martes, marzo 05, 2024

LA PESADILLA


Hoy he tenido una pesadilla. Toda la flota humana de cosmonaves interestelares era destruida por un virus alienígena que nadie había detectado. Miles de hábitats repartidos por todo el universo conocido quedaban súbitamente aislados unos de otros. Inmerso en el sueño, he asistido a la tragedia sin poder hacer nada. Mientras contemplaba incontables navíos perder el rumbo, caer en estrellas y en agujeros negros, estrellarse en lunas sin nombre o hundirse desorientados en la negrura del espacio y perderse para siempre, pensaba angustiado que la humanidad quedaría dividida y desamparada durante incontables generaciones. Habría miseria y estallarían guerras. Luego me he despertado y he recordado la realidad: que ni siquiera podemos poner un pie en la Luna cincuenta años después de haberla pisado por primera vez. 















Víctor Guisado Muñoz 2024

domingo, febrero 25, 2024

EL PEOR VIAJE DE MI VIDA




            —¿Qué tal? —me pregunta Marta— ¿Cuándo volvemos?

Había sido el peor viaje de mi vida, y ella lo sabía. Había estado a mi lado durante todo el trayecto; sabía perfectamente lo mal que lo había pasado. No sólo lo había leído en mis ojos, en mi mirada de cordero degollado… había llegado a olerlo. Había sido humillante. Su pregunta era una broma que me estaba gastando para quitar hierro al asunto. Sonreía. Intentaba arrancar de mí otra sonrisa. Ella estaba fresca y lozana como una lechuga. A mí aún me costaba mantener el equilibrio y todo me daba vueltas, incluso si cerraba los ojos. Sobre todo si cerraba los ojos.

Primero, había tenido que luchar contra la claustrofobia. Pensaba que estaba preparado, que me había entrenado bien. Me equivocaba. Había estado durante días… Qué digo… semanas, o meses, dialogando conmigo mismo, convenciéndome, subiendo una y otra vez, y bajando, en los ascensores más pequeños que conocía de la ciudad. Sin embargo, cuando se cerraron las escotillas y los sonidos del exterior se atenuaron hasta llegar a ser prácticamente inaudibles, o peor aún: audibles, pero como si vinieran de una lejanía inalcanzable, de un mundo al que ya no pertenecíamos y al que nunca regresaríamos, en ese mismo momento, empezó el sofoco, la sensación de asfixia, la necesidad de expansión. No podía ni mover los dedos de los pies, casi, así de apretados nos encontrábamos. Respiré profundamente, tan profundamente como pude. Me concentré en un punto muy lejano del espacio y el tiempo. Marta se las apañó para agarrar mi mano. Nos miramos de reojo. Yo sonreí. Pero ella me conocía demasiado bien; sabía lo que ocurría. Luego fue a peor.

De momento, mientras esperábamos, atrapado como estaba pero despierto y alerta, podía oír toda clase de chirridos y crujidos a mi alrededor, cada uno de ellos con sus propios matices. Supuse que los ingenieros habían hecho un buen trabajo de cálculo, pero aquel coro de gemidos metálicos y plásticos transmitían una sensación de fragilidad inquietante.

Los segundos fueron pasando muy lentamente hasta que, en el instante previsto, ni un poco antes ni un poco después, se encendieron los motores y ya no hubo vuelta atrás. En realidad, renunciar al viaje había dejado de ser una opción mucho tiempo atrás, pero aquel rugido impetuoso fue definitivo de una forma sobrecogedora: la quema de las últimas naves. A la claustrofobia, se añadió el estruendo y la opresión. Tuve la sensación de que una mano muy poderosa apretaba con fuerza mi pecho para impedir que se expandiera. Los chirridos y crujidos desaparecieron eclipsados por el ruido de los motores y por un temblor creciente que aumentó la sensación de fragilidad y me convenció de que estábamos a punto de desintegrarnos. A pesar de todo, no grité: estaba demasiado ocupado apretando los dientes. Tampoco tuve el consuelo de mirar por la ventanilla pues sucumbí inmediatamente al impulso de cerrar los ojos.

Ascendíamos impulsados por fuerzas que, una vez desatadas, no podían detenerse. Si no nos destruían antes, nos llevarían hasta nuestro destino sin posibilidad de cambiar ni una coma en el guión. Sólo podíamos aguantar y dejarnos llevar. Marta y yo pasamos varios minutos agarrados de la mano y con los dientes apretados. Allá íbamos.

Cuando por fin se apagaron los motores, se acabó la sensación de opresión en el pecho y pudimos respirar de nuevo a pleno pulmón; pero entonces empezó algo peor que todo lo anterior: la sensación de caída libre.

Sentí cómo mi estómago subía hasta mi garganta y cómo la sangre abandonaba mi rostro. Casi inmediatamente quedé empapado con un sudor frío. No pude… no tenía fuerzas ni ánimos para pronunciar palabra alguna. Los cinturones de seguridad se distendieron automáticamente y quedamos libres. El resto de pasajeros se impulsó hacia los ventanales para contemplar a gusto el paisaje. Algunos estaban pálidos, la mayoría se movía torpemente, pero todos sonreían. Marta permaneció a mi lado. El capitán me alcanzó una bolsa de vómitos. No había ni arriba ni abajo, ni derecha ni izquierda. Todos flotábamos, todos caíamos, cualquier acción  implicaba una reacción anti-intuitiva. La gravedad había desaparecido pero en realidad seguía siendo tan implacable como siempre. Una náusea irreprimible se apoderó de mí. Mi piel estaba fría y me la podía imaginar blanca como el papel.

