni tenían la ropa desgarrada, ni parecían haber sido maltratados. Simplemente estaban quietos, fláccidos, inmóviles. Ninguno de ellos parecía respirar.

Todo estaba en silencio. Benjamín se atrevió a tocar a uno de los cuerpos, en el hombro, parecía un hombre corpulento, tumbado bocabajo y con los brazos extendidos y una de sus piernas sobre otro cuerpo. No reaccionó. Benjamín lo agitó ligeramente, y no hubo manera, todos tuvimos la sensación de que tocaba un saco de patatas. Recuerdo que sentí mucho frío, un frío de cementerio y musgo húmedo. De repente se encendieron las luces azules de una furgoneta de los mossos aparcada tras las vallas, al lado del Parlament y oímos ruidos. Contuvimos la respiración. A lo lejos, distinguimos figuras que caminaban entre los cuerpos y sobre ellos, aplastándolos sin miramientos. Estaba claro lo que eran. Eran orcos. Pinchaban con punzones, jabalinas y espadas para ver si los cuerpos bajo sus pies estaban realmente muertos; y sí, lo estaban. Ninguno se movía, nadie gemía ni se alzaba ni protestaba ni pedía agua ni llamaba a su mamá, ni a nadie. Todos muertos. Completamente muertos. No había ningún superviviente, ningún herido. Todos absolutamente muertos. Un océano de cadáveres.

Nos escondimos tras unos matorrales y esperamos aterrorizados. Casi no nos atrevíamos ni a respirar. No tardaron en llegar un montón de camiones de la basura. Entraron en el parque con todas las luces apagadas, igual que una manada de elefantes siniestros. Los orcos empezaron a lanzar los cadáveres al interior de los camiones, donde las prensas neumáticas los aplastaban y compactaban. Durante horas estuvimos oyendo el crujido de los huesos, el reventar de los cuerpos como meras bolsas llenas de sangre y grasa. Las entrañas de los camiones vomitaban sangre. El ligero resplandor de la urbe que llegaba hasta allí, los convertía en volcanes en medio de la noche, pero no era magma lo que expulsaban: era sangre. Con una potencia telúrica, con una rabia humana. Sangre. Todos los árboles y los matorrales quedaron salpicados de sangre. Nosotros también, pero no gritamos, no nos atrevimos ni a movernos. Queríamos salir corriendo pero estábamos paralizados por el terror. Nos pegamos los unos a los otros y observamos a la fuerza. La extrusión de la gente, la desaparición en silencio de incontables personas engullidas por la Historia y por los orcos.

Amaneció.

La luz de la mañana empezó a calentar la corteza de los árboles. Vinieron los barrenderos, escoltados por ruidosas máquinas de limpieza que eliminaron la sangre de las plantas, del césped, de las piedras. Todo quedó limpio, apto de nuevo para el turismo. Retiraron las vallas. Nada parecía haber ocurrido la noche anterior. El parque quedó preparado para recibir nuevas hordas de ciudadanos sencillos, de viajeros curiosos, de paseantes amables. Entre todos ellos, muy de vez en cuando, también vimos padres desorientados que buscaban a sus hijos desaparecidos, y a algunos hijos aturdidos que no entendían por qué sus padres no habían regresado a casa anoche, después de la manifestación. Nosotros nos escabullimos como pudimos, salimos del parque y deambulamos largo rato por la ciudad, sin saber qué hacer ni a dónde ir.

Al final nos sentamos agotados, miramos la prensa, buscamos alguna noticia, un escándalo, miles de desaparecidos en la manifestación de ayer. El gobierno en pleno dimite. Los tribunales actúan. Los responsables serán detenidos y juzgados... Pero ningún periódico decía nada. Hablaban de la manifestación, de miles de personas pacíficas... Sindicatos, eslóganes, banderas. Todo inútil. Todo controlado. El mundo seguía rodando a nuestro alrededor con total normalidad, como cada día. La palabra Democracia (en mayúsculas) también aparecía en varios titulares.

Serguei envió sus fotos desde un buzón cualquiera de la ciudad. Nadie las publicó. Nadie habló de ellas. Un tenista no pudo presentarse a las Olimpiadas. Un futbolista se casó. Una famosa se equivocó al escoger el color del tinte de su cabello.

Nuestra amiga se quedó mirando al infinito mientras repetía sin cesar: “Pronto todo cambiará, la revolución está a punto de estallar, no pasarán, el capitalismo se acaba... ¡No pasarán!”. Le agarré por los hombros y la agité. Intenté despertarla, como habría hecho cualquier amigo. No hubo manera. Así estuvo durante unos días. Luego volvió a su vida cotidiana. Olvidó pronto los cadáveres.

Serguei se abrazó a su cámara, Benjamín a sus cómics de Spiderman, Eyevnia y yo ... nos abrazamos el uno al otro. Comprendimos que la invasión había sido un éxito, que el triunfo de los ultracuerpos era total, absoluto.

martes, diciembre 05, 2017

La educación en los tiempos del átomo


Cuando te levantes por la mañana, piensa en el privilegio
de vivir, respirar, pensar, disfrutar, amar.”


