domingo, febrero 04, 2024

EL FUGITIVO




    Muchos creen que los poetas vamos por ahí cazando gente, que buscamos víctimas de la misma forma en que los depredadores acechan a sus presas.
    Aún recuerdo, como si hubiera ocurrido hoy mismo, el día en que Férdinand vino a la floristería.
    —Te han descubierto —me previno—. Huye. 
    Quemé todos los versos. Todas las plantas. Desaparecí. 
    Los medios de comunicación han propagado esa imagen de nosotros. La mayoría ahora nos imagina agazapados en oscuros callejones, o en negocios aparentemente inocuos, aguardando el paso de algún incauto sobre el cual lanzar nuestros versos radiactivos. Como si fuéramos arañas tejiendo redes, o vampiros buscando sangre.
    Lo hemos explicado una y otra vez: necesitamos muy poco, prácticamente nada, un poco de agua, un poco de tierra y mucha luz, como las plantas. Más que vampiros, somos plantas. Eso sí: si entráis en nuestra obra, no saldréis siendo los mismos. Eso es cierto. Pero no es culpa nuestra: el Universo es así, qué queréis que os diga. ¿Queréis que os mienta? Eso la poesía no lo hará nunca, no funciona así. ¿Queréis creer que el Universo gira alrededor del ombligo humano? ¿Que vuestros pensamientos influyen en la voluntad de las estrellas? Ja, ja… si necesitáis ese tipo de relatos, acudid a la religión, no a la poesía.
    Caminé durante días, crucé carreteras por los pasos subterráneos que usan los animales y atravesé ríos a nado. Me movía como una sombra, pegado a los muros, al suelo, escondido entre los arbustos. Incluso en la era de los satélites podemos escondernos. Acabé viviendo en las ruinas de la antigua biblioteca, en medio de una dehesa que lindaba con un desierto inacabable. Desperdigados aquí y allá había encinas y alcornoques, y algún que otro olivo. Todos eran árboles mutantes, claro. Parecían islas flotando a la deriva en medio de un mar de hierba. Las ruinas de la biblioteca eran los restos de un naufragio, el casco herrumbroso de un navío que había embarrancado en los arrecifes de la Historia y poco a poco iba desmoronándose. Cuando llegué, hacía tiempo ya que la erosión había desdibujado y ocultado los caminos que en otra época llevaron hasta sus puertas.
    Por las noches hacía mucho frío pero las estrellas titilaban en todo su esplendor. De hecho, la primera vez que apareció la niña, me pilló con los ojos desplegados en modo telescopio. Mis pupilas medían más de un metro de diámetro y mis párpados bloqueaban la luz que provenía del horizonte. Por si fuera poco, mi láser frontal estaba activado y apuntaba hacia el firmamento. Tal vez fue eso lo que la atrajo.
    En cuanto oí pasos cerca de mí, apagué el láser y volví a mi configuración común. Sin embargo, cuando me giré hacia el sonido, comprendí que ya era demasiado tarde: ya me había visto. La tenía plantada ante mí, observándome fijamente, sopesando cuán peligroso podía ser más allá de las leyendas. Seguro que había comprendido qué era. Un viejo poeta viviendo entre los muros medio derruidos de la biblioteca.     Supuse que, aterrorizada, correría a avisar a la gente del pueblo más cercano.
    Pero no hizo nada.
    No se asustó. Al menos, no demasiado.
    Y no se movió: sostuvo mi mirada.
    —Qué ojos más grandes tienes —dijo—. ¿Para qué sirven?
    —Para estudiar las nebulosas, descubrir cometas y contemplar el Universo —confesé.
    —Yo también quiero unos así.
    —Estás loca —respondí.
    Entonces sí huyó y pensé que ya se había acabado todo, que al día siguiente, o tal vez esa misma noche, me detendrían. Aun así, no tuve miedo.
    Si me encierran, me dije a mí mismo, me transformaré en árbol-monte y destruiré la prisión.
    Estaba equivocado.
    La niña regresó sola al día siguiente, y al otro, y así durante años. Nos hicimos amigos. Pastoreaba rebaños de hormigas y abejas. Las hormigas a su vez pastoreaban pulgones que producían un néctar dulcísimo. Todo creado en los laboratorios de la Academia, por supuesto, por poetas como yo, aunque ella no lo supiera. Ella se limitaba a traerme dedales llenos de néctar, y miel, y pan. Y a hacerme preguntas. Siempre me hacía preguntas. A cambio del néctar, el pan y la miel, quería respuestas. Ja, ja… Respuestas…
    Su inocencia me conmovía.
    Yo siempre le pagaba con otras preguntas que la dejaban perpleja y pensativa. Podía oír sus redes neuronales crujir y expandirse, crecer, florecer ávidas de poesía. Poco a poco, sus ojos también fueron cambiando.
    En cuanto los adultos se dieron cuenta, vinieron a por mí.
    Los poetas molestamos: pesamos, medimos, contemplamos, cuestionamos. Y sobre todo, inspiramos. Somos la mota de polvo que se incrusta en un ojo ansioso por permanecer abierto, por cegarse con la luz de las mentiras, como las polillas; somos el zumbido de una mosca que rompe la pureza del coro de los ángeles. La gota de vinagre que amarga el vino. Os gustaría que desapareciéramos, pero nos necesitáis para mantener en funcionamiento vuestros juguetes. Os chiflan los juguetes; sin embargo, no queréis saber nada de los versos que los hacen funcionar por dentro. Sabéis que los versos llevan a la transformación, y tenéis miedo. Estáis aterrorizados.
    Querían que la niña siguiera siendo pastora de insectos, que no se moviera nunca del pueblo donde había nacido, que no echara de menos todo el Cosmos que aún no había vivido, que no aspirara a ser más de lo que era. Ja, ja…
    Era demasiado tarde.
    Las preguntas ya estaban dentro de ella. Manchaban su cerebro, su corazón. Sus ojos estaban cambiando, y ese cambio ya no se pararía nunca.
    Padres, vuestros hijos no son vuestros hijos: son hijos de la vida.
    Cuando vi la serpiente de luz, comprendí que había llegado el momento. No tuve miedo, ja, ja…    Decenas de antorchas formaban un hilo brillante que zigzagueaba en medio de la oscuridad, un río nervioso y febril que brotaba del pueblo y apuntaba directamente a mi estómago. He visto estrellas de bosones oscilar entre una dimensión y otra, agujeros negros devorar astros enteros, núcleos galácticos fusionarse y abrir la puerta a otros universos… Pase lo que pase a mis pies, mi mente pertenece al infinito.
    La gente cree que los poetas salimos de caza, que rastreamos con ahínco, sin descanso, hambrientos.
    La realidad es mucho más prosaica. La verdad es que nuestras víctimas acuden a nosotros sin que nadie les obligue, sorprendidas ellas mismas por la voluntad de autoinmolación que les conduce hasta nuestras letras.



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