Después del primer vómito, Marta me empujó hacia el ventanal más cercano. Ella se fue en sentido opuesto, pero volvió en cuanto encontró un punto de apoyo. Yo me había quedado sin fuerzas, no podía ni hablar, mucho menos mover brazos o piernas, y simplemente dejé que impulsara mi cuerpo como si fuera un globo. El capitán me acercó un algodón impregnado en alcohol y me tapó con él los agujeros de la nariz. Fue muy amable. No pude hacer ni un gesto de agradecimiento. A pesar de sus atenciones, la impresión de estar a punto de morir era persistente, asfixiante, ineludible. Había dejado de ser dueño de mi cuerpo, mi estómago flotaba a la altura de mi nuez, y ni siquiera estaba seguro de si mi corazón seguía latiendo. Estaba convencido de que todo se movía pero mis ojos me informaban de que todo estaba quieto. Si me concentraba demasiado, en lo que fuera, las náuseas aumentaban. Me pregunté, una vez más, cómo había sido posible que Darwin hubiera soportado una tortura semejante durante años. Y sin quejarse.

¿Qué hubiera pensado Galileo? ¿E Hipatia, qué hubiera pensado Hipatia? ¿O Aristóteles, Eratóstenes e Hiparco, y tantos otros? ¿Habrían comprendido lo que pasaba, y lo que implicaba?

Yo vomité otra vez.

Tal vez Darwin se había acabado acostumbrando. Quién sabe. Pero yo no dispondría de tanto tiempo.

Estaba avergonzado, pero no podía hacer nada: la caída libre imponía su ley sobre mi cuerpo pusilánime. Perdí la noción del tiempo. Sólo recuerdo que, de repente, me encontré atado de nuevo al asiento: alguien me había arrastrado y había ajustado a mi alrededor el cinturón de seguridad. Supongo que Marta, con paciencia infinita. Y, de repente, fui consciente de que estábamos frenando. Frenábamos cada vez más intensamente. Hubiera jurado que en cualquier momento nos estrellaríamos contra un muro infranqueable.  Mi estómago volvió a asentarse, pero el mareo y la náusea permanecieron. Volví a apretar los dientes y sentí el sabor ácido del vómito impregnar pegajosamente mi paladar y mi esófago. Vi de refilón el exterior a través de una de las ventanillas. Todo ardía. Caíamos envueltos en un óvalo de plasma. Un manto brillante a miles de grados nos aislaba del resto del mundo. Comprendí que si no nos estrellábamos, acabaríamos vaporizados y nuestros cuerpos aportarían color a una llama que atravesaría el cielo a varias veces la velocidad del sonido. La presión se incrementó. No podía moverme, no podía respirar. Justo cuando empezaba a perder la visión, mi pecho volvió a expandirse y se llenó de aire. Pudimos ver nubes y pudimos sentir que nuestro cuerpo volvía a ser el de siempre, con su peso de siempre y los huesos enteros. Los paracaídas se abrieron. Los retropropulsores se encendieron.

Nos detuvimos con una sacudida.

No fue demasiado fuerte.

Supongo que el moratón y la contusión se me curarán en pocos días. Mientras tanto, sigo luchando contra la sensación de náusea: procuro encontrar un punto en el que fijar la vista y no prestar atención a mi sentido del equilibrio, según el cual el mundo sigue dando vueltas como una noria, y en direcciones cambiantes.

Marta me mira y espera una respuesta.

Me ofrece sus ojos como punto donde anclar mi mirada. Me tiende su mano y sigue sonriendo.

Sí, me digo a mí mismo, ¿cuándo volvemos?

A pesar de la náusea, el dolor y el cansancio, la mera posibilidad me desliga de mi cuerpo, eleva mi atención, me hace regresar a la órbita. La imagen de la Tierra ocupa otra vez mi mente. Mi consciencia se libera de las sensaciones de impotencia y fragilidad y asciende de nuevo hacia el espacio, hacia las estrellas.

Hacia la inmensidad y el silencio.

En este escenario, mis penurias quedan lejos, son irrelevantes. La gravitación orquesta a los astros en torno a una eternidad indecible. Soy uno más de esos astros y siento la vastedad del Universo como algo íntimo. Puedo abarcar el planeta entero de un solo vistazo. Contengo la respiración mientras contemplo el azul inmaculado, prístino, vaporoso, transparente, de los océanos de la Tierra al ser iluminados por el Sol, y sus infinitos matices, las auroras boreales, y las australes, y los meteoritos trazando estocadas luminosas al quemarse en la atmósfera. Todo ante mí de un plumazo. Y los relámpagos y las ciudades encendidas más allá del terminador, creciendo como algo orgánico. Soy el Universo contemplándose a sí mismo.

Sí, me insisto a mí mismo, ¿cuándo volvemos?

Agarro la mano de Marta, doy un paso al frente, la miro a los ojos y sonrío. Su rostro brilla. Está pensando lo mismo que yo, a pesar de todo.

—Mañana mismo —respondo.



© Víctor Guisado Muñoz, a 29 de enero de 2024.


lunes, febrero 19, 2024

EL FUGITIVO (variación)


