lunes, noviembre 12, 2018

RAZÓN, CIENCIA, HUMANISMO Y PROGRESO

En defensa de Pinker


“El problema es el siguiente, he aquí una muchedumbre de seres racionales que desean, todos, leyes universales para su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos, en su interior, se incline por eludir la ley. Se trata de ordenar su vida en una constitución, de tal suerte que, aunque sus sentimientos íntimos sean opuestos y hostiles unos a otros, queden contenidos, y que el resultado público de la conducta de esos seres sea exactamente el mismo que si no tuvieran malos instintos. Ese problema ha de tener solución".

La paz perpetua, Immanuel Kant


Hace unos días acabé de leer En defensa de la Ilustración: por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, el último libro de Steven Pinker. De él puedo decir que su autor convierte la estadística en algo emocionante. Y no sólo eso: añadiré que me parece un libro de imprescindible lectura en estos tiempos que corren. Lo recomiendo con vehemencia. En ocasiones se ha acusado a Steven Pinker, Dr. en Psicología Experimental, científico cognitivo y profesor de Psicología en la Universidad de Harvard, de ser un optimista fatuo, y a veces con tal violencia verbal que daba la impresión de que lo tuvieran por psicópata insensible al sufrimiento de millones de personas. A juzgar por su obra, toda esta animadversión es totalmente infundada. Steven Pinker nos exhorta a la toma de consciencia y a asumir la responsabilidad que tenemos en nuestro propio bienestar, no a la despreocupación ni a la indiferencia.



En su último libro, el profesor Pinker nos invita a una expedición a las montañas. Para emprenderla, y disfrutar del camino a medida que vayamos ascendiendo, deberemos abandonar nuestro cuerpo cotidiano de circunstancias y sesgos personales y aceptar la mano tendida del mejor conocimiento disponible. No será un paseo fácil (caminar montaña arriba nunca lo es, abandonar nuestro pegajoso cuerpo de prejuicios tampoco) pero valdrá la pena. Las alturas que iremos alcanzando nos permitirán contemplar la sociedad humana desde una perspectiva histórica y pasar a fundamentar nuestras reflexiones y críticas en el conocimiento más que en la pelusa de nuestro ombligo.

Habrá quien sentirá que el conocimiento no determina sus vidas, que hay factores como el trabajo, la familia, el amor o las relaciones sociales que requieren toda su atención y que no es urgente dedicar tiempo a estructurar con claridad un problema o a saber si una determinada afirmación es verdadera o falsa. No estoy hablando necesariamente de personas que no hayan leído un libro en su vida; de hecho, hay quien se deleita estudiando pero considera soporífero investigar por qué la homeopatía no funciona, por ejemplo. Doctores en Filosofía hay (como mínimo uno, a quien conocí) que se encuentran en este último caso. Cuando la apreciación del mundo tiende a fundamentarse en lo revelado más que en lo medido, tal vez sea difícil reconocer que el triunfo de los valores emancipatorios no hay que agradecerlo a un “despertar espiritual” sino a un proceso histórico en el que el conocimiento científico se ha ido acumulando hasta poner en cuestión la visión que teníamos de nosotros mismos en el Universo. Como fruto de este cuestionamiento, cada vez menos seres humanos están dispuestos a guiar su vida por valores de sumisión a autoridades absolutas. Incluso aquellos a los que un Cosmos vacío de todo sentido les parece una horripilancia inasumible y buscan refugio en la religión, probablemente puedan sentirse cómodos bajo su manto porque las comunidades religiosas se han humanizado: han aceptado, en mayor o menor medida, que el ser humano busque el bienestar también aquí y ahora. El humanismo ha triunfado. El mundo que fueron dibujando Copérnico, Kepler, Galileo, Newton, Darwin y muchos otros a lo largo de los últimos siglos, y que seguimos dibujando hoy en día, parece cada vez más incompatible con un ser humano escogido por una entidad sobrenatural para ocupar un lugar preponderante en el Cosmos y, por lo tanto, es extremadamente poco probable que debamos nada a divinidad alguna. Ante semejante panorama, ha ido en aumento el número de seres humanos que han reclamado su derecho a vivir su vida sin someterla a arbitrariedades irracionales, y han buscado acuerdos que estuvieran bien consensuados con sus iguales: el resto de seres humanos. Lo cierto es que el pensamiento mágico rigió durante milenios la vida humana sin cambiarla sustancialmente a mejor. Prometía paraísos siempre y cuando el ser humano aceptara el yugo de lo irracional, y en buena medida lo aceptaba: la gente creía en espíritus y tenía miedo de los volcanes, del mal de ojo, de comer carne cuando no tocaba o de los cometas cuando rasgaban el cielo, y procuraba no cruzarse con gatos negros; y a pesar de todo, el mundo no cambió hasta que no empezamos a pesar y medir, y a basar nuestras decisiones en ello, en lugar de en revelaciones o creencias heredadas. El conocimiento, todo aquel conocimiento que se pueda defender de forma racional en el ágora, cambia la visión que tienen las personas del mundo y, en consecuencia, cambia a las propias personas.