Marco Aurelio (121-180 dC)

Uno de los errores más graves de la sociedad en la que vivo, y sospecho que de algunas otras, es hacer creer a los niños y a los adolescentes que la vida es fácil y que vivimos en un universo amable. Si bien es cierto que suele decirse que la vida es dura, luego, sin embargo, se les colma de todo lo que necesitan sin hacerles saber el valor de nada. Ropa, comida, ocio... Buena parte de ellos lo tienen todo a su disposición, sin que se vean obligados a dedicar esfuerzo alguno a su consecución. No estoy diciendo que no se les deba proporcionar. Estoy diciendo que deben ser conscientes de lo que vale, de lo que cuesta producir todo eso que ellos consumen alegremente, irreflexivamente, de las muchísimas horas de trabajo, y de investigación, y de vigilancia, que hay detrás de la pizza que se comen o de la bombilla que encienden o del agua potable y en abundancia que mana del grifo al alcance de su mano. No es que el dinero no crezca en los árboles: es que nada de lo que utilizamos continuamente hoy en día crece espontáneamente en los árboles, y mucho menos en la abundancia necesaria.

Por si fuera poco, viven extremadamente protegidos en el centro de burbujas que encierran mundos de fantasía. ¿Dónde están, en sus universos infantiles o adolescentes, la muerte y la enfermedad inherentes al universo en el que vivimos? Mis padres vieron niños deformados por culpa de la polio caminar por la misma calle donde ellos vivían y eran bien conscientes de que la llegada del verano marcaba el inicio de la temporada de siega de bebés por culpa de los rotavirus. El mundo es un campo de batalla. Mis padres y sus compañeros de generación lo sabían, y lo saben, y por lo tanto aprecian la comodidad de tener agua caliente al alcance de la mano o luz con tan sólo apretar un interruptor, por no hablar de una buena Sanidad Pública de cobertura universal.

Esta imagen tiene mucho más que ver con la realidad de lo que la gente cree.

¿Lo saben también los niños, los adolescentes? ¿Saben que vivimos en un campo de batalla? No estoy diciendo que haya que poblar sus noches con pesadillas horribles y sus días con horarios espartanos. Sólo que quizá sería conveniente hacerles comprender que no hay ninguna ley de la naturaleza que dicte que ellos deban recibir todos los regalos que hayan pedido a los Reyes Magos.

Cada uno de nosotros es fruto de la simbiosis, de la colaboración, pero también de los martillazos de la selección natural. ¿Cómo les enseñamos eso a los niños? ¿Con Walt Disney? ¿Con príncipes y princesas? Al cosmos le trae sin cuidado el amor, la amistad, la ilusión, los sueños, el miedo o el dolor humano. Habrá gente que pensará que estoy muy equivocado porque sentirá profundamente en su corazón que el mundo es un sitio maravilloso. Me pregunto si estas personas habrán visto alguna vez el sufrimiento de un leproso, de un niño muriéndose de hambre mientras le corroen por dentro legiones de parásitos o, simplemente, una persona miope que intenta caminar por la calle, o por el campo, sin sus gafas porque se le han roto. Y si lo han visto, me pregunto si les habrán agarrado de la mano y se habrán limitado a decirles que el mundo es maravilloso, o además les habrán proporcionado los remedios tecnológicos que necesitaban. Disfrutar de la vida es un privilegio maravilloso, tal y como dice Marco Aurelio, pero para poder hacerlo en toda la plenitud que nos permite nuestra consciencia humana necesitamos crear y mantener un espacio humano, un lugar y un tiempo donde intentar que la frialdad de lo natural no tenga la última palabra. Este espacio humano, el espacio donde impera la ley del ser humano y no la seca ley de la naturaleza, se fundamenta en el conocimiento, no en la creencia, en un conocimiento confiable de la realidad, justo aquél que cuesta tantísimo esfuerzo adquirir.

No estoy hablando de un espacio abstracto, incomprensible. Lo forman cosas concretas, carreteras bien asfaltadas, redes de comunicación, bosques y montañas, playas con socorrista, casas sólidas, vacunas, luz eléctrica, agua corriente, libros, miles, millones de libros, y bibliotecas públicas, hospitales, farolas... Estamos viviendo en él. Es un espacio que hemos heredado y que legaremos a las nuevas generaciones. Lo hemos construido entre todos y debemos mantenerlo entre todos. No se mantiene sólo. Antaño, cuando éramos cazadores recolectores, los adultos salían con los adolescentes al medio y les enseñaban todo lo que necesitaban para sobrevivir en ese medio, generoso a veces, hostil muchas otras. A los jóvenes les quedaba claro que si no aprendían, morirían. Prestar atención a los adultos tenía una recompensa evidente e inmediata. Hoy en día, en cambio, les encerramos en aulas y les enfrentamos a libros de texto, o a clases magistrales. Es un cambio profundo y radical, pero inevitable si queremos que el espacio humano se mantenga. Adquirir conocimiento y práctica, al final, requiere esfuerzo y disciplina, por muchas vueltas que le demos, al menos de momento. Quizá, en el futuro, ejércitos de nanobots inyectados en nuestro cerebro construyan redes neuronales que conllevarán conocimientos adquiridos sin esfuerzo alguno, mientras jugamos a fútbol o a videojuegos, quién sabe. Ahora mismo, sin embargo, no nos queda más remedio que picar piedra y no quejarnos por las llagas de las manos. Eso sí, en este contexto tan nuevo, tan (aparentemente) adverso, aulas y libros de texto, no podemos, no debemos olvidar lo más importante: presentar el conocimiento a nuestros herederos no como una mera herramienta para poder ganarse la vida, sino como la clave para la supervivencia humana. No sólo su supervivencia, sino la de toda la especie humana.

