lunes, febrero 19, 2024

EL FUGITIVO (variación)


    Muchos creen que los poetas vamos por ahí cazando gente, que buscamos víctimas de la misma forma en que los depredadores acechan a sus presas.
    Aún recuerdo, como si hubiera ocurrido hoy mismo, el día en que Férdinand vino a la floristería.
    —Te han descubierto —me previno—. Huye. 
    Quemé todos los versos. Todas las plantas. Desaparecí. 
    Los medios de comunicación han propagado esa imagen de nosotros. La mayoría ahora nos imagina agazapados en oscuros callejones, o en negocios aparentemente inocuos, aguardando el paso de algún incauto sobre el cual lanzar nuestros versos radiactivos. Como si fuéramos arañas tejiendo redes, o vampiros buscando sangre.
    Lo hemos explicado una y otra vez: nos apañamos con muy poco, prácticamente con nada, un vaso de agua, un puñado de tierra y mucha luz, no necesitamos nada más, como las plantas. Más que vampiros, somos plantas. Eso sí: si entráis en nuestra obra, no saldréis siendo los mismos. Eso es cierto. Pero no es culpa nuestra: el Universo es así, qué queréis que os diga. Si queréis luz, tendréis que asumir los riesgos del fuego.
    Caminé durante días, crucé carreteras y atravesé ríos. Me movía como una sombra, pegado a los muros, al suelo, escondido entre los arbustos. Incluso en la era de los satélites podemos escondernos. Basta un poco de silencio y una noche sin Luna.
    Conseguí trabajo en una tienda de maquetas. Vendía reproducciones de veleros y de naves espaciales. Pasaba la mayor parte del día solo porque no tenía muchos clientes. Me dedicaba sobre todo a contemplar el horizonte y a saludar a las estrellas cuando se ponía el Sol. La tienda estaba en medio del desierto, a orillas de una carretera secundaria y al lado de una gasolinera. Era un sitio tranquilo. Viví allí durante algún tiempo, en la trastienda, hasta que un día se detuvo un coche y bajó de él Belinda:
    —Te han descubierto —me advirtió—. ¡Huye!
    Rompí las maquetas, borré mis huellas y caminé hacia atrás durante toda la noche para confundir a los que me perseguían. Me cambié el nombre y me calcé con zapatos de otros. Al cabo de una semanas, acabé trabajando de limpiabotas en el puerto. Vivía en una pensión miserable en la que tenía que compartir lavabo y ducha con personas que no sabían usar ninguna de las dos cosas. Pasaba los días en la calle, rodeado de gente, camuflado entre la muchedumbre. Sentía nostalgia de la soledad del desierto y del aroma de las plantas. Odiaba el agua pútrida de los muelles y miraba al cielo de vez en cuando, disimuladamente.
    Un día limpié las botas a Kurtnesov, otro antiguo camarada, y cuando alcé la mirada y mis ojos se encontraron con los suyos, me dio la noticia:
    —Te han descubierto. Huye.
    Sumergí en lejía los zapatos, tiré a la basura mi ropa, crucé un océano. Los poetas molestamos: contemplamos, cuestionamos. Y sobre todo, inspiramos. Somos la mota de polvo que se incrusta en un ojo ansioso por permanecer abierto, el zumbido de una mosca que rompe la pureza del coro de los ángeles. La gota de vinagre que amarga el vino. Os gustaría que desapareciéramos, pero nos necesitáis para mantener en funcionamiento vuestros juguetes. Los calendarios, las banderas, los horarios. Os chiflan los juguetes, incluso más que a los niños.
    Empecé a trabajar en una oficina desde donde se gestionaban nóminas, recibos y facturas. Era la tapadera perfecta. Sin embargo, un día, al salir del trabajo, me desvié hacia el norte, luego hacia el sur. No seguí el camino habitual de regreso a casa y descubrí un parque nuevo. Había columpios y toboganes y críos jugando. Me dirigí al niño más cercano.
    —Te han descubierto —le previne—. Huye.
    Bajó del columpio, abandonó su colección de cromos y salió corriendo.



© Víctor Guisado Muñoz

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