Tal vez, algunos, ante la imposibilidad de sostener que el conocimiento científico carece de importancia, aleguen que es insuficiente. Ciertamente lo es, y nada de lo que he dicho hasta ahora implica lo contrario: un “cómo” no implica un “debe” (Hume). Para proporcionar ese “debe” tenemos otro de los ingredientes fundamentales de la receta hacia el progreso: el humanismo, el convencimiento de que el ser humano es valioso por sí mismo, sin necesidad de apelar a dimensión divina alguna, lo que conlleva un compromiso con el bienestar humano aquí y ahora, sin excusas románticas ni aplazamientos para cuando descubramos El Dorado. Un comentario importante llegados a este punto: desde una perspectiva natural, el ser humano no vale nada: el humanismo es un invento humano. Un regalo que el ser humano se hace a sí mismo, después de milenios de yugos inútiles y culpabilidades y sufrimientos totalmente innecesarios.

Otra crítica frecuente al conocimiento científico, y a la comprensión racional del mundo en general, es que no es más que un invento de una determinada cultura europea, y que se ha usado a lo largo de la historia como instrumento de dominación de otras culturas. Por supuesto, no debería haber sido ni ser así, ni para el científico ni para ningún otro tipo de conocimiento (matemático, filosófico, artístico o literario), y desde luego no hay nada en la comprensión racional del mundo que implique (recordemos a Hume) que tenga necesariamente que ser así. Steven Pinker defiende en su libro la universalidad de la razón y el humanismo, y demuestra, junto con otros, que el balance para la civilización humana del conocimiento acumulado en los últimos siglos ha sido claramente positivo.

Efectivamente, el conocimiento científico no es suficiente. Sin embargo, sí es necesario, de hecho, es imprescindible, si creemos realmente en el progreso humano. Más que un instrumento de dominación, junto con todo aquel conocimiento que podamos defender en el ágora de forma racional, es un instrumento de creación del que la civilización humana no puede prescindir si realmente aspira a construir un mundo en el que imperen los valores humanos, y no la cruda e implacable ley natural. Pinker nos muestra con datos sólidos que estamos encauzados en la construcción de tal mundo, aunque pueda parecernos lo contrario si sólo leemos titulares de periódicos.

A pesar del rigor en su exposición y del entusiasmo que se percibe en ella, no se puede acusar a Steven Pinker de triunfalismo, ni de ser un optimista incondicional: su texto es tanto una defensa de la Ilustración como un recordatorio de lo frágiles que son los logros de la civilización humana. En ningún momento sugiere que podamos abandonar el timón y tumbarnos a la bartola sino más bien todo lo contrario: debemos agarrarlo con más firmeza que nunca y seguir conduciendo la nave según la brújula que nos ha guiado en los últimos dos siglos y pico: razón, ciencia y humanismo. Steven Pinker dedica la primera parte de su libro a demostrar que hacer caso a esta brújula ha funcionado, y su propuesta es clara: sigamos haciéndole caso, no caigamos en el error de creer que el pasado fue mejor, o que lo que funciona es la inmolación en los altares de la ideología.