En esta época en la que gobiernos neoliberales elegidos democráticamente desprecian la enseñanza pública y las revistas del corazón son las publicaciones más vendidas, sé que navego contracorriente al decir esto, sin embargo decirlo no tiene mérito alguno. Es lo único que sé hacer.

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domingo, noviembre 05, 2017

Una copa de vino en mi piscina


Son las responsables de todo lo que ocurre en nuestro cuerpo, y tan diminutas que son invisibles, inodoras e insípidas a no ser que haya una cantidad ingente de ellas. Son las moléculas, los vocablos con los que la Naturaleza se expresa. Si los átomos fueran letras, las moléculas serían palabras, frases, el texto de una obra de teatro capaz de interpretarse continuamente a sí mismo.

(Atención: si usted, por los motivos que fuera, no está familiarizado con los conceptos de "átomo" y "molécula", le recomiendo encarecidamente leer Un cable de cobre en mis manos antes de leer este artículo)

Las moléculas no atienden ni a opiniones ni a deseos humanos: se deben a una gramática mucho más antigua que cualquier gramática humana, tan antigua como el mismo Universo; una ley que no obedece a inquietudes ni aflicciones humanas. Si no se inyecta insulina a un diabético de tipo I, morirá. La insulina es la molécula gracias a la cual la glucosa puede superar la membrana celular; es la llave que abre la célula para que la glucosa pueda acceder a su interior. Sin esta llave, nuestro cuerpo no podría utilizar las moléculas de glucosa. Si la glucosa fuera algo accesorio, prescindible, esto quizá no tuviera mucha importancia, pero resulta que no es así, es fundamental: es de donde obtiene energía nuestro cuerpo. Y sin energía no se puede vivir.

Así que las células del diabético tipo I en cuestión intentarán, desesperadas, obtener energía a partir de otro tipo de moléculas; utilizarán moléculas de grasa, por ejemplo, pero no lograrán hacerlo de forma eficaz y esto producirá una alta concentración de cuerpos cetónicos (otras moléculas) que, poco a poco, irán envenenándolo. La lógica de la Naturaleza se aplicará de forma implacable, como siempre. De hecho, la grasa que sirve momentáneamente para los músculos es inútil para el cerebro: este órgano sólo funciona con glucosa, y cuando la última molécula de insulina desaparezca de la sangre, desaparecerá también la posibilidad de que el cerebro use glucosa. Se caerá en el coma y, finalmente, la muerte. El proceso será lento y desagradable. Probablemente, el diabético no esté de acuerdo con este destino. Luchará por sobrevivir, se quejará, se enfadará, se desesperará, rezará, si es creyente; puede que incluso grite o llore. Todo será inútil, al final morirá, al igual que incontables personas enfermas que le precedieron a lo largo de la historia de la Humanidad.

A la izquierda, Teddy Rider en 1922, sometido a una dieta bajísima en calorías, en un intento desesperado por alargar su vida, antes de que estuviera disponible la terapia con insulina. A la derecha, Teddy Rider en 1923, tras un año de tratamiento con insulina.
A nosotros, como seres humanos, nos gusta pensar que tenemos un control total sobre nuestra vida. Llevados por una ilusoria sensación de poder, habrá gente que diga a nuestro paciente diabético tipo I, en plena agonía, que no desespere: que su alma, corazón o espíritu puede sanar a su cuerpo si se lo propone. Incluso puede que haya alguna organización ecologista que abogue, inspirada por su postura ante el arroz dorado, por no inyectarle insulina, alegando que la insulina no cura la diabetes, y que lo importante es curar definitivamente y para siempre la diabetes, y que si le inyectamos insulina estamos desviando la atención del auténtico problema.

Afortunadamente, después de miles de años de historia, sabemos que la única esperanza para el paciente en tránsito es que le inyecten insulina, y si hubiera algún poder mental, espiritual o chamánico que le permitiera reconstruir en cuestión de minutos las células de su cuerpo que producen insulina, bienvenido será, cuando esté disponible. Mientras tanto, el paciente en cuestión morirá, a no ser que se inyecte insulina a tiempo. Y no cualquier cantidad. Si se inyecta demasiada, también morirá. Si se inyecta poca, su salud se deteriorará progresivamente hasta que, igualmente, acabará muriendo de forma prematura.

Investigar y medir la materia parece aburrido y poco profundo, pero lo cierto es que ha mejorado el mundo mucho más profundamente que cualquier creencia en lo sobrenatural (sobrenatural: aquello que está más allá de lo natural, es decir, más allá de lo material y mensurable). En la primera imagen, Santiago Ramón y Cajal en el laboratorio de su casa, justo debajo podemos ver uno de sus dibujos. En la imagen que hay justo encima de estas líneas, Pierre y Marie Curie.
Puede que la palabra supercalifragilisticoespialidoso le parezca una palabra difícil, al igual que lo que está leyendo, pero es sólo porque no conoce la molécula de insulina. Es mucho más compleja que cualquier palabra que usted se pueda inventar y pronunciar sin respirar. Está formada por un montón de letras, es decir, de átomos, agrupados todos ellos en pequeños conjuntos llamados aminoácidos que, a su vez, se unen para formar una cadena muy larga y, por si fuera poco, plegada de una forma determinada (si se plegara de otra forma, no serviría). Ciertamente, es una palabra muy enrevesada. Puedo poner un ejemplo más sencillo: la cafeína.