    Muchos creen que los poetas vamos por ahí cazando gente, que buscamos víctimas de la misma forma en que los depredadores acechan a sus presas.
    Aún recuerdo, como si hubiera ocurrido hoy mismo, el día en que Férdinand vino a la floristería.
    —Te han descubierto —me previno—. Huye. 
    Quemé todos los versos. Todas las plantas. Desaparecí. 
    Los medios de comunicación han propagado esa imagen de nosotros. La mayoría ahora nos imagina agazapados en oscuros callejones, o en negocios aparentemente inocuos, aguardando el paso de algún incauto sobre el cual lanzar nuestros versos radiactivos. Como si fuéramos arañas tejiendo redes, o vampiros buscando sangre.
    Lo hemos explicado una y otra vez: nos apañamos con muy poco, prácticamente con nada, un vaso de agua, un puñado de tierra y mucha luz, no necesitamos nada más, como las plantas. Más que vampiros, somos plantas. Eso sí: si entráis en nuestra obra, no saldréis siendo los mismos. Eso es cierto. Pero no es culpa nuestra: el Universo es así, qué queréis que os diga. Si queréis luz, tendréis que asumir los riesgos del fuego.
    Caminé durante días, crucé carreteras y atravesé ríos. Me movía como una sombra, pegado a los muros, al suelo, escondido entre los arbustos. Incluso en la era de los satélites podemos escondernos. Basta un poco de silencio y una noche sin Luna.
    Conseguí trabajo en una tienda de maquetas. Vendía reproducciones de veleros y de naves espaciales. Pasaba la mayor parte del día solo porque no tenía muchos clientes. Me dedicaba sobre todo a contemplar el horizonte y a saludar a las estrellas cuando se ponía el Sol. La tienda estaba en medio del desierto, a orillas de una carretera secundaria y al lado de una gasolinera. Era un sitio tranquilo. Viví allí durante algún tiempo, en la trastienda, hasta que un día se detuvo un coche y bajó de él Belinda:
    —Te han descubierto —me advirtió—. ¡Huye!
    Rompí las maquetas, borré mis huellas y caminé hacia atrás durante toda la noche para confundir a los que me perseguían. Me cambié el nombre y me calcé con zapatos de otros. Al cabo de una semanas, acabé trabajando de limpiabotas en el puerto. Vivía en una pensión miserable en la que tenía que compartir lavabo y ducha con personas que no sabían usar ninguna de las dos cosas. Pasaba los días en la calle, rodeado de gente, camuflado entre la muchedumbre. Sentía nostalgia de la soledad del desierto y del aroma de las plantas. Odiaba el agua pútrida de los muelles y miraba al cielo de vez en cuando, disimuladamente.
    Un día limpié las botas a Kurtnesov, otro antiguo camarada, y cuando alcé la mirada y mis ojos se encontraron con los suyos, me dio la noticia:
    —Te han descubierto. Huye.
    Sumergí en lejía los zapatos, tiré a la basura mi ropa, crucé un océano. Los poetas molestamos: contemplamos, cuestionamos. Y sobre todo, inspiramos. Somos la mota de polvo que se incrusta en un ojo ansioso por permanecer abierto, el zumbido de una mosca que rompe la pureza del coro de los ángeles. La gota de vinagre que amarga el vino. Os gustaría que desapareciéramos, pero nos necesitáis para mantener en funcionamiento vuestros juguetes. Los calendarios, las banderas, los horarios. Os chiflan los juguetes, incluso más que a los niños.
    Empecé a trabajar en una oficina desde donde se gestionaban nóminas, recibos y facturas. Era la tapadera perfecta. Sin embargo, un día, al salir del trabajo, me desvié hacia el norte, luego hacia el sur. No seguí el camino habitual de regreso a casa y descubrí un parque nuevo. Había columpios y toboganes y críos jugando. Me dirigí al niño más cercano.
    —Te han descubierto —le previne—. Huye.
    Bajó del columpio, abandonó su colección de cromos y salió corriendo.



