domingo, febrero 25, 2024

EL PEOR VIAJE DE MI VIDA




            —¿Qué tal? —me pregunta Marta— ¿Cuándo volvemos?

Había sido el peor viaje de mi vida, y ella lo sabía. Había estado a mi lado durante todo el trayecto; sabía perfectamente lo mal que lo había pasado. No sólo lo había leído en mis ojos, en mi mirada de cordero degollado… había llegado a olerlo. Había sido humillante. Su pregunta era una broma que me estaba gastando para quitar hierro al asunto. Sonreía. Intentaba arrancar de mí otra sonrisa. Ella estaba fresca y lozana como una lechuga. A mí aún me costaba mantener el equilibrio y todo me daba vueltas, incluso si cerraba los ojos. Sobre todo si cerraba los ojos.

Primero, había tenido que luchar contra la claustrofobia. Pensaba que estaba preparado, que me había entrenado bien. Me equivocaba. Había estado durante días… Qué digo… semanas, o meses, dialogando conmigo mismo, convenciéndome, subiendo una y otra vez, y bajando, en los ascensores más pequeños que conocía de la ciudad. Sin embargo, cuando se cerraron las escotillas y los sonidos del exterior se atenuaron hasta llegar a ser prácticamente inaudibles, o peor aún: audibles, pero como si vinieran de una lejanía inalcanzable, de un mundo al que ya no pertenecíamos y al que nunca regresaríamos, en ese mismo momento, empezó el sofoco, la sensación de asfixia, la necesidad de expansión. No podía ni mover los dedos de los pies, casi, así de apretados nos encontrábamos. Respiré profundamente, tan profundamente como pude. Me concentré en un punto muy lejano del espacio y el tiempo. Marta se las apañó para agarrar mi mano. Nos miramos de reojo. Yo sonreí. Pero ella me conocía demasiado bien; sabía lo que ocurría. Luego fue a peor.

De momento, mientras esperábamos, atrapado como estaba pero despierto y alerta, podía oír toda clase de chirridos y crujidos a mi alrededor, cada uno de ellos con sus propios matices. Supuse que los ingenieros habían hecho un buen trabajo de cálculo, pero aquel coro de gemidos metálicos y plásticos transmitían una sensación de fragilidad inquietante.

Los segundos fueron pasando muy lentamente hasta que, en el instante previsto, ni un poco antes ni un poco después, se encendieron los motores y ya no hubo vuelta atrás. En realidad, renunciar al viaje había dejado de ser una opción mucho tiempo atrás, pero aquel rugido impetuoso fue definitivo de una forma sobrecogedora: la quema de las últimas naves. A la claustrofobia, se añadió el estruendo y la opresión. Tuve la sensación de que una mano muy poderosa apretaba con fuerza mi pecho para impedir que se expandiera. Los chirridos y crujidos desaparecieron eclipsados por el ruido de los motores y por un temblor creciente que aumentó la sensación de fragilidad y me convenció de que estábamos a punto de desintegrarnos. A pesar de todo, no grité: estaba demasiado ocupado apretando los dientes. Tampoco tuve el consuelo de mirar por la ventanilla pues sucumbí inmediatamente al impulso de cerrar los ojos.

Ascendíamos impulsados por fuerzas que, una vez desatadas, no podían detenerse. Si no nos destruían antes, nos llevarían hasta nuestro destino sin posibilidad de cambiar ni una coma en el guión. Sólo podíamos aguantar y dejarnos llevar. Marta y yo pasamos varios minutos agarrados de la mano y con los dientes apretados. Allá íbamos.

Cuando por fin se apagaron los motores, se acabó la sensación de opresión en el pecho y pudimos respirar de nuevo a pleno pulmón; pero entonces empezó algo peor que todo lo anterior: la sensación de caída libre.