Steven Pinker sostiene que estamos de viaje, que el progreso es un viaje que vale la pena, una aventura a la que no podemos renunciar, y no es patrimonio de un grupo humano particular sino de toda la Humanidad, pues para comprar billete y embarcarte, en palabras del propio Pinker, “(…) sólo se requieren las convicciones de que la vida es mejor que la muerte, la salud es mejor que la enfermedad, la abundancia es mejor que la penuria, la libertad es mejor que la coerción, la felicidad es mejor que el sufrimiento y el conocimiento es mejor que la superstición y la ignorancia”.

Tal mensaje debería generar un amplio consenso a su alrededor, y me causa desasosiego que no sea así, aunque tengo la esperanza de ser víctima de un sesgo personal. Claro que... ¡cómo no caer en tal sesgo al contemplar el auge, en diferentes lugares del mundo, de líderes políticos nacionalistas, racistas, misóginos y homófobos a los que no es que no les interesen los datos empíricos sino que niegan la misma realidad! ¡Como si no tuviera importancia! El desprestigio de las instituciones políticas que buscan consensos amplios basados en la razón en lugar de la satisfacción inmediata de los caprichos individuales, o colectivos, parece creciente, y corre en paralelo a una polarización en torno a credos ideológicos enfrentados; tal polarización está llevando a un florecimiento inquietante de grupos políticos que prometen soluciones fáciles y rápidas a problemas complejos. Generalmente, estas soluciones pasan por un retorno a lo que ellos llaman “valores tradicionales”, que siempre son unos valores que ordenan el mundo sin miramientos y en aras de los cuales todos deberíamos estar dispuestos a sacrificarnos. Pareciera que un número creciente de personas creyera que viajando solas les iría mejor, que todos aquellos que no piensen como ellos son más lastre que personas, y renunciaran a la moderación, al diálogo y a contrastar sus opiniones con la realidad. Olvidan que la realidad no es un juez injusto e inapelable sino las condiciones a las que tenemos que ceñirnos y que, por lo tanto, conviene estudiar bien porque tarde o temprano habrá que rendirles cuentas. Por este motivo, acabo este breve comentario en defensa de la Ilustración como lo empecé: recalcando que el libro de Steven Pinker me parece imprescindible en estos momentos de tribulación e incertidumbre. Y no sólo porque defienda valores que también yo comparto; sobre todo por cómo los defiende: el profesor Pinker fundamenta todas sus tesis en datos empíricos, gracias a lo cual, abre un espacio de debate racional que nos obliga a todos a ser francos y a ponernos frente al espejo de nuestras propias creencias. Ahora que la Humanidad acumula más poder que nunca en toda su historia, debemos hacernos más responsables que nunca, ser generosos y congregarnos alrededor del fuego de la razón, la ciencia y el humanismo, la única llama que ha iluminado el rostro humano sin pedirle nunca nada a cambio.


Crítica a Pinker

El ser humano siempre ha sido un animal social, y el uso que todos hacemos de la tecnología no hace más que intensificar la dependencia que unos tenemos de otros, hasta el extremo de que no podemos sacar adelante nuestra vida si no es gracias a conocimientos ajenos. Esto nos une en una red cada vez más tupida que, por un lado, impone restricciones a nuestro comportamiento y, por otro, nos otorga libertad y oportunidades.



Diferentes tipos de redes. Cada punto podría representar un ser humano, y las líneas que los unen, las interacciones que se ejercen mutuamente entre ellos.

