martes, diciembre 05, 2017

La educación en los tiempos del átomo


Cuando te levantes por la mañana, piensa en el privilegio
de vivir, respirar, pensar, disfrutar, amar.”


Marco Aurelio (121-180 dC)

Uno de los errores más graves de la sociedad en la que vivo, y sospecho que de algunas otras, es hacer creer a los niños y a los adolescentes que la vida es fácil y que vivimos en un universo amable. Si bien es cierto que suele decirse que la vida es dura, luego, sin embargo, se les colma de todo lo que necesitan sin hacerles saber el valor de nada. Ropa, comida, ocio... Buena parte de ellos lo tienen todo a su disposición, sin que se vean obligados a dedicar esfuerzo alguno a su consecución. No estoy diciendo que no se les deba proporcionar. Estoy diciendo que deben ser conscientes de lo que vale, de lo que cuesta producir todo eso que ellos consumen alegremente, irreflexivamente, de las muchísimas horas de trabajo, y de investigación, y de vigilancia, que hay detrás de la pizza que se comen o de la bombilla que encienden o del agua potable y en abundancia que mana del grifo al alcance de su mano. No es que el dinero no crezca en los árboles: es que nada de lo que utilizamos continuamente hoy en día crece espontáneamente en los árboles, y mucho menos en la abundancia necesaria.

Por si fuera poco, viven extremadamente protegidos en el centro de burbujas que encierran mundos de fantasía. ¿Dónde están, en sus universos infantiles o adolescentes, la muerte y la enfermedad inherentes al universo en el que vivimos? Mis padres vieron niños deformados por culpa de la polio caminar por la misma calle donde ellos vivían y eran bien conscientes de que la llegada del verano marcaba el inicio de la temporada de siega de bebés por culpa de los rotavirus. El mundo es un campo de batalla. Mis padres y sus compañeros de generación lo sabían, y lo saben, y por lo tanto aprecian la comodidad de tener agua caliente al alcance de la mano o luz con tan sólo apretar un interruptor, por no hablar de una buena Sanidad Pública de cobertura universal.

Esta imagen tiene mucho más que ver con la realidad de lo que la gente cree.

¿Lo saben también los niños, los adolescentes? ¿Saben que vivimos en un campo de batalla? No estoy diciendo que haya que poblar sus noches con pesadillas horribles y sus días con horarios espartanos. Sólo que quizá sería conveniente hacerles comprender que no hay ninguna ley de la naturaleza que dicte que ellos deban recibir todos los regalos que hayan pedido a los Reyes Magos.

Cada uno de nosotros es fruto de la simbiosis, de la colaboración, pero también de los martillazos de la selección natural. ¿Cómo les enseñamos eso a los niños? ¿Con Walt Disney? ¿Con príncipes y princesas? Al cosmos le trae sin cuidado el amor, la amistad, la ilusión, los sueños, el miedo o el dolor humano. Habrá gente que pensará que estoy muy equivocado porque sentirá profundamente en su corazón que el mundo es un sitio maravilloso. Me pregunto si estas personas habrán visto alguna vez el sufrimiento de un leproso, de un niño muriéndose de hambre mientras le corroen por dentro legiones de parásitos o, simplemente, una persona miope que intenta caminar por la calle, o por el campo, sin sus gafas porque se le han roto. Y si lo han visto, me pregunto si les habrán agarrado de la mano y se habrán limitado a decirles que el mundo es maravilloso, o además les habrán proporcionado los remedios tecnológicos que necesitaban. Disfrutar de la vida es un privilegio maravilloso, tal y como dice Marco Aurelio, pero para poder hacerlo en toda la plenitud que nos permite nuestra consciencia humana necesitamos crear y mantener un espacio humano, un lugar y un tiempo donde intentar que la frialdad de lo natural no tenga la última palabra. Este espacio humano, el espacio donde impera la ley del ser humano y no la seca ley de la naturaleza, se fundamenta en el conocimiento, no en la creencia, en un conocimiento confiable de la realidad, justo aquél que cuesta tantísimo esfuerzo adquirir.

No estoy hablando de un espacio abstracto, incomprensible. Lo forman cosas concretas, carreteras bien asfaltadas, redes de comunicación, bosques y montañas, playas con socorrista, casas sólidas, vacunas, luz eléctrica, agua corriente, libros, miles, millones de libros, y bibliotecas públicas, hospitales, farolas... Estamos viviendo en él. Es un espacio que hemos heredado y que legaremos a las nuevas generaciones. Lo hemos construido entre todos y debemos mantenerlo entre todos. No se mantiene sólo. Antaño, cuando éramos cazadores recolectores, los adultos salían con los adolescentes al medio y les enseñaban todo lo que necesitaban para sobrevivir en ese medio, generoso a veces, hostil muchas otras. A los jóvenes les quedaba claro que si no aprendían, morirían. Prestar atención a los adultos tenía una recompensa evidente e inmediata. Hoy en día, en cambio, les encerramos en aulas y les enfrentamos a libros de texto, o a clases magistrales. Es un cambio profundo y radical, pero inevitable si queremos que el espacio humano se mantenga. Adquirir conocimiento y práctica, al final, requiere esfuerzo y disciplina, por muchas vueltas que le demos, al menos de momento. Quizá, en el futuro, ejércitos de nanobots inyectados en nuestro cerebro construyan redes neuronales que conllevarán conocimientos adquiridos sin esfuerzo alguno, mientras jugamos a fútbol o a videojuegos, quién sabe. Ahora mismo, sin embargo, no nos queda más remedio que picar piedra y no quejarnos por las llagas de las manos. Eso sí, en este contexto tan nuevo, tan (aparentemente) adverso, aulas y libros de texto, no podemos, no debemos olvidar lo más importante: presentar el conocimiento a nuestros herederos no como una mera herramienta para poder ganarse la vida, sino como la clave para la supervivencia humana. No sólo su supervivencia, sino la de toda la especie humana.

En esta época en la que gobiernos neoliberales elegidos democráticamente desprecian la enseñanza pública y las revistas del corazón son las publicaciones más vendidas, sé que navego contracorriente al decir esto, sin embargo decirlo no tiene mérito alguno. Es lo único que sé hacer.

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