Representación gráfica de la molécula de cafeína. Las esferas representan átomos y las barras, enlaces entre ellos. Las esferas negras corresponden a átomos de carbono, las rojas, a átomos de oxígeno, las azules, de nitrógeno y las blancas, de hidrógeno.
La cafeína es una molécula muchísimo más simple que la insulina. Tiene un efecto estimulante sobre nuestro organismo que todos hemos experimentado alguna vez, o podemos experimentar si lo deseamos. Si ingerimos al menos 75 mg (es decir, 75 milésimas partes de un gramo), mejora los procesos cognitivos relacionados con la atención, la memoria y el aprendizaje. Personalmente, si me pongo a trabajar después de tomar un café, me siento más despierto y creativo. Si se consumen 4 mg por kilo de peso una hora antes de realizar ejercicio, disminuye la sensación de cansancio durante la realización de éste. Ahora bien, consumir más de 300 mg de cafeína de golpe, se considera una sobredosis aguda porque puede dar lugar a irritación y nerviosismo. Un café expreso suele tener unos 100 mg de cafeína, aunque según qué café se utilice y cómo sea la forma de prepararlo, esta cantidad puede llegar a los 180 mg; en cualquier caso, se trata de una cantidad que aún queda lejos de la frontera de los 300 mg. En el otro extremo tenemos el café descafeinado.

¿Cuánta cafeína tiene el café descafeinado? Unos pocos miligramos. Según la Organización Internacional del Café (ICO, por sus siglas en inglés), 3 mg por taza como máximo, con el objetivo de cumplir con las normas de la CE. Si la taza es pequeña, probablemente no haya más de 1 mg, es decir, unas cien veces menos que en una taza de expreso y, por lo tanto, estamos muy lejos del umbral de los 75 mg. ¿Significa esto que prácticamente no quedan moléculas de cafeína en el café descafeinado? En absoluto, el que estemos lejos de conseguir un efecto apreciable en nuestro cerebro no significa que no queden moléculas de cafeína en el café. De hecho, aún quedan un auténtico montón de moléculas. Y podemos calcular cuántas.

Sabemos que una molécula de cafeína está formada por ocho átomos de carbono, diez de hidrógeno, cuatro de nitrógeno y dos de oxígeno (C8H10N4O2). Esto significa que la masa molar de la cafeína es de aproximadamente 194,194 unidades de masa atómica, es decir: necesitamos 194,194 gramos de cafeína para tener 6,022x1023 moléculas (un mol) de cafeína. Teniendo esto en cuenta, podemos calcular que en 100 mg de cafeína habrá unas 3,1x1020 moléculas de cafeína; y en 1mg, cien veces menos: 3,1x1018 moléculas de cafeína. Esto significa que en un café descafeinado hay aún alrededor de unos tres trillones de moléculas de cafeína. A pesar de que este número nos pueda parecer una cantidad descomunal, a escala molecular, que es la escala a la que el Universo lee el libro de la vida, no es nada. En el caso de la cafeína, al menos, es insignificante, insuficiente para provocar efecto alguno en nuestro cerebro.


¿Demasiados números y demasiado grandes? Realmente, nuestro cerebro no está preparado para visualizar números tan gigantescos, diez a la veintitrés, trillones..., ni siquiera puede hacerse una idea aproximada de lo que significan, a no ser que se esfuerce un poco. Con un poco de trabajo, sí podemos llegar a intuir su enorme magnitud, y asombrarnos. Para motivarle a realizar este trabajo, pondré un ejemplo más sencillo, con una molécula aún más simple: el etanol, pero necesitaré una copa de vino y varias piscinas olímpicas y, aun así, o quizá precisamente por eso, comprender estos números y cuán diminutas son las moléculas, requerirá un esfuerzo sincero de imaginación.

Representación gráfica de la molécula de etanol. Las esferas representan átomos y las barras, enlaces entre ellos. Las esferas negras corresponden a átomos de carbono, las rojas, a átomos de oxígeno y las blancas, de hidrógeno.

Podemos renunciar al café, a las Matemáticas y a muchas otras cosas, pero si renunciamos a la imaginación, quedaremos a merced de las ruedas de molino que producen continuamente la harina de la realidad, y no seremos más que granos de trigo indefensos. Así que hagamos este pequeño esfuerzo: pensemos en una copa llena de buen vino y en cuatro piscinas olímpicas, una al lado de la otra. La copa de vino no tiene por qué ser muy grande, basta con una de 200 ml, es decir, de 200 mililitros (milésimas partes de litro), y el vino, supongamos, es de una graduación de 13,5%, lo que significa que tenemos 135 ml de etanol por litro de vino y, por lo tanto, 27 ml en nuestra copa.
El etanol es una molécula aún más pequeña que la de cafeína. Si la ingerimos en suficiente cantidad, todos sabemos lo que ocurre, aunque a veces haya personas que se comporten como si no lo supieran. Para escribir esta pequeña palabra, bastan dos átomos de carbono, uno de oxígeno y seis de hidrógeno. Con tal composición, son suficientes 46,07 g de etanol para tener 6,022x1023 moléculas de etanol. Sabiendo que la densidad del etanol a 25ºC es de 789 kilogramos por metro cúbico, y que 27 ml son 2,7x10-5 metros cúbicos, llegamos a la conclusión de que en nuestra copa tenemos 21,30 gramos de etanol y, por lo tanto, 2,784x1023 moléculas de etanol. No es necesario que me crea: usted mismo puede realizar los cálculos. Tómese su tiempo. Por cierto, en ningún momento he dicho que estuviéramos a 25ºC de temperatura, pero seguro que después de haber imaginado cuatro piscinas olímpicas una al lado de la otra, no supondrá un gran esfuerzo imaginar además que estamos a 25ºC de temperatura. ¿Ha acabado ya? Pues sigamos.