Steven Pinker atribuye a la expansión de los ideales de la Ilustración el progreso que ha experimentado la Humanidad en los últimos doscientos cincuenta años. Dedica buena parte de su libro a dejar en evidencia dicho progreso. Sin embargo, en mi opinión, cabría discutir con mayor profundidad cuál es la causa de éste: ¿es necesario que todos y cada uno de los nodos de la red valoren los frutos de la razón y a la razón misma como instrumento para conocer el mundo? ¿O es suficiente con que las redes en que se conectan los seres humanos se hagan más tupidas para que se produzca el progreso? ¿Se pueden hacer más tupidas sin que la razón triunfe como valor fundamental de la sociedad?

Creo que estas cuestiones merecen un análisis más detallado del que hace Pinker en su libro, sobre todo teniendo en cuenta que la mayor parte de nodos de la red suelen comportarse de una forma impulsiva y gregaria y no utilizan la razón para conocer el mundo sino para mantener su ilusión cognitiva favorita. ¿Qué es lo que aseguraría con mayor certeza, entonces, que el progreso continuara adelante: obligar a los nodos a comportarse de una forma racional (vacunación obligatoria) o aumentar la interconectividad (multar en caso de perjuicios a hijos o terceros)? Si tenemos en cuenta todos los problemas a los que se enfrenta la Humanidad hoy en día, estas cuestiones ameritan un análisis profundo y cuantitativo urgente. Tal vez sería una buena segunda parte de “En defensa de la Ilustración”, aunque en la elaboración de tal libro deberían intervenir, sin duda, además de psicólogos experimentales, economistas, físicos y matemáticos, como mínimo.

Habría que dilucidar:

1- Las características de la red.
2- En qué medida y cómo dependen éstas de las características de los nodos.
3- En qué medida y cómo dependen éstas, a su vez, de la razón.

El propio Pinker, al hablar de energía, entropía e información, apunta en su libro por dónde podrían ir los tiros. Pero los detalles son importantes. La magia está en ellos. Máxime cuando el objetivo último es determinar no sólo la estabilidad de la red sino qué evita su anquilosamiento y asegura el progreso humano.

Sirvan estas consideraciones para tomar consciencia del problema al que nos enfrentamos. En la misma línea de Kant, sin embargo, me atreveré a afirmar: este problema ha de tener solución. Pinker da un primer paso imprescindible al fundamentar su discurso en datos empíricos, pero hay que seguir caminando. Tal vez haya personas a las que les parezca perturbador mezclar humanismo y matemáticas, y apelen a aquella escena de “El club de los poetas muertos” en la que Mr. Keating pedía a sus alumnos que arrancaran las primeras páginas de sus libros de texto sobre poesía, donde se decía que la calidad de un poema podía medirse mediante unos ejes cartesianos. Les responderé que aquí no se habla de poesía sino de intentar conseguir que la poesía sea posible en nuestro mundo, un mundo regido por frías leyes naturales que nada saben sobre angustias humanas, ni les importan. La vida humana se hace más rica y profunda no gracias a las certezas absolutas sino cuando admitimos la posibilidad de estar equivocados. Observen con atención a su alrededor, por favor: los profesores de literatura no son las únicas personas de mirada soñadora que intentan liberar a la humanidad de la esclavitud de sus herencias. El enemigo no es la ciencia ni el conocimiento. El enemigo ha sido siempre el mismo: el desprecio por la vida humana y la ignorancia, y el apego a ella.



1 comentario:

Luis Fernando Arean Alvarez dijo...

Excelente entrada. Soy de los que defienden a Pinker contra viento y marea, por lo que recibo todo tipo de ataques, la mayoría ad hominems. Es difícil luchar contra la montaña de evidencia que presenta Pinker. A mí me ha convencido, con sus reservas en algunos puntos, como es natural, pero lo esencial de su mensaje es no tirar al niño con el agua sucia de la bañera, y lo suscribo plenamente.