Son las responsables de todo lo que ocurre en nuestro cuerpo, y tan diminutas que son invisibles, inodoras e insípidas a no ser que haya una cantidad ingente de ellas. Son las moléculas, los vocablos con los que la Naturaleza se expresa. Si los átomos fueran letras, las moléculas serían palabras, frases, el texto de una obra de teatro capaz de interpretarse continuamente a sí mismo.
(Atención: si usted, por los motivos que fuera, no está familiarizado con los conceptos de "átomo" y "molécula", le recomiendo encarecidamente leer Un cable de cobre en mis manos antes de leer este artículo)
Las moléculas no atienden ni a opiniones ni a deseos humanos: se deben a una gramática mucho más antigua que cualquier gramática humana, tan antigua como el mismo Universo; una ley que no obedece a inquietudes ni aflicciones humanas. Si no se inyecta insulina a un diabético de tipo I, morirá. La insulina es la molécula gracias a la cual la glucosa puede superar la membrana celular; es la llave que abre la célula para que la glucosa pueda acceder a su interior. Sin esta llave, nuestro cuerpo no podría utilizar las moléculas de glucosa. Si la glucosa fuera algo accesorio, prescindible, esto quizá no tuviera mucha importancia, pero resulta que no es así, es fundamental: es de donde obtiene energía nuestro cuerpo. Y sin energía no se puede vivir.
Así que las células del diabético
tipo I en cuestión intentarán, desesperadas, obtener energía a
partir de otro tipo de moléculas; utilizarán moléculas de grasa,
por ejemplo, pero no lograrán hacerlo de forma eficaz y esto
producirá una alta concentración de cuerpos cetónicos (otras
moléculas) que, poco a poco, irán envenenándolo. La lógica de la
Naturaleza se aplicará de forma implacable, como siempre. De hecho,
la grasa que sirve momentáneamente para los músculos es inútil
para el cerebro: este órgano sólo funciona con glucosa, y cuando la
última molécula de insulina desaparezca de la sangre, desaparecerá
también la posibilidad de que el cerebro use glucosa. Se caerá en
el coma y, finalmente, la muerte. El proceso será lento y
desagradable. Probablemente, el diabético no esté de acuerdo con
este destino. Luchará por sobrevivir, se quejará, se enfadará, se
desesperará, rezará, si es creyente; puede que incluso grite o
llore. Todo será inútil, al final morirá, al igual que incontables
personas enfermas que le precedieron a lo largo de la historia de la
Humanidad.
A nosotros, como seres humanos, nos
gusta pensar que tenemos un control total sobre nuestra vida.
Llevados por una ilusoria sensación de poder, habrá gente que diga
a nuestro paciente diabético tipo I, en plena agonía, que no
desespere: que su alma, corazón o espíritu puede sanar a su cuerpo
si se lo propone. Incluso puede que haya alguna organización
ecologista que abogue, inspirada por su postura ante el arroz dorado,
por no inyectarle insulina, alegando que la insulina no cura la
diabetes, y que lo importante es curar definitivamente y para siempre
la diabetes, y que si le inyectamos insulina estamos desviando la
atención del auténtico problema.
Afortunadamente, después de miles de
años de historia, sabemos que la única esperanza para el paciente
en tránsito es que le inyecten insulina, y si hubiera algún poder
mental, espiritual o chamánico que le permitiera reconstruir en
cuestión de minutos las células de su cuerpo que producen insulina,
bienvenido será, cuando esté disponible. Mientras tanto, el
paciente en cuestión morirá, a no ser que se inyecte insulina a
tiempo. Y no cualquier cantidad. Si se inyecta demasiada, también
morirá. Si se inyecta poca, su salud se deteriorará progresivamente
hasta que, igualmente, acabará muriendo de forma prematura.
Puede que la palabra
supercalifragilisticoespialidoso le parezca una palabra difícil, al
igual que lo que está leyendo, pero es sólo porque no conoce la
molécula de insulina. Es mucho más compleja que cualquier palabra
que usted se pueda inventar y pronunciar sin respirar. Está formada
por un montón de letras, es decir, de átomos, agrupados todos ellos
en pequeños conjuntos llamados aminoácidos que, a su vez, se unen
para formar una cadena muy larga y, por si fuera poco, plegada de una
forma determinada (si se plegara de otra forma, no serviría).