El caso es que volvemos a tener números inconcebiblemente altos, pero no se preocupe: aún no hemos acabado. El siguiente paso en nuestro personal ejercicio de imaginación nos ayudará no ya a visualizar, porque eso es imposible, pero sí al menos a concebir un poco mejor la enorme magnitud de los números de los que estamos hablando y a entender lo increíblemente minúsculos que son los átomos y las moléculas. Imagine, pues, que por cada molécula de etanol le dan un céntimo de euro. Sí: imagine que usted va sacando todas y cada una de las moléculas de etanol que contiene el vino, una a una, hasta que se queda sin ninguna, y por cada una de ellas le dan un céntimo de euro. De esta forma, reunirá una cierta cantidad de dinero. La pregunta que hay que hacerse a continuación es: si decidiera gastar este dinero al ritmo de un millón de euros cada segundo, ¿cuánto tiempo le duraría el dinero?

Una molécula de etanol, un céntimo de euro.

Cada molécula es un céntimo de euro, y cada cien céntimos, un euro; además, por cada millón de euros, usted gana un segundo de tiempo. ¿Cuánto tiempo, exactamente? Pues resulta que si nos dieran un céntimo de euro por cada molécula de etanol que hay en nuestra copa de vino, podríamos estar gastando un millón de euros cada segundo durante poco más de ochenta y ocho millones de años (ese “poco más” son casi trescientos mil años). Si transformamos las moléculas en dinero, y con él compramos tiempo, resulta que en nuestra copa de vino sostenemos casi cien millones de años.


El siguiente paso es restituir todas las moléculas de etanol al vino y tirar el contenido de la copa de 200 ml en la primera piscina olímpica, que estará llena de agua hasta el borde. Si esperamos el tiempo suficiente, el contenido de la copa se diluirá en todo el volumen de la piscina. A continuación, llenamos de nuevo la copa con el contenido de esta primera piscina. ¿Cuánto etanol tendremos en la copa? Inicialmente teníamos, recordémoslo, 21,30 gramos de etanol. Estos gramos iniciales se han tenido que repartir en todo el volumen de la piscina olímpica. El volumen de una piscina olímpica suele estar alrededor de 2500 metros cúbicos. Si dividimos la masa de etanol entre el volumen de la piscina, obtendremos la densidad de etanol en la piscina olímpica.

Al hacer los cálculos, veremos que esta densidad es de 8,52x10-9 gramos de etanol por ml y, por lo tanto, tendremos 1,70x10-6 gramos de etanol en la copa de 200 ml, aproximadamente. Puede parecer una cantidad pequeña, y de hecho lo es: nadie se emborrachará si se bebe la copa. Sin embargo, en esta segunda copa, quedan aún suficientes moléculas de etanol como para estar gastando un millón de euros cada segundo, si nos dieran un céntimo por cada una de ellas, durante nada menos que siete años y unos veintitrés días.


Siete años no son ochenta y ocho millones de años, pero ya nos gustaría a muchos de nosotros poder tener ese ritmo de gasto de un millón de euros por segundo aunque sólo fuera durante siete años (o aunque sólo fuera durante veintitrés días).

Repitamos el proceso. Demos un pequeño paseo hasta la segunda piscina olímpica, que también deberá estar llena de agua hasta el borde, y derramemos el contenido de la segunda copa en ella. ¿Cuántas moléculas quedarán en nuestra copa si, después de esperar un tiempo prudencial, volvemos a llenarla con agua de la piscina? Pues las suficientes aún como para estar gastando un millón de euros por segundo durante casi 18 segundos.

Hagámoslo de nuevo. Paseemos hasta la tercera piscina olímpica que, como las anteriores, deberá estar llena de agua hasta el borde. Es un buen momento para recordar que todo este ejercicio no tenemos por qué llevarlo a cabo en soledad. Podemos invitar a nuestros amigos y conversar relajadamente con ellos. Además, estoy seguro de que Tales de Mileto, Demócrito, Leucipo, Sócrates, Platón, Aristóteles e Hipatia estarán encantados de acompañarnos. No les privemos de esta inolvidable experiencia y, bajo su atenta mirada, derramemos en la tercera piscina el contenido de la copa. Conversemos bajo la luz de las estrellas. Incluso podríamos aprovechar para nadar un poco, y así ayudar a la dilución del etanol. Cuando ésta se haya logrado, llenemos de nuevo nuestra copa con agua de la piscina.


Reflexionemos, y compartamos nuestras reflexiones.

¿Quedarán aún moléculas de etanol en la copa? ¿Existirá la palabra etanol en el libro abierto que es el agua que contiene la copa? Sí: existirá. Y esta vez, además, en una cantidad muy manejable: 142 moléculas. Obtendríamos un euro y cuarenta y dos céntimos. Podríamos sostener el ritmo de gasto durante una millonésima de segundo, aproximadamente.


Compartir es imprescindible para el progreso de la Humanidad (en la imagen, asistentes al Congreso Solvay de 1927).

