sábado, febrero 02, 2019

LISANDRO Y LAS ESTRELLAS

El mundo está lleno de cosas y mi cabeza llena de preguntas.
Cada mañana la ciudad despierta lentamente. Papá corta leña y mamá prepara el desayuno. Mientras tanto, yo observo la calle desde el portal de casa. Me entretengo mirando a la gente que pasa. A algunos los conozco, a otros muchos no. ¿Serán marineros de permiso? ¿Artesanos de otras ciudades? Todos parecen estar muy atareados y caminan deprisa. No me atrevo a preguntarles nada. No creo que tengan tiempo para responderme. No tienen tiempo ni para mirar a su alrededor. Van como flechas, directos a su destino. No se entretienen con los detalles. No contemplan el mundo. Muy pocos me ven mientras les observo. A mi se me ocurren preguntas mire a donde mire, aparecen en mi cabeza sin esfuerzo, me distraigo con cualquier cosa, todo el tiempo. Mi imaginación se alimenta de todo lo que ven mis ojos mientras mi estómago espera impaciente el desayuno.
¿Cuál es la ciudad más bonita del mundo?
¿Cuál es la más grande?
¿Y la más antigua?
¿Por qué hay tantos idiomas diferentes en el mundo?
¿Por qué no es único el nombre de las cosas?
¿Y por qué brillan las luciérnagas?
¿Tienen acaso fuego en su interior?
¿Y por qué se mueven continuamente las llamas? ¿Por qué crepitan, tiemblan y chisporrotean sin parar? ¿Acaso les anima un alma, como a los animales y a los hombres?