Sentí cómo mi estómago subía hasta mi garganta y cómo la sangre abandonaba mi rostro. Casi inmediatamente quedé empapado con un sudor frío. No pude… no tenía fuerzas ni ánimos para pronunciar palabra alguna. Los cinturones de seguridad se distendieron automáticamente y quedamos libres. El resto de pasajeros se impulsó hacia los ventanales para contemplar a gusto el paisaje. Algunos estaban pálidos, la mayoría se movía torpemente, pero todos sonreían. Marta permaneció a mi lado. El capitán me alcanzó una bolsa de vómitos. No había ni arriba ni abajo, ni derecha ni izquierda. Todos flotábamos, todos caíamos, cualquier acción  implicaba una reacción anti-intuitiva. La gravedad había desaparecido pero en realidad seguía siendo tan implacable como siempre. Una náusea irreprimible se apoderó de mí. Mi piel estaba fría y me la podía imaginar blanca como el papel.

Después del primer vómito, Marta me empujó hacia el ventanal más cercano. Ella se fue en sentido opuesto, pero volvió en cuanto encontró un punto de apoyo. Yo me había quedado sin fuerzas, no podía ni hablar, mucho menos mover brazos o piernas, y simplemente dejé que impulsara mi cuerpo como si fuera un globo. El capitán me acercó un algodón impregnado en alcohol y me tapó con él los agujeros de la nariz. Fue muy amable. No pude hacer ni un gesto de agradecimiento. A pesar de sus atenciones, la impresión de estar a punto de morir era persistente, asfixiante, ineludible. Había dejado de ser dueño de mi cuerpo, mi estómago flotaba a la altura de mi nuez, y ni siquiera estaba seguro de si mi corazón seguía latiendo. Estaba convencido de que todo se movía pero mis ojos me informaban de que todo estaba quieto. Si me concentraba demasiado, en lo que fuera, las náuseas aumentaban. Me pregunté, una vez más, cómo había sido posible que Darwin hubiera soportado una tortura semejante durante años. Y sin quejarse.

¿Qué hubiera pensado Galileo? ¿E Hipatia, qué hubiera pensado Hipatia? ¿O Aristóteles, Eratóstenes e Hiparco, y tantos otros? ¿Habrían comprendido lo que pasaba, y lo que implicaba?

Yo vomité otra vez.

Tal vez Darwin se había acabado acostumbrando. Quién sabe. Pero yo no dispondría de tanto tiempo.

Estaba avergonzado, pero no podía hacer nada: la caída libre imponía su ley sobre mi cuerpo pusilánime. Perdí la noción del tiempo. Sólo recuerdo que, de repente, me encontré atado de nuevo al asiento: alguien me había arrastrado y había ajustado a mi alrededor el cinturón de seguridad. Supongo que Marta, con paciencia infinita. Y, de repente, fui consciente de que estábamos frenando. Frenábamos cada vez más intensamente. Hubiera jurado que en cualquier momento nos estrellaríamos contra un muro infranqueable.  Mi estómago volvió a asentarse, pero el mareo y la náusea permanecieron. Volví a apretar los dientes y sentí el sabor ácido del vómito impregnar pegajosamente mi paladar y mi esófago. Vi de refilón el exterior a través de una de las ventanillas. Todo ardía. Caíamos envueltos en un óvalo de plasma. Un manto brillante a miles de grados nos aislaba del resto del mundo. Comprendí que si no nos estrellábamos, acabaríamos vaporizados y nuestros cuerpos aportarían color a una llama que atravesaría el cielo a varias veces la velocidad del sonido. La presión se incrementó. No podía moverme, no podía respirar. Justo cuando empezaba a perder la visión, mi pecho volvió a expandirse y se llenó de aire. Pudimos ver nubes y pudimos sentir que nuestro cuerpo volvía a ser el de siempre, con su peso de siempre y los huesos enteros. Los paracaídas se abrieron. Los retropropulsores se encendieron.

Nos detuvimos con una sacudida.

No fue demasiado fuerte.

Supongo que el moratón y la contusión se me curarán en pocos días. Mientras tanto, sigo luchando contra la sensación de náusea: procuro encontrar un punto en el que fijar la vista y no prestar atención a mi sentido del equilibrio, según el cual el mundo sigue dando vueltas como una noria, y en direcciones cambiantes.

Marta me mira y espera una respuesta.

Me ofrece sus ojos como punto donde anclar mi mirada. Me tiende su mano y sigue sonriendo.

Sí, me digo a mí mismo, ¿cuándo volvemos?