Caminemos hasta la cuarta, y última, piscina. Podemos convocar a más amigos: Antoine Lavosier, John Dalton, Robert Brown y Albert Einstein, por ejemplo. Si usted no sabe qué decir, no se preocupe: ya sacarán ellos temas de conversación. Tienen muchas cosas de qué hablar. ¿Cuántas moléculas de etanol quedarán en nuestra copa después de repetir todo el proceso en la cuarta piscina? Muy probablemente, ahora sí, ninguna. Tendríamos que llenar la copa unas cien mil veces para estar razonablemente seguros de que al menos una vez hemos recogido una sola molécula de etanol con ella.

Llegados a este punto, reflexionemos.

Según la homeopatía, una copa de la cuarta piscina podría curarnos una borrachera; sólo porque lo que provoca los síntomas, el alcohol, ha sido diluido muchísimo y eso haría posible que el cuerpo reaccionara y se sanara a sí mismo. Sin embargo, por lo que sabemos sobre la constitución de la materia, esto no tiene sentido. A pesar de todo, podríamos haber incluido a Samuel Hahnemann, inventor de la homeopatía, entre nuestros amigos. Tendríamos mucho de qué hablar. Propuso la homeopatía como método de curación pocos años antes de que John Dalton propusiera su teoría atómica. Era un observador metódico, aunque quizás no muy riguroso. ¿Qué habría pensado si hubiera podido ver los átomos como los vemos actualmente con microscopios de efecto túnel?

Falta poco para el amanecer. Dejamos a nuestros amigos charlando animadamente al lado de las piscinas, bajo la luz de las últimas estrellas. Todos amaban el conocimiento y ninguno de ellos se conformó con el legado que recibió, ninguno fue dócil, todos hicieron un esfuerzo enorme por intentar comprender el Universo. No debería sorprendernos, por lo tanto, que todos ellos se pusieran de acuerdo al final en algo fundamental: para utilizar el lenguaje a nuestro antojo y poder escribir los más bellos poemas... primero hay que aprender bien gramática.

domingo, octubre 15, 2017

Un cable de cobre en mis manos

Me temo que para muchas personas pensar equivale a sufrir. “¡No te comas el coco!”, hemos oído todos alguna vez, quizás incluso acompañado con alguna expresión de impaciencia y algún que otro gesto imperativo. Un consejo que, sin duda, habrá obrado milagros, igual que las pócimas mágicas de los curanderos. Para los físicos, en cambio, pensar equivale a jugar.

Plantear preguntas y perseguir respuestas es un placer (un placer del que, estoy seguro, no sólo disfrutan los físicos) que no tiene nada que envidiar a los juegos infantiles disfrutados en un momento de nuestra vida, la infancia, en el que éramos totalmente libres. Imaginar, elucubrar, relacionar, lanzar hipótesis como cometas al viento… y comprobarlas, indagar, dudar… son impulsos irrenunciables para todos aquellos a los que nos gusta descubrir tesoros ocultos.

Pensar es navegar a la búsqueda de tesoros

Y es, además, un placer en el que todo el mundo puede participar. Por ejemplo, imaginemos un cable de cobre común y corriente, de un metro de longitud, por decir algo, porque la longitud da igual, siempre y cuando sea un cable finito. Supongamos que lo cortamos con unas tijeras por la mitad y nos quedamos con una de las mitades. Seguimos teniendo un cable de cobre, de longitud menor, pero cable, y de cobre, al fin y al cabo.

Supongamos ahora que repetimos la operación, de forma que obtenemos cables cada vez más cortos, hasta llegar a un punto en el que ya no podemos llamarlo cable, aunque sí podamos llamarlo trozo (trocito) de cobre.

La pregunta es: ¿podemos seguir dividiendo indefinidamente este trocito sin que deje de ser cobre nunca? ¿O llegará un momento en el que dejaremos de tener cobre?

Nunca subestimen el poder del cobre.


Sé que las preguntas molestan, pero hay que reconocer que si hoy tenemos vacunas, teléfonos, comida y agua sanitariamente garantizada y a precios asequibles, gafas, aviones y, sobre todo, no tenemos miedo, ni a los cometas ni a otros fenómenos naturales, es gracias a personas que jugaron incansablemente a responderlas. Y, además, porque jugaron de una forma peculiar: querían encontrar respuestas que tuvieran algo que ver con la realidad, no les valía cualquier ocurrencia, por bonita que fuera.

Cuando juegas de esta peculiar forma, tienes que atenerte a unas reglas porque, si no, acabas construyendo aviones que no vuelan o sintetizando vacunas que no previenen frente a nada.

Cuando quieres ganar el juego, tienes que conocer las reglas, no vale cualquier ocurrencia (Fotograma de "El séptimo sello").
De hecho, cuando se juega de esta forma tan peculiar, es decir, cuando queremos que nuestras respuestas tengan algo que ver con la realidad, sólo hay una respuesta posible a la pregunta sobre el cable de cobre que se divide una y otra vez, y es no: no podemos dividir el cable de cobre una y otra vez, indefinidamente, y seguir teniendo cobre. Llegará un momento en el que lo que tengamos ya no será cobre.

A las partículas que tengamos justo antes de la última división que nos dejará sin cobre, es decir, aquella debido a la cual lo que quede ya no será cobre, las llamamos átomos de cobre. Los átomos de cobre son los últimos trocitos de nuestro cable original que aún tienen características propias del cobre. Se pueden seguir dividiendo y, de hecho, aún hoy en día nadie sabe muy bien hasta cuándo, pero lo que obtengamos ya no será cobre.

¿Y qué ocurriría si en lugar de cobre utilizáramos hierro, o uranio? Exactamente lo mismo.