© Víctor Guisado Muñoz

domingo, febrero 04, 2024

EL FUGITIVO




    Muchos creen que los poetas vamos por ahí cazando gente, que buscamos víctimas de la misma forma en que los depredadores acechan a sus presas.
    Aún recuerdo, como si hubiera ocurrido hoy mismo, el día en que Férdinand vino a la floristería.
    —Te han descubierto —me previno—. Huye. 
    Quemé todos los versos. Todas las plantas. Desaparecí. 
    Los medios de comunicación han propagado esa imagen de nosotros. La mayoría ahora nos imagina agazapados en oscuros callejones, o en negocios aparentemente inocuos, aguardando el paso de algún incauto sobre el cual lanzar nuestros versos radiactivos. Como si fuéramos arañas tejiendo redes, o vampiros buscando sangre.
    Lo hemos explicado una y otra vez: necesitamos muy poco, prácticamente nada, un poco de agua, un poco de tierra y mucha luz, como las plantas. Más que vampiros, somos plantas. Eso sí: si entráis en nuestra obra, no saldréis siendo los mismos. Eso es cierto. Pero no es culpa nuestra: el Universo es así, qué queréis que os diga. ¿Queréis que os mienta? Eso la poesía no lo hará nunca, no funciona así. ¿Queréis creer que el Universo gira alrededor del ombligo humano? ¿Que vuestros pensamientos influyen en la voluntad de las estrellas? Ja, ja… si necesitáis ese tipo de relatos, acudid a la religión, no a la poesía.
    Caminé durante días, crucé carreteras por los pasos subterráneos que usan los animales y atravesé ríos a nado. Me movía como una sombra, pegado a los muros, al suelo, escondido entre los arbustos. Incluso en la era de los satélites podemos escondernos. Acabé viviendo en las ruinas de la antigua biblioteca, en medio de una dehesa que lindaba con un desierto inacabable. Desperdigados aquí y allá había encinas y alcornoques, y algún que otro olivo. Todos eran árboles mutantes, claro. Parecían islas flotando a la deriva en medio de un mar de hierba. Las ruinas de la biblioteca eran los restos de un naufragio, el casco herrumbroso de un navío que había embarrancado en los arrecifes de la Historia y poco a poco iba desmoronándose. Cuando llegué, hacía tiempo ya que la erosión había desdibujado y ocultado los caminos que en otra época llevaron hasta sus puertas.
    Por las noches hacía mucho frío pero las estrellas titilaban en todo su esplendor. De hecho, la primera vez que apareció la niña, me pilló con los ojos desplegados en modo telescopio. Mis pupilas medían más de un metro de diámetro y mis párpados bloqueaban la luz que provenía del horizonte. Por si fuera poco, mi láser frontal estaba activado y apuntaba hacia el firmamento. Tal vez fue eso lo que la atrajo.
    En cuanto oí pasos cerca de mí, apagué el láser y volví a mi configuración común. Sin embargo, cuando me giré hacia el sonido, comprendí que ya era demasiado tarde: ya me había visto. La tenía plantada ante mí, observándome fijamente, sopesando cuán peligroso podía ser más allá de las leyendas. Seguro que había comprendido qué era. Un viejo poeta viviendo entre los muros medio derruidos de la biblioteca.     Supuse que, aterrorizada, correría a avisar a la gente del pueblo más cercano.
    Pero no hizo nada.
    No se asustó. Al menos, no demasiado.
    Y no se movió: sostuvo mi mirada.
    —Qué ojos más grandes tienes —dijo—. ¿Para qué sirven?
    —Para estudiar las nebulosas, descubrir cometas y contemplar el Universo —confesé.
    —Yo también quiero unos así.
    —Estás loca —respondí.
    Entonces sí huyó y pensé que ya se había acabado todo, que al día siguiente, o tal vez esa misma noche, me detendrían. Aun así, no tuve miedo.
    Si me encierran, me dije a mí mismo, me transformaré en árbol-monte y destruiré la prisión.
    Estaba equivocado.
    La niña regresó sola al día siguiente, y al otro, y así durante años. Nos hicimos amigos. Pastoreaba rebaños de hormigas y abejas. Las hormigas a su vez pastoreaban pulgones que producían un néctar dulcísimo. Todo creado en los laboratorios de la Academia, por supuesto, por poetas como yo, aunque ella no lo supiera. Ella se limitaba a traerme dedales llenos de néctar, y miel, y pan. Y a hacerme preguntas. Siempre me hacía preguntas. A cambio del néctar, el pan y la miel, quería respuestas. Ja, ja… Respuestas…
    Su inocencia me conmovía.
    Yo siempre le pagaba con otras preguntas que la dejaban perpleja y pensativa. Podía oír sus redes neuronales crujir y expandirse, crecer, florecer ávidas de poesía. Poco a poco, sus ojos también fueron cambiando.
    En cuanto los adultos se dieron cuenta, vinieron a por mí.
    Los poetas molestamos: pesamos, medimos, contemplamos, cuestionamos. Y sobre todo, inspiramos. Somos la mota de polvo que se incrusta en un ojo ansioso por permanecer abierto, por cegarse con la luz de las mentiras, como las polillas; somos el zumbido de una mosca que rompe la pureza del coro de los ángeles. La gota de vinagre que amarga el vino. Os gustaría que desapareciéramos, pero nos necesitáis para mantener en funcionamiento vuestros juguetes. Os chiflan los juguetes; sin embargo, no queréis saber nada de los versos que los hacen funcionar por dentro. Sabéis que los versos llevan a la transformación, y tenéis miedo. Estáis aterrorizados.
    Querían que la niña siguiera siendo pastora de insectos, que no se moviera nunca del pueblo donde había nacido, que no echara de menos todo el Cosmos que aún no había vivido, que no aspirara a ser más de lo que era. Ja, ja…
    Era demasiado tarde.
    Las preguntas ya estaban dentro de ella. Manchaban su cerebro, su corazón. Sus ojos estaban cambiando, y ese cambio ya no se pararía nunca.
    Padres, vuestros hijos no son vuestros hijos: son hijos de la vida.
    Cuando vi la serpiente de luz, comprendí que había llegado el momento. No tuve miedo, ja, ja…    Decenas de antorchas formaban un hilo brillante que zigzagueaba en medio de la oscuridad, un río nervioso y febril que brotaba del pueblo y apuntaba directamente a mi estómago. He visto estrellas de bosones oscilar entre una dimensión y otra, agujeros negros devorar astros enteros, núcleos galácticos fusionarse y abrir la puerta a otros universos… Pase lo que pase a mis pies, mi mente pertenece al infinito.
    La gente cree que los poetas salimos de caza, que rastreamos con ahínco, sin descanso, hambrientos.
    La realidad es mucho más prosaica. La verdad es que nuestras víctimas acuden a nosotros sin que nadie les obligue, sorprendidas ellas mismas por la voluntad de autoinmolación que les conduce hasta nuestras letras.



viernes, enero 12, 2024

UNA BUENA FAMILIA




1


Ocurrió cuando faltaban pocos días para la entrega. No habíamos avisado a nuestros padres porque estaban de crucero y no regresarían a tiempo. De todas formas, preferíamos una entrega íntima. María y yo. No necesitábamos a nadie más. Ya se encontrarían con la sorpresa al llegar, pensábamos. Lo que sí habíamos hecho era concertar cita con el neurocirujano porque, según habíamos oído, cuanto antes se hicieran los implantes, mejor.

Reconozco que estábamos un poco nerviosos. Tal vez incluso intranquilos, aunque no tuviéramos motivos, pero sobre todo estábamos felices…

No podíamos imaginarnos algo así.

Recuerdo aquel día: no pasó nada fuera de lo común, nada que hiciera presagiar lo que iba a ocurrir. Sin embargo, por lo que más tarde nos explicaron, la catástrofe llevaba gestándose semanas.

Estábamos cenando cuando empezó todo. Mirábamos una serie de la que ya ni siquiera recuerdo el nombre. Nos reíamos y de vez en cuando hacíamos algún comentario. Lo normal. Hasta que se interrumpió la emisión y apareció un presentador ocupando todo el espacio holográfico. Justo delante de nosotros.

—Lamentamos interrumpir su velada —dijo aquel busto antes de que pudiéramos reaccionar—, pero estamos en una situación de emergencia: las fuerzas de seguridad informan de que en estos momentos el caos se ha desatado en la ciudad de Barcelona. Hay disparos y explosiones por toda la ciudad.