A veces papá me despierta muy temprano para que le acompañe al huerto y le ayude a recoger fruta y verdura. Soy el hermano mayor y me corresponde a mí ayudarle. Cuando salimos de casa, aún es noche cerrada y pienso en lo grande que es el mundo. La oscuridad oculta los detalles y mis ojos legañosos apenas pueden abrirse, pero aun así intuyo que es inmenso.
Grande es la ciudad, con sus calles, sus plazas, sus casas, templos y palacios, pero más grande aún es todo lo que queda fuera: los campos hasta las montañas, y las propias montañas, y el mar hasta el horizonte, y el firmamento. En el firmamento hay tantas estrellas que me parece imposible contarlas. Sin embargo, hay hombres que quieren contarlas. Hombres sabios. Mi padre se ríe de ellos pero yo me pregunto si algún día conseguirán contarlas, y los admiro en secreto porque a mí me daría miedo enfrentar una tarea tan difícil, y ellos en cambio no se rinden.
En la ciudad, la guardia vigila y hay luz de antorchas y hogueras, pero más allá de las murallas quien manda es la oscuridad. Al dejar atrás las últimas calles, quedamos encerrados en la noche como en una habitación a oscuras, sobre todo las noches sin luna o cuando las nubes cubren los cielos. Mi imaginación se dispara y creo ver por todas partes monstruos que nos acechan. Pero papá sigue avanzando con paso firme, y eso me hace sentir bien. Para evitar que el miedo me venza, me fijo en él y no me despego de sus pasos.
Fuera de la ciudad todo es caótico. Sólo el camino es fiable, todo lo demás puede cambiar de un día para otro, de la mañana a la tarde, incluso en menos de lo que dura un suspiro. Hay piedras, plantas, raíces, árboles, ríos y riachuelos, y animales ululando y olisqueando. El mundo es enorme y está lleno de cosas. Todo está en movimiento sin parar y llena mi cabeza de preguntas.
¿Por qué la mayoría de estrellas siempre están en el mismo sitio, noche tras noche, y unas pocas son errantes y vagabundean como si no tuvieran casa o acomodo entre sus hermanas?
¿Por qué después del invierno viene la primavera?  ¿Siempre será así? ¿Y si un año el invierno se queda atascado y no llega nunca la primavera?
¿Y por qué al final del verano los caracoles suben a los árboles?
¿Cómo escogen las abejas la flor que más les gusta?
¿Por qué a veces los rayos de Sol pintan el arco iris sobre las paredes blancas al ser reflejados por los metales?
¿Por qué el aceite no se mezcla con agua?
¿Por qué la miel es dulce y el limón amargo?
¿A dónde van las golondrinas cuando llega el frío? ¿Cómo saben orientarse? ¿Por qué nunca se pierden y siempre acaban regresando?
Si viajo durante días... ¿llegaré al fin del mundo?
Papá dice que sí. Los filósofos dicen que no. Mamá responde a todas mis preguntas explicándome historias de dioses y titanes. Los filósofos nunca recurren ni a unos ni a otros para explicar lo que ocurre en el mundo, y reconocen que hay muchas cosas que no entienden, como yo. A mí, entender el mundo me parece una tarea tan agotadora como contar las estrellas del firmamento, pero de la misma forma que no puedo dejar de mirar a las estrellas, tampoco puedo dejar de contemplar el mundo. Y me gusta escaparme al ágora para escuchar a los filósofos, aunque muchas veces no entienda lo que dicen.
Esta mañana mi madre me ha mandado al mercado a comprar pan, aceite y miel, y yo he salido corriendo a cumplir el encargo, solícito, como hago siempre. Sin embargo, al llegar al ágora, he visto a un par de filósofos que conversaban rodeados de sus discípulos y me he acercado a ellos. Había mucho bullicio alrededor y me costaba oírles pero aun así me he quedado a escuchar y, al cabo de pocos minutos, me había olvidado por completo del encargo de mi madre. ¡Hablaban de luces extrañas en el cielo! ¡De fenómenos inexplicables! Eran tan apasionados y vehementes que he perdido la noción del tiempo. Zarpazos luminosos en el firmamento. Lágrimas de Atenea. La espada de Apolo desgarrando la oscuridad. Pupilas encendidas de Titanes arrojados al rincón más oscuro del Hades. Esto era lo que decían los discípulos, las explicaciones que ellos proponían a algo que había observado uno de sus maestros.
“¿De que están hablando?”, me preguntaba yo. “¿Qué son zarpazos luminosos, pupilas encendidas, lágrimas y espadas que desgarran? ¿Hay todo eso en los cielos?” No entendía nada. Me parecían ideas poéticas que describían cosas fantásticas, increíbles. Los maestros, sin embargo, no se dejaban impresionar por las palabras de sus discípulos y les reprochaban su falta de imaginación. Su recurrencia a los mitos y a los dioses.
- Ninguna de esas explicaciones me satisface -decía el que por lo visto había presenciado el fenómeno que a todos nos tenía en vilo-, ¿existen realmente los titanes? ¿Qué clase de bestia tiene zarpas capaces de abarcar el firmamento de horizonte a horizonte? Os hablo de un espectáculo sereno y fascinante. Explicarlo recurriendo a oscuras leyendas me parece despreciarlo. Mi explicación es más sencilla, y me gustaría que presenciáramos juntos el fenómeno. Quisiera conocer vuestra opinión.
- Ya he oído rumores -contestaba el aludido, reticente- sobre la explicación que dais a los astros akontismoí.
Oí perfectamente la última palabra. Pero... ¿qué significaba? No la había oído nunca antes. El sonido de las letras - akontismoí - resonaba en mi interior sin que se formara ninguna imagen concreta en mi entendimiento. Murmuré una y otra vez: akontismoí, akontismoí, como si quisiera invocar la magia y el misterio de lo desconocido.
- Supongo que sabréis que la explicación que dais -continuaba diciendo el filósofo escéptico- es motivo de mofa entre nuestros colegas y muchos otros ciudadanos. Es cierto que la imaginación de nuestros discípulos es pobre, pero quizá sea más cierto que la vuestra está desbocada. ¿No lo creéis así? No os ofendáis por lo que os digo, pero ¿no creéis que os convendría domesticar vuestra imaginación y apaciguarla un poco antes de que su furia desbocada os provoque fiebres que pondrían en peligro vuestra salud y cordura?
- Amigo mío -respondía el otro, impasible, sereno-, yo lo que creo es que deberíais observar con vuestros propios ojos el fenómeno. ¡Acompañadme esta misma noche!