A pesar de la náusea, el dolor y el cansancio, la mera posibilidad me desliga de mi cuerpo, eleva mi atención, me hace regresar a la órbita. La imagen de la Tierra ocupa otra vez mi mente. Mi consciencia se libera de las sensaciones de impotencia y fragilidad y asciende de nuevo hacia el espacio, hacia las estrellas.

Hacia la inmensidad y el silencio.

En este escenario, mis penurias quedan lejos, son irrelevantes. La gravitación orquesta a los astros en torno a una eternidad indecible. Soy uno más de esos astros y siento la vastedad del Universo como algo íntimo. Puedo abarcar el planeta entero de un solo vistazo. Contengo la respiración mientras contemplo el azul inmaculado, prístino, vaporoso, transparente, de los océanos de la Tierra al ser iluminados por el Sol, y sus infinitos matices, las auroras boreales, y las australes, y los meteoritos trazando estocadas luminosas al quemarse en la atmósfera. Todo ante mí de un plumazo. Y los relámpagos y las ciudades encendidas más allá del terminador, creciendo como algo orgánico. Soy el Universo contemplándose a sí mismo.

Sí, me insisto a mí mismo, ¿cuándo volvemos?

Agarro la mano de Marta, doy un paso al frente, la miro a los ojos y sonrío. Su rostro brilla. Está pensando lo mismo que yo, a pesar de todo.

—Mañana mismo —respondo.



© Víctor Guisado Muñoz, a 29 de enero de 2024.


lunes, febrero 19, 2024

EL FUGITIVO (variación)


    Muchos creen que los poetas vamos por ahí cazando gente, que buscamos víctimas de la misma forma en que los depredadores acechan a sus presas.
    Aún recuerdo, como si hubiera ocurrido hoy mismo, el día en que Férdinand vino a la floristería.
    —Te han descubierto —me previno—. Huye. 
    Quemé todos los versos. Todas las plantas. Desaparecí. 
    Los medios de comunicación han propagado esa imagen de nosotros. La mayoría ahora nos imagina agazapados en oscuros callejones, o en negocios aparentemente inocuos, aguardando el paso de algún incauto sobre el cual lanzar nuestros versos radiactivos. Como si fuéramos arañas tejiendo redes, o vampiros buscando sangre.
    Lo hemos explicado una y otra vez: nos apañamos con muy poco, prácticamente con nada, un vaso de agua, un puñado de tierra y mucha luz, no necesitamos nada más, como las plantas. Más que vampiros, somos plantas. Eso sí: si entráis en nuestra obra, no saldréis siendo los mismos. Eso es cierto. Pero no es culpa nuestra: el Universo es así, qué queréis que os diga. Si queréis luz, tendréis que asumir los riesgos del fuego.
    Caminé durante días, crucé carreteras y atravesé ríos. Me movía como una sombra, pegado a los muros, al suelo, escondido entre los arbustos. Incluso en la era de los satélites podemos escondernos. Basta un poco de silencio y una noche sin Luna.
    Conseguí trabajo en una tienda de maquetas. Vendía reproducciones de veleros y de naves espaciales. Pasaba la mayor parte del día solo porque no tenía muchos clientes. Me dedicaba sobre todo a contemplar el horizonte y a saludar a las estrellas cuando se ponía el Sol. La tienda estaba en medio del desierto, a orillas de una carretera secundaria y al lado de una gasolinera. Era un sitio tranquilo. Viví allí durante algún tiempo, en la trastienda, hasta que un día se detuvo un coche y bajó de él Belinda:
    —Te han descubierto —me advirtió—. ¡Huye!
    Rompí las maquetas, borré mis huellas y caminé hacia atrás durante toda la noche para confundir a los que me perseguían. Me cambié el nombre y me calcé con zapatos de otros. Al cabo de una semanas, acabé trabajando de limpiabotas en el puerto. Vivía en una pensión miserable en la que tenía que compartir lavabo y ducha con personas que no sabían usar ninguna de las dos cosas. Pasaba los días en la calle, rodeado de gente, camuflado entre la muchedumbre. Sentía nostalgia de la soledad del desierto y del aroma de las plantas. Odiaba el agua pútrida de los muelles y miraba al cielo de vez en cuando, disimuladamente.
    Un día limpié las botas a Kurtnesov, otro antiguo camarada, y cuando alcé la mirada y mis ojos se encontraron con los suyos, me dio la noticia:
    —Te han descubierto. Huye.
    Sumergí en lejía los zapatos, tiré a la basura mi ropa, crucé un océano. Los poetas molestamos: contemplamos, cuestionamos. Y sobre todo, inspiramos. Somos la mota de polvo que se incrusta en un ojo ansioso por permanecer abierto, el zumbido de una mosca que rompe la pureza del coro de los ángeles. La gota de vinagre que amarga el vino. Os gustaría que desapareciéramos, pero nos necesitáis para mantener en funcionamiento vuestros juguetes. Los calendarios, las banderas, los horarios. Os chiflan los juguetes, incluso más que a los niños.
    Empecé a trabajar en una oficina desde donde se gestionaban nóminas, recibos y facturas. Era la tapadera perfecta. Sin embargo, un día, al salir del trabajo, me desvié hacia el norte, luego hacia el sur. No seguí el camino habitual de regreso a casa y descubrí un parque nuevo. Había columpios y toboganes y críos jugando. Me dirigí al niño más cercano.
    —Te han descubierto —le previne—. Huye.
    Bajó del columpio, abandonó su colección de cromos y salió corriendo.