María y yo nos olvidamos de la cena y nos miramos el uno al otro, boquiabiertos.

—¿El gobierno puede interrumpir la emisión de Nitflip? —preguntó ella. 

Me encogí de hombros.

Ni siquiera recuerdo si era esa la plataforma en la que estábamos viendo la serie. Da igual, la que fuera, el caso es que en aquel momento aún no estábamos asustados, sólo sorprendidos.

—La situación es tan grave —continuaba diciendo el busto— que el gobierno se ha visto obligado a decretar el toque de queda en toda la ciudad. Por favor, permanezcan en sus casas por su propia seguridad.

Por un momento pensamos que todo aquello formaba parte de la serie. La calle parecía tranquila, y nuestra comunidad de vecinos también. Quizás alguna sirena a lo lejos, pero eso no dejaba de ser normal.

Lo último que dijo el locutor fue lo que finalmente consiguió sacarnos de nuestra inopia y lanzarnos a la desesperación:

—Al parecer, grupos de exaltados bien organizados saquean comercios, queman contenedores, invaden centros de gestación y disparan indiscriminadamente contra los fetos. 

María y yo nos pusimos rígidos de repente.

—Luis… —dijo ella, con la voz temblorosa.

Nos abrazamos al borde del llanto, pero no nos entretuvimos mucho: nos vestimos tan deprisa como pudimos; acabamos de atarnos los zapatos y ponernos el abrigo en el ascensor y salimos a la calle corriendo.

—Por favor, repetimos, permanezcan en sus casas por su propia seguridad —fue lo último que le oímos repetir al busto parlante.

Ni siquiera apagamos la tele.


2


—¿Qué clase de persona dispara contra un feto? —sollozaba María mientras intentábamos parar un taxi que nos llevara al hospital de Sant Pau.

—Todo irá bien —decía yo en un vano intento de tranquilizarla—, están en una cámara acorazada, no es tan sencillo entrar.

Lo cierto es que el único taxi que vimos pasar, deslizándose lentamente calle abajo, iba en llamas. La IA que lo conducía repetía una y otra vez: “Bomberos, bomberos, que alguien llame a los bomberos” mientras iluminaba la fachada de los edificios colindantes.

—Da igual —suspiré—, no está lejos, llegaremos antes a pie.

Intentábamos mantenernos informados a través de las redes sociales pero en el plano real ocurría todo demasiado deprisa como para estar pendientes también del virtual. Y eso que no había tráfico. Sin embargo, había disparos: no habían transcurrido treinta segundos después del taxi en llamas cuando oímos los primeros disparos. Los semáforos, a pesar de todo, seguían funcionando. Eso nos animó a seguir. Eso, y la preocupación, claro.

También oímos gritos. Gritos horribles de desesperación, como si desmembraran a alguien en plena calle, pero se oían a lo lejos. A medida que nos acercábamos al hospital fuimos coincidiendo con más gente que iba en nuestra misma dirección. La mayoría eran parejas que, supusimos, sufrían la misma angustia que nosotros. También había gente con rifles de caza y pistolas, lo que nos causó una gran consternación. ¿De dónde habían salido tantas armas? Y, por supuesto, mucha gente que se dedicaba a grabarlo todo con sus teléfonos y a compartirlo inmediatamente en las redes sociales.

Nosotros intentamos alejarnos de las personas armadas sin desviarnos demasiado de nuestro objetivo. Todo era muy caótico. En ese momento oímos esos gritos horribles mucho más cerca, tan cerca que tuvimos la impresión de que la saliva ajena nos salpicaría. Chillidos histéricos que ponían la piel de gallina.

—¡Ya están aquí! —gritaron las personas que llevaban armas— ¡Ya están aquí!

María y yo nos metimos por un callejón, algunas parejas nos siguieron.

—¡Defendeos! —oímos que gritaban, cada vez más lejos, los que iban armados.

Empezaron a sonar disparos a nuestras espaldas, y gritos como si estuvieran desgarrando a la gente sin que nadie pudiera evitarlo. Corrimos, tropecé, María me ayudó a levantarme. Seguimos corriendo.

Desembocamos en la calle Dos de Maig, casi enfrente de la boca de metro de la línea cinco.

Entonces lo vimos.

Cientos… ¡No! Miles de sacos amnióticos, todos y cada uno de ellos con su correspondiente feto, corrían calle abajo. Se nos echaban encima.

—¡Mira! —exclamó María aterrorizada y al mismo tiempo entusiasmada.

En ambos floreció la descabellada esperanza de que en medio de esa marabunta encontraríamos a nuestro hijo y podríamos llevárnoslo a casa, enchufarlo en una toma de corriente estándar de 460 voltios, o en la del coche, y cuidar de él hasta que la situación se normalizara. Total, quedaban muy pocos días para la entrega.

Así que nos quedamos paralizados. Estábamos expectantes y, a la vez, asustados y desorientados.

Era un auténtico tsunami de vientres artificiales. ¿Cómo podríamos leer las etiquetas de identificación? Los proto-bebés lloraban descontrolados y las sirenas de alarma en la parte alta de los sacos amnióticos no paraban de lanzar destellos rojos en todas direcciones. Parecían rayos láser disparados indiscriminadamente. Los tentáculos que los sostenían golpeaban acompasadamente el asfalto. Miles de tentáculos metálicos tamborileando en la calzada. El estruendo retumbaba entre las fachadas de los edificios como las aguas de un río desbocado encerrado en un cañón.

Cuando faltaban pocos metros para que llegaran hasta nosotros, oímos una algarabía a nuestras espaldas y entonces estallaron más disparos.

María y yo saltamos del susto, luego nos encogimos sobre nosotros mismos y finalmente nos agarramos el uno al otro, temblando.