Ciertamente, es una palabra muy enrevesada. Puedo poner un ejemplo
más sencillo: la cafeína.
La cafeína es una molécula muchísimo
más simple que la insulina. Tiene un efecto estimulante sobre
nuestro organismo que todos hemos experimentado alguna vez, o podemos
experimentar si lo deseamos. Si ingerimos al menos 75 mg (es decir,
75 milésimas partes de un gramo), mejora los procesos cognitivos
relacionados con la atención, la memoria y el aprendizaje.
Personalmente, si me pongo a trabajar después de tomar un café, me
siento más despierto y creativo. Si se consumen 4 mg por kilo de
peso una hora antes de realizar ejercicio, disminuye la sensación de
cansancio durante la realización de éste. Ahora bien, consumir más
de 300 mg de cafeína de golpe, se considera una sobredosis aguda
porque puede dar lugar a irritación y nerviosismo. Un café expreso
suele tener unos 100 mg de cafeína, aunque según qué café se
utilice y cómo sea la forma de prepararlo, esta cantidad puede
llegar a los 180 mg; en cualquier caso, se trata de una cantidad que
aún queda lejos de la frontera de los 300 mg. En el otro extremo
tenemos el café descafeinado.
¿Cuánta cafeína tiene el café
descafeinado? Unos pocos miligramos. Según la Organización
Internacional del Café (ICO, por sus siglas en inglés), 3 mg por
taza como máximo, con el objetivo de cumplir con las normas de la
CE. Si la taza es pequeña, probablemente no haya más de 1 mg, es
decir, unas cien veces menos que en una taza de expreso y, por lo
tanto, estamos muy lejos del umbral de los 75 mg. ¿Significa esto
que prácticamente no quedan moléculas de cafeína en el café
descafeinado? En absoluto, el que estemos lejos de conseguir un
efecto apreciable en nuestro cerebro no significa que no queden
moléculas de cafeína en el café. De hecho, aún quedan un
auténtico montón de moléculas. Y podemos calcular cuántas.
Sabemos que una molécula de cafeína
está formada por ocho átomos de carbono, diez de hidrógeno, cuatro
de nitrógeno y dos de oxígeno (C8H10N4O2).
Esto significa que la masa molar de la cafeína es de aproximadamente
194,194 unidades de masa atómica, es decir: necesitamos 194,194
gramos de cafeína para tener 6,022x1023 moléculas (un
mol) de cafeína. Teniendo esto en cuenta, podemos calcular que en
100 mg de cafeína habrá unas 3,1x1020 moléculas de
cafeína; y en 1mg, cien veces menos: 3,1x1018 moléculas
de cafeína. Esto significa que en un café descafeinado hay aún
alrededor de unos tres trillones de moléculas de cafeína. A pesar
de que este número nos pueda parecer una cantidad descomunal, a
escala molecular, que es la escala a la que el Universo lee el libro
de la vida, no es nada. En el caso de la cafeína, al menos, es
insignificante, insuficiente para provocar efecto alguno en nuestro
cerebro.
¿Demasiados números y demasiado grandes? Realmente, nuestro cerebro no está preparado para visualizar números tan gigantescos, diez a la veintitrés, trillones..., ni siquiera puede hacerse una idea aproximada de lo que significan, a no ser que se esfuerce un poco. Con un poco de trabajo, sí podemos llegar a intuir su enorme magnitud, y asombrarnos. Para motivarle a realizar este trabajo, pondré un ejemplo más sencillo, con una molécula aún más simple: el etanol, pero necesitaré una copa de vino y varias piscinas olímpicas y, aun así, o quizá precisamente por eso, comprender estos números y cuán diminutas son las moléculas, requerirá un esfuerzo sincero de imaginación.
Podemos renunciar al café, a las Matemáticas y a muchas otras cosas, pero si renunciamos a la imaginación, quedaremos a merced de las ruedas de molino que producen continuamente la harina de la realidad, y no seremos más que granos de trigo indefensos. Así que hagamos este pequeño esfuerzo: pensemos en una copa llena de buen vino y en cuatro piscinas olímpicas, una al lado de la otra. La copa de vino no tiene por qué ser muy grande, basta con una de 200 ml, es decir, de 200 mililitros (milésimas partes de litro), y el vino, supongamos, es de una graduación de 13,5%, lo que significa que tenemos 135 ml de etanol por litro de vino y, por lo tanto, 27 ml en nuestra copa.