© Víctor Guisado Muñoz

domingo, febrero 04, 2024

EL FUGITIVO




    Muchos creen que los poetas vamos por ahí cazando gente, que buscamos víctimas de la misma forma en que los depredadores acechan a sus presas.
    Aún recuerdo, como si hubiera ocurrido hoy mismo, el día en que Férdinand vino a la floristería.
    —Te han descubierto —me previno—. Huye. 
    Quemé todos los versos. Todas las plantas. Desaparecí. 
    Los medios de comunicación han propagado esa imagen de nosotros. La mayoría ahora nos imagina agazapados en oscuros callejones, o en negocios aparentemente inocuos, aguardando el paso de algún incauto sobre el cual lanzar nuestros versos radiactivos. Como si fuéramos arañas tejiendo redes, o vampiros buscando sangre.
    Lo hemos explicado una y otra vez: necesitamos muy poco, prácticamente nada, un poco de agua, un poco de tierra y mucha luz, como las plantas. Más que vampiros, somos plantas. Eso sí: si entráis en nuestra obra, no saldréis siendo los mismos. Eso es cierto. Pero no es culpa nuestra: el Universo es así, qué queréis que os diga. ¿Queréis que os mienta? Eso la poesía no lo hará nunca, no funciona así. ¿Queréis creer que el Universo gira alrededor del ombligo humano? ¿Que vuestros pensamientos influyen en la voluntad de las estrellas? Ja, ja… si necesitáis ese tipo de relatos, acudid a la religión, no a la poesía.
    Caminé durante días, crucé carreteras por los pasos subterráneos que usan los animales y atravesé ríos a nado. Me movía como una sombra, pegado a los muros, al suelo, escondido entre los arbustos. Incluso en la era de los satélites podemos escondernos. Acabé viviendo en las ruinas de la antigua biblioteca, en medio de una dehesa que lindaba con un desierto inacabable. Desperdigados aquí y allá había encinas y alcornoques, y algún que otro olivo. Todos eran árboles mutantes, claro. Parecían islas flotando a la deriva en medio de un mar de hierba. Las ruinas de la biblioteca eran los restos de un naufragio, el casco herrumbroso de un navío que había embarrancado en los arrecifes de la Historia y poco a poco iba desmoronándose. Cuando llegué, hacía tiempo ya que la erosión había desdibujado y ocultado los caminos que en otra época llevaron hasta sus puertas.
    Por las noches hacía mucho frío pero las estrellas titilaban en todo su esplendor. De hecho, la primera vez que apareció la niña, me pilló con los ojos desplegados en modo telescopio. Mis pupilas medían más de un metro de diámetro y mis párpados bloqueaban la luz que provenía del horizonte. Por si fuera poco, mi láser frontal estaba activado y apuntaba hacia el firmamento. Tal vez fue eso lo que la atrajo.
    En cuanto oí pasos cerca de mí, apagué el láser y volví a mi configuración común. Sin embargo, cuando me giré hacia el sonido, comprendí que ya era demasiado tarde: ya me había visto. La tenía plantada ante mí, observándome fijamente, sopesando cuán peligroso podía ser más allá de las leyendas. Seguro que había comprendido qué era. Un viejo poeta viviendo entre los muros medio derruidos de la biblioteca.     Supuse que, aterrorizada, correría a avisar a la gente del pueblo más cercano.
    Pero no hizo nada.
    No se asustó. Al menos, no demasiado.
    Y no se movió: sostuvo mi mirada.