En realidad, todo a nuestro alrededor está formado por átomos: las células de nuestro cuerpo, el aire que respiramos, la ropa que llevamos, las mesas, las sillas, las montañas, el agua, las plantas... todo. Si troceáramos una y otra vez cualquier materia que nos rodea o que nos forma, en cualquier estado que se encontrara, sólido, líquido o gaseoso, acabaríamos encontrándonos siempre con la misma realidad física: los átomos.

Los átomos son partículas tan pequeñas, que no pueden percibirse con nuestros sentidos, a no ser que los agudicemos mediante máquinas especiales y, además, la razón nos ayude a interpretar lo que captemos gracias a estas máquinas. Nuestra vista, nuestro tacto o cualquier otro de nuestros sentidos, aunque nos parezcan magníficos (y, hasta cierto punto, lo sean), la verdad es que nos ofrecen una imagen demasiado gruesa de la realidad. Debido al poco detalle que nos proporcionan, cuando contemplamos nuestro entorno, o a nosotros mismos, o tocamos la superficie de una mesa o nuestra propia piel, tenemos la impresión de que la materia es continua.



Pero si observáramos con un microscopio de suficientes aumentos (microscopios que ya existen) veríamos que, en realidad, todo, absolutamente todo, está formado por granitos extremadamente pequeños, por partículas minúsculas.


Puede parecer una idea extraña, y realmente lo es; como mínimo, contraria a la intuición. Aun así, se puede poner un ejemplo fácilmente accesible a cualquiera y que puede ayudar a entender la situación. Al observar una playa desde lejos, por ejemplo, se tiene la percepción de que la arena es un material continuo; sin embargo, al acercarse lo suficiente, enseguida se ve que, de hecho, está formada por infinidad de corpúsculos: los granos de arena.

Otro ejemplo: si se observa un bosque frondoso a distancia, tendremos la impresión de que el verde de las copas de los árboles forma una superficie continua, tal vez con diferentes matices de verde, pero continua. Al acercarnos, comprobaremos de nuevo que lo que nos parecía regular es en realidad el resultado de la unión de miles o de millones de pequeñas hojas individuales.

Pues bien, cuando observamos una mesa, un vaso de agua o nuestra propia mano es como si contempláramos una playa, o un bosque, desde la distancia. Ahí están los átomos, a millones, a trillones, aunque no podamos verlos a simple vista.



¿Son todos los átomos iguales? No, hay diferentes tipos, cada uno de ellos con sus propias características. Los de cobre no son iguales a los de hierro, o a los de uranio. En la Naturaleza, de forma espontánea, se dan 92 tipos diferentes. En laboratorios especiales, se pueden crear unos cuantos más de forma artificial.

Cada tipo de átomo se corresponde con un elemento químico diferente: hidrógeno, carbono, nitrógeno, calcio, magnesio, etc… Así hasta noventa y dos si contamos sólo los que se dan de forma natural, y hasta ciento dieciocho si añadimos los artificiales.

Todos ellos se pueden ordenar en una tabla en la que hay siete filas y dieciocho columnas. Se llama tabla periódica de los elementos químicos, y fue propuesta por primera vez por el químico ruso Dimitri Mendeléyev (1834-1907).

Tabla periódica de los elementos químicos 
https://www.iupac.org/cms/wp-content/uploads/2015/07/IUPAC_Periodic_Table-28Nov16.jpg 
Hoy en día, para designar a los átomos se usan letras: la letra “h”, en mayúsculas, designa a los átomos de hidrógeno; o pares de letras: el par “Co” designa a los átomos de cobalto. En la tabla periódica se pueden ver todos los elementos químicos que existen en la Naturaleza representados por la letra, o el par de letras, correspondiente. La letra, o el par de letras, que designan a cada elemento químico se llama símbolo químico y se establece para cada elemento en base a un acuerdo internacional. La organización que se encarga de velar por este acuerdo es la International Union of Pure and Applied Chemistry, la Unión Internacional de la Química Pura y Aplicada (abreviado IUPAC, por sus siglas en inglés). La IUPAC es la autoridad mundial en nomenclatura química, terminología, métodos de medida estandarizados, pesos atómicos y todo tipo de datos críticos relacionados con los elementos químicos.

Los elementos químicos son las letras con las que el Universo escribe el drama de la vida. Combinando esas noventa y dos letras se generan todas las palabras que nos forman a nosotros, y a nuestro entorno. No hay más.

Los átomos que constituyen el cuerpo y la savia de un árbol son los mismos que constituyen nuestro cuerpo y nuestra sangre, o los de una lombriz. Lo que nos diferencia entre nosotros no son las letras que nos configuran sino el orden en el que se combinan. Cien años de soledad y El árbol de la Ciencia están escritos con el mismo abecedario, pero las historias que narran son totalmente diferentes porque las letras se sitúan en un orden diferente.

Además, basta con echar un vistazo al interior de cualquier libro para darse cuenta de que las letras no están aisladas las unas de las otras sino que la inmensa mayoría de ellas se unen formando grupúsculos más o menos grandes. Lo mismo ocurre con los átomos.

Este es un punto importante. Si observáramos con un super-microscopio suficientemente potente, no veríamos a los átomos aislados, impolutos cual canicas brillantes y autosuficientes en su perfección, sino que los veríamos unidos, asociados, entrelazados, pegados, enganchados a otros átomos.