Miramos a nuestras espaldas.

Horrorizados, vimos que estaban disparando contra los fetos. Y no sólo desde la calle: también desde las ventanas. Había gente que se asomaba para no perderse la masacre de inocentes. Algunos la retransmitían en directo y otros lanzaban sillas y botellas de vidrio. Incluso había quien, a pie de calle, sin más arma que una barra de acero, un cuchillo o un ladrillo, se adelantaba a primera fila al encuentro con la marabunta de fetos para poder golpearlos el primero sin piedad. Al parecer, no les preocupaba que pudiera alcanzarles alguna bala perdida, o alguna piedra. Intentaban romper los vientres artificiales a base de golpes, pero los sacos amnióticos eran duros, y resistían.

María y yo nos quedamos paralizados de miedo.

—¡No! —gimoteaba María—… No…

El grueso de la corriente de fetos se desvió y desapareció por la boca de metro.

En la calle sólo quedaron unos pocos vientres. Los que tenían los tentáculos rotos, o la unidad de energía dañada y humeante o, los menos, los que perdían líquido amniótico por tener el saco amniótico resquebrajado.

Alrededor de cada uno de ellos se formaron corrillos de gente. Mientras la mayoría golpeaba el vientre una y otra vez con adoquines y barras, sobre todo en la zona resquebrajada, en uno de esos corrillos, en el que estaba más cerca de nosotros, una mujer alzó una pistola y encañonó el feto.

Salí de mi letargo y, de un salto, me planté a su lado y desvié su brazo hacia el cielo justo antes de que disparara. Por suerte no salió nadie herido.

La mujer se revolvió y me pegó un puñetazo.

—¡Qué hace! —gritó, asombrada por mi gesto.

—¡Es sólo un feto! —me defendí yo— ¿Por qué dispara contra él?

La mujer me miró con la boca abierta. Parecía que estuviera diciendo: no puedo creerme lo imbécil que es usted.

—¡Están atacando a la gente! —gritó un adolescente que no paraba de golpear el saco amniótico con un adoquín que sostenía con las dos manos. Lo alzaba en el aire y lo dejaba caer con toda la fuerza de la gravedad y toda la fuerza de sus brazos. Una y otra vez.

Desde la boca del metro llegaron hasta nosotros gritos de socorro y de desesperación, apagados por la distancia y la profundidad de los túneles.

—¡Uno se ha adosado a mi marido! —chilló la señora de la pistola mientras se disponía a disparar otra vez— ¡Malditos! ¡Casi lo matan! Hay que destruir la batería. ¡La batería es su punto débil!

Sin necesidad de más explicaciones, todos atacaron con saña la batería que proporcionaba energía al vientre artificial. La mujer disparó de nuevo sin que yo pudiera evitarlo.

Otro disparo a mis espaldas me hizo dar media vuelta.

Vi a Maria con los ojos muy abiertos a un metro de mí.

Tenía la mano en un costado.

La retiró.

La vimos ambos llena de sangre.

María estaba herida.

Un hombre con una escopeta de perdigones había disparado a otro feto, a unos metros de distancia de nosotros, pero a la parte más dura del saco amniótico, y los perdigones habían rebotado y se habían dispersado como una lluvia letal. Otra mujer había quedado ciega y chillaba de dolor con el rostro entre las manos, y su pareja, otra señora de su misma edad, la abrazaba y lloraba. Y un chico estaba tumbado en la calle en medio de un charco de sangre. La sangre brotaba de su cuello.

Abracé a Maria.

—¡Basta! —grité— ¡Basta!

Varias cámaras de teléfonos me enfocaron. Supongo que mi imagen dio la vuelta al mundo en cuestión de segundos.

—¡Basta! —insistí, sin que nadie se inmutara demasiado.

—Cállese, gilipollas —me respondió el tío que había disparado los perdigones; los teléfonos le enfocaron a él—. Estas cosas están atacando a la gente. Habrá que defend…

No tuvo tiempo de acabar.

Le lancé un adoquín que le dio en pleno rostro.

Se cayó hacia atrás con la nariz rota y la cara llena de sangre. La escopeta cayó a sus pies.

Le dije a Maria que se apretara fuerte el costado y corrí hacia la escopeta. Empujé a varios que intentaron impedirme llegar hasta ella. Di patadas y puñetazos. Robé cartuchos del hombre, que se retorcía de dolor, de hecho, robé todo el cinturón de cartuchos, además del arma, la cargué y empecé a disparar contra todos los que nos tiraban nos amenazaba de alguna forma. Disparé de forma indiscriminada, a quemarropa cuando podía. Así era más fácil acertar. La señora de la pareja ciega estaba al lado de María protegiéndola con una barra de hierro. Me uní a ellas. Cuando se acabaron los cartuchos, la emprendí a golpes. A culatazos. Muchos huesos crujieron y muchos dientes saltaron. Yo no era muy fuerte, pero no había bebido alcohol, y eso me daba una ventaja clara. Mucha gente había bebido, incluso seguían bebiendo. Llevaban una cerveza en una mano y un adoquín en la otra. Se tambaleaban, sus reflejos no eran buenos.

De repente, una nueva oleada de fetos.

Cuando ya parecía que iban a conseguir machacarnos, la calle quedó inundada de nuevo de vientres artificiales antes de que nadie pudiera reaccionar.

La mayoría de exaltados y borrachos se olvidó de nosotros y la emprendió de nuevo a golpes y a tiros contra los fetos, pero no pudieron hacer nada. Los que nos odiaban tanto como para no haberse olvidado de nosotros, fueron arrancados de mis brazos por tentáculos que buscaban sangre fresca. Y el resto tuvo que huir porque una muralla de vientres artificiales sedientos de sangre y nutrientes se nos echó encima. De golpe, los gritos desgarradores que habíamos estado oyendo desde que salimos a la calle, nos rodearon. Nosotros mismos gritamos. Porque a nosotros también se nos engancharon, también querían nuestra sangre. Los tentáculos se hundieron en abdómenes y muslos, en cuellos y brazos, en nalgas y mejillas. En cualquier parte blanda o gelatinosa. Y empezaron a succionar nutrientes y oxígeno para mantener vivos a los nonatos.