El etanol es una molécula aún más pequeña que la de cafeína. Si la ingerimos en suficiente cantidad, todos sabemos lo que ocurre, aunque a veces haya personas que se comporten como si no lo supieran. Para escribir esta pequeña palabra, bastan dos átomos de carbono, uno de oxígeno y seis de hidrógeno. Con tal composición, son suficientes 46,07 g de etanol para tener 6,022x1023 moléculas de etanol. Sabiendo que la densidad del etanol a 25ºC es de 789 kilogramos por metro cúbico, y que 27 ml son 2,7x10-5 metros cúbicos, llegamos a la conclusión de que en nuestra copa tenemos 21,30 gramos de etanol y, por lo tanto, 2,784x1023 moléculas de etanol. No es necesario que me crea: usted mismo puede realizar los cálculos. Tómese su tiempo. Por cierto, en ningún momento he dicho que estuviéramos a 25ºC de temperatura, pero seguro que después de haber imaginado cuatro piscinas olímpicas una al lado de la otra, no supondrá un gran esfuerzo imaginar además que estamos a 25ºC de temperatura. ¿Ha acabado ya? Pues sigamos.
El caso es que volvemos a tener números inconcebiblemente altos, pero no se preocupe: aún no hemos acabado. El siguiente paso en nuestro personal ejercicio de imaginación nos ayudará no ya a visualizar, porque eso es imposible, pero sí al menos a concebir un poco mejor la enorme magnitud de los números de los que estamos hablando y a entender lo increíblemente minúsculos que son los átomos y las moléculas. Imagine, pues, que por cada molécula de etanol le dan un céntimo de euro. Sí: imagine que usted va sacando todas y cada una de las moléculas de etanol que contiene el vino, una a una, hasta que se queda sin ninguna, y por cada una de ellas le dan un céntimo de euro. De esta forma, reunirá una cierta cantidad de dinero. La pregunta que hay que hacerse a continuación es: si decidiera gastar este dinero al ritmo de un millón de euros cada segundo, ¿cuánto tiempo le duraría el dinero?
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Una molécula de etanol, un céntimo de
euro.
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Cada molécula es un céntimo de euro, y cada cien céntimos, un euro; además, por cada millón de euros, usted gana un segundo de tiempo. ¿Cuánto tiempo, exactamente? Pues resulta que si nos dieran un céntimo de euro por cada molécula de etanol que hay en nuestra copa de vino, podríamos estar gastando un millón de euros cada segundo durante poco más de ochenta y ocho millones de años (ese “poco más” son casi trescientos mil años). Si transformamos las moléculas en dinero, y con él compramos tiempo, resulta que en nuestra copa de vino sostenemos casi cien millones de años.
El siguiente paso es restituir todas las moléculas de etanol al vino y tirar el contenido de la copa de 200 ml en la primera piscina olímpica, que estará llena de agua hasta el borde. Si esperamos el tiempo suficiente, el contenido de la copa se diluirá en todo el volumen de la piscina. A continuación, llenamos de nuevo la copa con el contenido de esta primera piscina. ¿Cuánto etanol tendremos en la copa? Inicialmente teníamos, recordémoslo, 21,30 gramos de etanol. Estos gramos iniciales se han tenido que repartir en todo el volumen de la piscina olímpica. El volumen de una piscina olímpica suele estar alrededor de 2500 metros cúbicos. Si dividimos la masa de etanol entre el volumen de la piscina, obtendremos la densidad de etanol en la piscina olímpica.
Al hacer los cálculos, veremos que
esta densidad es de 8,52x10-9 gramos de etanol por ml y,
por lo tanto, tendremos 1,70x10-6 gramos de etanol en la
copa de 200 ml, aproximadamente. Puede parecer una cantidad pequeña,
y de hecho lo es: nadie se emborrachará si se bebe la copa. Sin
embargo, en esta segunda copa, quedan aún suficientes moléculas de
etanol como para estar gastando un millón de euros cada segundo, si
nos dieran un céntimo por cada una de ellas, durante nada menos que
siete años y unos veintitrés días.