Estas agrupaciones de átomos es lo que llamamos moléculas. Es decir, los átomos, al unirse, forman moléculas de la misma forma que las letras forman palabras. Y al igual que hay palabras más sencillas y otras más complicadas, hay también moléculas más sencillas y otras más complicadas.

A la izquierda, representación de una molécula de agua (un átomo de oxígeno enlazado con dos átomos de hidrógeno); a la derecha, una representación de una molécula de metano (un átomo de carbono enlazado con cuatro de hidrógeno). El metano es el principal componente del gas natural.

La hemoglobina está formada por 2952 átomos de carbono, 4664 átomos de hidrógeno, 832 de oxígeno, 812 de nitrógeno, 8 de azufre y 4 de hierro, y todos ellos ordenados de una forma determinada.
Para explicar qué es una molécula también se puede recurrir a un ejemplo parecido al del cable de cobre. Supongamos que tenemos una columna de agua congelada; e imaginemos que la dividimos en dos continuamente hasta llegar a un punto en el que, si volviéramos a dividir, dejaríamos de tener agua. En este punto, lo que tenemos es una molécula de agua. Está formada por un átomo de oxígeno enlazado con dos átomos de hidrógeno. Si la dividimos, dejamos de tener agua.

Bueno, en realidad, para tener agua tal como la conocemos en nuestra experiencia cotidiana hemos de tener millones y millones de moléculas de agua porque es la interacción entre ellas lo que crea las propiedades características de la substancia a la que llamamos “agua”. Sin embargo, de alguna forma, podemos decir que la molécula es la unidad mínima, el bloque básico, a partir del cual construir la substancia, de la misma forma que el átomo es la unidad mínima que conserva las características del elemento químico.

No existen átomos de agua, pero sí moléculas de agua, de la misma forma que no existen átomos de sal de mesa o átomos de azúcar, pero sí moléculas de sal o moléculas de azúcar (o, por concretar, de glucosa). Es decir, no todas las substancias son elementos químicos puros, pero sí todas las substancias tienen unidades mínimas, a las que llamamos moléculas, que conservan las propiedades de la substancia. Si rompemos las moléculas en fragmentos más pequeños, no recuperaremos las propiedades de la substancia inicial por muchos fragmentos que reunamos. En cambio, si reunimos muchas moléculas, sí recuperaremos la substancia.

Por ejemplo, una molécula de glucosa conserva el sabor dulce (bueno, en realidad, aquí ocurre como con el agua: necesitaríamos tener millones de moléculas de glucosa para sentir el sabor dulce) pero si la dividiéramos en los átomos que la forman sólo tendríamos carbono, oxígeno e hidrógeno. Si reuniéramos muchos de esos átomos sólo tendríamos montones de carbono, oxígeno e hidrógeno, pero no glucosa.

Es más, si reordenáramos esos átomos, podríamos acabar teniendo otra substancia distinta a la glucosa. Efectivamente: si combináramos los mismos átomos que forman la glucosa de una forma diferente entonces podríamos tener, por ejemplo, etanol (el alcohol común de cualquier bebida alcohólica); o cafeína, si añadiéramos algún átomo de nitrógeno, o benceno, si prescindiéramos del oxígeno.

Puede que esto de reordenar átomos nos parezca un vulgar juego de trileros pero es, de hecho, en lo que se basa toda la vida que conocemos. No hay excepción. Todos los seres vivos tienen la capacidad innata de reordenar átomos; sin esta capacidad no es que no pudieran vivir: es que no habrían podido ser. En nuestro cuerpo, y en el de cualquier organismo vivo, ocurre constantemente: las células elaboran unas substancias a partir de otras, y gracias a estos procesos obtenemos la energía y la materia que necesitamos.

Estas reordenaciones de átomos se llaman reacciones químicas, y no sólo se dan en los seres vivos: se dan a todo nuestro alrededor y, tal y como se acaba de explicar, en nosotros también. Nosotros no somos una excepción, un mundo aparte, ni como seres vivos ni como humanos: en nosotros también rigen las leyes de la Química y de la Física. Estas leyes son, de hecho, las reglas del juego y los cimientos sobre los que se construye nuestra conciencia.

Un ejemplo muy importante de reacción química es la fotosíntesis, el proceso por el cual las plantas son capaces de reordenar los átomos que forman las moléculas de agua y dióxido de carbono para formar glucosa, siempre y cuando dispongan de luz solar. El residuo de esta reacción es el gas oxígeno, formado por moléculas de oxígeno, que están constituidas cada una de ellas por dos átomos de oxígeno enlazados entre sí. Es un residuo fundamental para todos aquellos seres vivos que respiramos (y esto incluye a las plantas). 

De una forma muy simplificada, se puede decir que en la fotosíntesis ocurre lo siguiente:


cuyo significado es: seis moléculas de dióxido de carbono reaccionan con seis moléculas de agua para formar una molécula de glucosa y seis moléculas de gas oxígeno. Las letras H designan átomos de hidrógeno, las O, átomos de oxígeno, y las C, de carbono.

Con las noventa y dos letras de la tabla periódica el Universo puede formar una variedad casi infinita de moléculas. Las moléculas son las palabras que forman todo. Nuestros cuerpos son libros vivos en los que miles de palabras interactúan entre ellas según la gramática que imponen las leyes de la Física y la Química. Y no son volúmenes estancos: están abiertos al planeta entero, con el que intercambian continuamente materia y energía. Estudiar, pensar, jugar… es aprender a leer el Universo.