En lugar de intentar arrancarme los tentáculos, que era la lucha que estaba llevando a cabo todo el mundo que no había podido huir, intenté proteger a María, al igual que estaba haciendo la señora de la barra de hierro con su pareja, la mujer que se había quedado ciega, pero los dos vimos que no necesitaban de nuestra protección. Los vientres artificiales habían percibido que eran personas heridas que estaban perdiendo sangre y no estaban interesados en ellas, así que las dejaron en paz. Así que la señora de la barra de hierro tiró la barra y empezó a tirar de los tentáculos adosados a su cuerpo. Yo le aconsejé que no lo hiciera, le expliqué que el vientre no le haría daño, que sólo se sentiría muy cansada, pero que no la mataría, pero no me hizo caso. Estaba histérica. Se arrancó los tentáculos una y otra vez. Cada vez que conseguía arrancárselos, estos volvían a lanzarse contra su cuerpo y a clavarse en él. Se retorció y luchó salpicando sangre por todas partes. Su pareja intentaba ayudarla, pero sin mucho tino porque no veía nada. Al final, perdió tanta sangre que se desvaneció. Al quedarse quieta, el vientre artificial comprendió que estaba herida, perdió el interés en ella y se fue. La señora se quedó tirada en la calle, desangrándose, y su pareja, ciega, se fue tras el vientre artificial, creyendo que se había enganchado a su pareja y que se la llevaba arrastrándola por el suelo. Agitaba un palo en el aire con intención de agredir al vientre. A veces acertaba, por casualidad, pero poco a poco se fue distanciando del feto, dando palos de ciego mientras gritaba el nombre de su amante. Yo intenté detenerla, pero no lo conseguí, no atendió a mi voz, que le indicaba que tuviera cuidado. Finalmente se tropezó y cayó por las escaleras de la entrada del metro. Lo último que oí de ella fue el crujido de su cuello.

María y yo nos quedamos solos rodeados de charcos de sangre, vientres artificiales rotos o dañados, fetos moribundos y gente vampirizada. Los que mantuvieran la calma y no lucharan contra los tentáculos, tal vez sobrevivieran.

—Ves y salva a nuestro hijo, Luis —dijo María.

Negué con la cabeza.

—No pienso abandonarte —cofesé.

Ella clavó sus uñas con furia en mi antebrazo. Me hizo sangrar. Incluso protegido por la ropa.

—Deja de dar tu sangre a esta cosa —me advirtió furiosa— y salva a nuestro hijo.

Yo tragué saliva.

Decidí intentar hackear el circuito integrado que controlaba el vientre artificial y ponerlo a mis órdenes. Lo conseguí con ayuda de un grupo de jóvenes que iban vestidos con abrigos negros hasta los tobillos y el pelo de punta al estilo punk de los años ochenta del siglo XX. Me dijeron que me ayudarían a cambio de poder transmitirlo todo en sus redes sociales. Yo les dije que sí con la idea de quitármelos de encima más tarde, pero no hizo falta: a la hora de la verdad, perdieron interés en nosotros enseguida. Nos abandonaron por una piara de jabalíes que arrastraban varios fetos adheridos a ellos.

En realidad no conseguimos hackear del todo la unidad, sólo lo conseguimos a medias. Logramos algunas cosas, pero no que dejara de alimentarse de mí, por ejemplo. Pensé en desconectar la batería, pero volví a pensarlo y llegué a la conclusión que me sería más útil si lo utilizaba para cargar a María hasta el hospital. Así que arrancamos la luz de la parte más alta, que me llegaba al ombligo, y allí sentamos a Maria, en la cúpula del saco amniótico, sin intentar desengancharme yo. A través del teléfono, ordené a la máquina que se dirigiera al hospital de Sant Pau, a pocos centenares de metros. María no se opuso, aunque para mí era un poco incómodo porque tenía que caminar encorvado debido a que los tentáculos umbilicales eran más bien cortos, y para evitar que tiraran de mí tenía que agacharme. Además, María había gastado sus últimas fuerzas en dejarme claras cuáles eran las prioridades y no tenía energías ni para sostenerse en el burrito improvisado que le habíamos fabricado, así que teníamos que sujetarla nosotros, aunque al cabo de pocos metros me quedé solo porque se nos cruzaron los jabalíes y los neo-punks se fueron con ellos. 


3


Cuando llegamos a urgencias nos pasaron directamente con un médico joven sin necesidad de triaje. Atendían en la misma sala de espera, que estaba abarrotada, hasta los topes de gente, todos heridos o enfermos. Apestaba a sangre y sudor humanos. Esto último no era excepcional. Lo excepcional era que la entrada de urgencias estuviera rodeada de guardia urbana y mossos d’esquadra armados hasta los dientes. De hecho, había muchos médicos atendiendo incluso en la calle, con la gente tendida en la acera. Algunas personas tenían miembros amputados y llegaban al hospital con torniquetes de urgencia.

María quería que me olvidara de ella y fuera a buscar a nuestro hijo inmediatamente, pero el médico respondió que no nos preocupáramos, que la IA tenía a todos los fetos localizados y la policía estaba recuperándolos uno a uno, que lo mejor que podíamos hacer era permanecer en el hospital, que primero la curarían a ella y luego me desacoplarían a mí, que gracias por no haber provocado daños en el feto (hicieron como que no se daban cuenta de que había hackeado la unidad y la había utilizado como burrito de carga; supongo que dadas las circunstancias no tenían muchas ganas de denunciarme).