Siete años no son ochenta y ocho millones de años, pero ya nos gustaría a muchos de nosotros poder tener ese ritmo de gasto de un millón de euros por segundo aunque sólo fuera durante siete años (o aunque sólo fuera durante veintitrés días).
Repitamos el proceso. Demos un pequeño
paseo hasta la segunda piscina olímpica, que también deberá estar
llena de agua hasta el borde, y derramemos el contenido de la segunda
copa en ella. ¿Cuántas moléculas quedarán en nuestra copa si,
después de esperar un tiempo prudencial, volvemos a llenarla con
agua de la piscina? Pues las suficientes aún como para estar
gastando un millón de euros por segundo durante casi 18 segundos.
Hagámoslo de nuevo. Paseemos hasta la
tercera piscina olímpica que, como las anteriores, deberá estar
llena de agua hasta el borde. Es un buen momento para recordar que
todo este ejercicio no tenemos por qué llevarlo a cabo en soledad.
Podemos invitar a nuestros amigos y conversar relajadamente con
ellos. Además, estoy seguro de que Tales de Mileto, Demócrito,
Leucipo, Sócrates, Platón, Aristóteles e Hipatia estarán
encantados de acompañarnos. No les privemos de esta inolvidable
experiencia y, bajo su atenta mirada, derramemos en la tercera
piscina el contenido de la copa. Conversemos bajo la luz de las
estrellas. Incluso podríamos aprovechar para nadar un poco, y así
ayudar a la dilución del etanol. Cuando ésta se haya logrado,
llenemos de nuevo nuestra copa con agua de la piscina.
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Reflexionemos, y compartamos nuestras
reflexiones.
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¿Quedarán aún moléculas de etanol en la copa? ¿Existirá la palabra etanol en el libro abierto que es el agua que contiene la copa? Sí: existirá. Y esta vez, además, en una cantidad muy manejable: 142 moléculas. Obtendríamos un euro y cuarenta y dos céntimos. Podríamos sostener el ritmo de gasto durante una millonésima de segundo, aproximadamente.
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Compartir es imprescindible para el
progreso de la Humanidad (en la imagen, asistentes al Congreso Solvay
de 1927).
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Caminemos hasta la cuarta, y última, piscina. Podemos convocar a más amigos: Antoine Lavosier, John Dalton, Robert Brown y Albert Einstein, por ejemplo. Si usted no sabe qué decir, no se preocupe: ya sacarán ellos temas de conversación. Tienen muchas cosas de qué hablar. ¿Cuántas moléculas de etanol quedarán en nuestra copa después de repetir todo el proceso en la cuarta piscina? Muy probablemente, ahora sí, ninguna. Tendríamos que llenar la copa unas cien mil veces para estar razonablemente seguros de que al menos una vez hemos recogido una sola molécula de etanol con ella.
Llegados a este punto, reflexionemos.
Según la homeopatía, una copa de la
cuarta piscina podría curarnos una borrachera; sólo porque lo que
provoca los síntomas, el alcohol, ha sido diluido muchísimo y eso
haría posible que el cuerpo reaccionara y se sanara a sí mismo. Sin
embargo, por lo que sabemos sobre la constitución de la materia,
esto no tiene sentido. A pesar de todo, podríamos haber incluido a
Samuel Hahnemann, inventor de la homeopatía, entre nuestros amigos.
Tendríamos mucho de qué hablar. Propuso la homeopatía como método
de curación pocos años antes de que John Dalton propusiera su
teoría atómica. Era un observador metódico, aunque quizás no muy
riguroso. ¿Qué habría pensado si hubiera podido ver los átomos
como los vemos actualmente con microscopios de efecto túnel?
Falta poco para el amanecer. Dejamos a
nuestros amigos charlando animadamente al lado de las piscinas, bajo
la luz de las últimas estrellas. Todos amaban el conocimiento y
ninguno de ellos se conformó con el legado que recibió, ninguno fue
dócil, todos hicieron un esfuerzo enorme por intentar comprender el
Universo. No debería sorprendernos, por lo tanto, que todos ellos se
pusieran de acuerdo al final en algo fundamental: para utilizar el
lenguaje a nuestro antojo y poder escribir los más bellos poemas...
primero hay que aprender bien gramática.
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