¡Esa noche! ¡Esa misma noche! Según el filósofo de la imaginación desbocada esa misma noche el firmamento volvería a estar poblado de astros akontismoí. El grupo se dispersó. Yo regresé a mi casa con las manos vacías y la cabeza llena de planes para asistir al espectáculo aquella noche. ¡Aquella misma noche! Tendría que escaparme de casa, caminar por la ciudad a escondidas, eludir la guardia, ascender a la montaña esquivando piedras, arbustos espinosos, barrancos y bestias. ¿Tendría valor para hacerlo? ¿O preferiría quedarme en casa, al calor de la lumbre?
La bronca de mi madre fue monumental. Sus gritos y collejas hicieron que mis pies se asentaran de nuevo en el suelo. Pero no consiguieron que me olvidara de los astros akontismoí. Soporté el enfado de mi madre sin replicar. Intenté explicarle lo que decían los filósofos. Pero no me escuchó. Mis padres sufren la desgracia de haber tenido un hijo que se hace preguntas y que tiene un hambre que no se sacia ni con pan ni con miel; y yo, su hijo, tengo la desgracia de tener unos padres que han olvidado el niño y la niña que fueron y se han convertido en flechas. Vuelan directos a su destino sin reparar en lo que les rodea. Al final fue mi hermano pequeño a comprar los víveres.
Ahora ya es de noche y acurrucado en mi camastro escucho atentamente.
Me han explicado muchas cosas fantásticas desde que tengo memoria. Historias de dioses y de héroes, de animales que hablan, caballos que vuelan y águilas con cuerpo de león. Pero aquí donde vivo nunca pasa nada. Todo es bastante regular y normal. Es aburrido. Hasta hoy. Hoy tendré la oportunidad de ver algo fantástico, según los filósofos, algo fuera de lo común. Mi única pregunta, ahora, acurrucado en mi camastro, en medio del silencio y la oscuridad de la noche, es si tendré el valor de ir a su encuentro. Es cierto que no sería la primera vez que salgo de la ciudad de noche, pero sí sería la primera vez que lo hago sin ir acompañado por mi padre, y lejos aún de amanecer. ¿Me atreveré a ir solo? ¿Me atreveré a ir solo cuando aún faltan muchas horas para que el primer rayo de sol salte por encima del horizonte? Escucho el canto de una lechuza y el cri-cri de los grillos. Si no me atrevo, mañana no seré feliz. Si no me atrevo, siempre que juegue con mis amigos o escuche a los filósofos en el ágora me acordaré de esta noche y pensaré: No me atreví. Y no seré totalmente feliz.
Así que me digo a mi mismo: “¿Hay algo en la oscuridad que no conozca o que no pueda llegar a conocer?” Y me respondo que no, y salto de la cama decidido y sin hacer ruido. Pienso en los filósofos avanzando en medio de la oscuridad, con paso firme, sin miedo, a la búsqueda de un fenómeno desconocido, inexplicable, y este pensamiento me anima. Quiero unirme a ellos, quiero seguir sus pasos de la misma forma que sigo los pasos de mi padre cuando vamos a por frutas y hortalizas.
Las calles están vacías y la gente duerme. Están en las primeras horas de sueño después de una dura jornada de trabajo. Me encamino hacia la cumbre que tengo más cercana: la Acrópolis. Eludo a la guardia y me escondo entre los arbustos cuando es necesario. Escucho atentamente. Mis oídos también son mis ojos. Oigo insectos mordisqueando hojas, jabalís olisqueando el suelo, buscando raíces. Procuro no cruzarme con ellos; sé que si no me cruzo en su camino me dejarán en paz. Asciendo con el corazón batiendo en mi pecho. ¿Oirá alguien más sus latidos fuertes? Tengo frío, sed y hambre. ¿Llegaré a tiempo para ver los astros akontismoí?
Por fin llego a la cumbre. Camino entre estatuas y columnas; busco un rincón discreto desde donde observar el cielo.
La noche está poblada de estrellas. La oscuridad oculta el mundo, pero descubre el cosmos. El espectáculo me deja con la boca abierta y aun y si no viera nada más esta noche, nada más que estrellas, ya me sentiría bien recompensado. Ahí está Venus, rozando ya el horizonte, el más brillante de todos los astros del firmamento una vez se esconde el Sol, con el permiso de la Luna. Y las constelaciones. La Osa Mayor y la Menor, Pegaso, Perseo, Heracles... los cielos están escritos con letras eternas. Me olvido del tiempo. Contemplo ese alfabeto luminoso y tengo la sensación de que ante mi se despliegan secretos insondables. ¿Podré yo descubrirlos? ¿Bastará mi vida para responder todas las preguntas que se me ocurren?
Todo está en calma. Creo que Atenea me protege. Cubre mis hombros con su manto para evitar que pase frío y posa su mano en mi frente. Poco a poco las estrellas van girando ante mi. Empiezo a pensar que nada fuera de lo común ocurrirá tampoco esta noche. Hasta que de repente, sin previo aviso, se enciende una luz en lo alto y atraviesa el cielo en menos de lo que dura un suspiro. Apenas me ha dado tiempo a verla. Antes de poder contemplarla ya se ha apagado. Me ha parecido tenue y al mismo tiempo intensa. ¿Qué era esa luz diminuta que se movía entre los astros eternos más rápida que una liebre? ¿Cómo es posible una chispa fugaz en el reino de lo imperecedero? ¿He visto realmente lo que creo haber visto?
¡Ahí está otra vez!
¡Un destello atravesando el firmamento de parte a parte!
Un poco más alto que el primero.
¿Es Hermes mensajero volando entre los dioses? No lo sé. ¡Ahí va otra vez! ¡Y otra! En esta ocasión más hacia el sur. Me quedo sin palabras. Relámpagos tímidos pero intensos en medio del campo eterno de astros. A veces atraviesan los cielos a pares, otras veces son luces solitarias. Llueven estrellas esta noche. Es imposible, pero ahí están: ante mí. Lo estoy viendo con mis propios ojos. Llueven estrellas sin parar, se encienden y se apagan en menos de lo que dura un parpadeo, y yo soy testigo de ello. ¿Quién lanza estas jabalinas luminosas? Comparto asombro con los filósofos. Puede que su conocimiento sea mayor que el mío, pero no su asombro. El hombre más sabio del mundo no se asombra más y mejor que yo. Y mañana en el ágora estaré a su altura y diré: “Yo también he visto los astros akontismoí”. Y quizá dentro de unos años pueda explicar qué son, o de dónde vienen. ¿Habrá respuesta para todas mis preguntas? ¿Se acabarán alguna vez las preguntas? ¿O una respuesta llevará a nuevas preguntas en una cadena que no tendrá fin jamás?
Continúo contemplando el firmamento. Las estrellas son un hermoso alfabeto que guarda sus secretos en el mismo silencio profundo de los libros para una persona que no sabe leer. Quiero aprender a leer. Y luego hablaré en el ágora. Mi asombro no es menor que el de los más grandes filósofos. El mundo está lleno de maravillas y mi cabeza llena de preguntas.

Estrellas fugaces sobre los cielos de Tenerife. Fotografía de Daniel López.


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