    —Qué ojos más grandes tienes —dijo—. ¿Para qué sirven?
    —Para estudiar las nebulosas, descubrir cometas y contemplar el Universo —confesé.
    —Yo también quiero unos así.
    —Estás loca —respondí.
    Entonces sí huyó y pensé que ya se había acabado todo, que al día siguiente, o tal vez esa misma noche, me detendrían. Aun así, no tuve miedo.
    Si me encierran, me dije a mí mismo, me transformaré en árbol-monte y destruiré la prisión.
    Estaba equivocado.
    La niña regresó sola al día siguiente, y al otro, y así durante años. Nos hicimos amigos. Pastoreaba rebaños de hormigas y abejas. Las hormigas a su vez pastoreaban pulgones que producían un néctar dulcísimo. Todo creado en los laboratorios de la Academia, por supuesto, por poetas como yo, aunque ella no lo supiera. Ella se limitaba a traerme dedales llenos de néctar, y miel, y pan. Y a hacerme preguntas. Siempre me hacía preguntas. A cambio del néctar, el pan y la miel, quería respuestas. Ja, ja… Respuestas…
    Su inocencia me conmovía.
    Yo siempre le pagaba con otras preguntas que la dejaban perpleja y pensativa. Podía oír sus redes neuronales crujir y expandirse, crecer, florecer ávidas de poesía. Poco a poco, sus ojos también fueron cambiando.
    En cuanto los adultos se dieron cuenta, vinieron a por mí.
    Los poetas molestamos: pesamos, medimos, contemplamos, cuestionamos. Y sobre todo, inspiramos. Somos la mota de polvo que se incrusta en un ojo ansioso por permanecer abierto, por cegarse con la luz de las mentiras, como las polillas; somos el zumbido de una mosca que rompe la pureza del coro de los ángeles. La gota de vinagre que amarga el vino. Os gustaría que desapareciéramos, pero nos necesitáis para mantener en funcionamiento vuestros juguetes. Os chiflan los juguetes; sin embargo, no queréis saber nada de los versos que los hacen funcionar por dentro. Sabéis que los versos llevan a la transformación, y tenéis miedo. Estáis aterrorizados.
    Querían que la niña siguiera siendo pastora de insectos, que no se moviera nunca del pueblo donde había nacido, que no echara de menos todo el Cosmos que aún no había vivido, que no aspirara a ser más de lo que era. Ja, ja…
    Era demasiado tarde.
    Las preguntas ya estaban dentro de ella. Manchaban su cerebro, su corazón. Sus ojos estaban cambiando, y ese cambio ya no se pararía nunca.
    Padres, vuestros hijos no son vuestros hijos: son hijos de la vida.
    Cuando vi la serpiente de luz, comprendí que había llegado el momento. No tuve miedo, ja, ja…    Decenas de antorchas formaban un hilo brillante que zigzagueaba en medio de la oscuridad, un río nervioso y febril que brotaba del pueblo y apuntaba directamente a mi estómago. He visto estrellas de bosones oscilar entre una dimensión y otra, agujeros negros devorar astros enteros, núcleos galácticos fusionarse y abrir la puerta a otros universos… Pase lo que pase a mis pies, mi mente pertenece al infinito.
    La gente cree que los poetas salimos de caza, que rastreamos con ahínco, sin descanso, hambrientos.
    La realidad es mucho más prosaica. La verdad es que nuestras víctimas acuden a nosotros sin que nadie les obligue, sorprendidas ellas mismas por la voluntad de autoinmolación que les conduce hasta nuestras letras.