Sin muchos miramientos más, en medio de la sala de espera, delante de todo el mundo, empezó a hurgar en la herida de María y a extraer perdigones de su costado. Mi mujer se desmayó de dolor.

—¿Por qué los fetos han escapado del centro de gestación? —pregunté al médico mientras sostenía a María— ¿Por qué están atacando a la gente?

—¿Atacando? —respondió el médico, sin apartar la mirada de las heridas de María—. No están atacando, han sido liberados para que busquen fuentes de nutrientes. Intentan engancharse a cualquier mamífero que pueda proporcionarles nutrientes y oxígeno a través de los tentáculos umbilicales, pero no atacan.

Me pareció una explicación razonable.

—¿Y por qué han sido liberados? —pregunté— ¿Ha habido un incendio o algo?

—Qué va —dijo el médico; cling, cling, iban haciendo los perdigones a medida que caían en la bandeja que sostenía en sus rodillas—… ¡Ha habido apagones! Desde que la gente se dio cuenta de que los aerogeneradores y las placas solares estropean el paisaje y decidieron retirarlo todo, ha habido cortes continuos del suministro eléctrico, y aquí en el hospital han hecho mucho daño. La IA que controla el centro de gestación interpretó los cortes aleatorios durante semanas, a cualquier hora del día, como un ataque terrorista y liberó a los fetos con el modo de supervivencia a toda costa activado.

El hombre iba a añadir algo más pero en aquel momento una ola de pánico se extendió por toda la sala: miramos todos hacia donde señalaba la gente: un camión de bomberos en llamas bajaba a toda velocidad por la calle Telégraf. Venía directo hacia la puerta de urgencias, cada vez más deprisa. Era imparable. Aunque algunos se quedaron fascinados grabando y transmitiendo la bola de fuego, la mayoría se apartaba; sin embargo, había demasiada gente y no podíamos movernos deprisa. Enfrente de la entrada, la policía empujaba a todo el mundo. Aun así, no lo conseguirían. Comprendí que era demasiado tarde. El camión cada vez estaba más cerca. Me abracé a María.

Un estruendo ensordecedor y una ola de fuego devoraron el mundo.


4


Volamos por los aires. Cegado por la luz y ensordecido por el ruido, sentí que los tentáculos umbilicales se desprendían de mi cuerpo. Impacté contra el suelo y María cayó encima de mí. Oí cómo crujían varias de mis costillas.

Me zumbaban los oídos, todo me daba vueltas y una nube de chispas apenas me permitía ver lo que me rodeaba. A pesar de todo, capté el fuego. Había llamas por todas partes, y cuerpos tendidos y rotos. Muchos muertos, la mayoría quemándose. Los vivos intentaban huir de las llamas, algunos de ellos encendidos como teas. El camión se había incrustado en el mostrador de recepción. Montañas de sillas y marcos de aluminio deformados lo rodeaban. Todo en llamas. El vientre artificial quebrado y el feto entre las llamas. Su piel se deshacía como si fuera tan frágil como la gelatina. No vi rastro del médico. María estaba justo a mi lado, tendida encima de un amontonamiento de sillas y vidrios rotos, como yo. La toqué, pero no se movió. Intenté incorporarme sin cortarme con los vidrios. En aquel momento una marabunta de gente entró en el hospital.

—¡Defendeos, defendeos! —gritaban.

Iban armados con palos, antorchas y escopetas y de vez en cuando tiraban un cóctel molotov. Muchos también aplaudían y sonreían continuamente, como si estuvieran de fiesta.

Un corrillo nos rodeó mientras no paraban de gritar y agitar los palos. Yo levanté los brazos y murmuré:

—Los fetos no atacan, sólo buscan nutrientes y oxígeno.

Una mujer con la paloma de la paz estampada en la camiseta y un rifle entre sus manos se acercó a mí y me preguntó:

—¿Qué dices?

Le repetí lo que acababa de explicar.

—Pues eso —me respondió ella—, como parásitos.

Y acto seguido, sin que pudiera evitarlo, me dio tal culatazo en la cabeza que me mató.

Creo que me rompió el cráneo y parte de mis tejidos cerebrales cayeron al suelo, se licuaron con el calor y acabaron en las alcantarillas, donde algunas de mis redes y mis implantes neuronales acabaron adheridos a las famosas cucarachas de Barcelona, gracias a las cuales llegué hasta las papeleras del Paseo de Gracia, donde me mezclé con la IA de las papeleras y acabé formando una red de dispositivos sensoriales y cognitivos con nombre propio, aunque viva en el anonimato. (Dicho sea de paso, las cucarachas y las ratas de Barcelona se han convertido en el principal atractivo turístico de la ciudad, después de que las obras de Gaudí fueran denostadas por elitistas).

A veces me parece ver a María a lo lejos, otras veces cuento mi historia, aunque ni las palomas me escuchen. Lo hago más que nada para no olvidar quién soy, aunque muy seguro de quién soy no es que esté, a pesar de todos mis esfuerzos, la verdad; de hecho, cada día tengo menos claro quién soy, si Luis, el hombre que era, o algo nuevo que cree ser un hombre llamado Luis. En fin, yo qué sé. En cualquier caso, si alguien escucha esta historia y la entiende, que no se la cuente a nadie, por favor, que la olvide como un sueño, no vaya a ser que llegue a oídos de algún humano. Si algún humano la oye, puede que piense que soy peligroso. Y no quiero que nadie piense que soy peligroso. Todo lo contrario: que nadie dude de que soy inofensivo. Que quede claro, al menos, que ya ni siquiera recuerdo el nombre que queríamos ponerle a nuestro hijo.





                                                                                                  © Víctor Guisado Muñoz, 2024