Hoy me ha perseguido un niño camino del trabajo; ha esperado en la calle a que cumpliera mi jornada y luego no se ha despegado de mis talones en todo el trayecto de regreso a casa.
Me pregunto si mañana, cuando salga de nuevo a la calle, seguirá ahí, después de una noche de abandono y frío, y si me mirará de nuevo con ojos implorantes, y me señalará con el dedo y tirará de mi chaqueta en cuanto tenga la sensación de que no le hago caso. ¿Tendrá esperanza aún en mí?
¿Esperará otra vez en la acera de enfrente, mirando hacia la ventana al lado de la cual trabajo? ¿Aguantará mis horas de encierro en la oficina mirando impertérrito hacia un anodino quinto piso de un edificio de oficinas como tantos otros en una gran ciudad? ¿Soportará mi indiferencia? ¿Aunque llueva? ¿Aunque los camiones le llenen de barro al pasar a su lado y salpicarle? ¿Seguirá ahí cuando pisen de nuevo mis pies el asfalto?
¿Me reconocerá y me seguirá como a un padre al que haya que perdonar a pesar del abandono? ¿A pesar de su corazón mineral y sus arterias escleróticas? ¿Me preguntará, otra vez, si vamos a la playa a ver el mar, a escuchar la olas?
Tal vez mañana le apetezca ir a la montaña, a contemplar el horizonte, y tendré que decirle que no, como hoy, como siempre, desde hace demasiados años.
He de confesar algo: lo conozco.
Lo conozco desde hace muchos años, desde que yo también era un niño, de hecho. En realidad, siempre ha estado cerca de mí, al menos hasta donde alcanza mi memoria. Nunca he podido quitármelo de encima, a pesar de haber sido siempre taciturno y tacaño en mis gestos.
Nunca le he dado del todo lo que me pedía. Tal vez por eso he acabado trabajando en una oficina, de nueve a seis, o de ocho a cinco, qué más da, el caso es que parecía una buena idea decirle que no, ser responsable, ser austero, tener cuidado siempre: sobre todo cuando me agarraba de la mano y quería arrastrarme al Tíbet. Decía que desde las cumbres más altas se vislumbran siempre los horizontes más lejanos.
¿Qué clase de padre habría sido si me hubiera pasado el día concediéndole todos sus deseos? ¿Qué clase de hijo, de esposo, de ciudadano? Ya suspendí en su momento exámenes por contemplar hipnotizado a los gusanos de seda comer hojas de morera, o por intentar cazar luciérnagas que sólo yo veía, y pretender mostrárselas al mundo.
Semejante locura no podía continuar. Una vida no se construye de espaldas a los relojes. Mi estómago, y el frío, me ayudaron a entender que estaba maldito, que debía evitar las nubes de verano y los espacios abiertos en general, que no debía alimentar al niño visitando librerías ni plantando árboles en el jardín. Que el camino hacia la salvación es subterráneo y gris, y se recorre en trenes de acero y bostezos.
Después de años cumpliendo con mi obligación, el niño no ha perdido la fe en mí. Y temo entretenerme algún día camino del trabajo, mirar un semáforo durante demasiado tiempo, parecer sospechoso a ojos de algún policía que se cruzara en mi camino, y darle motivos para que me golpee sin piedad, o me detenga al descubrirme sentado en un banco, con el niño al lado, perdiendo el tiempo.
Casi retumban ya sus preguntas en mis oídos:
- ¿Qué hace aquí? ¿Y qué hace aquí este niño? ¿Por qué no está en el colegio? -me gritará una y otra vez mientras me da en la cara con la porra, o con sus puños, sin darme tiempo a replicar- ¿Es su hijo? ¡Responda! ¡¿Es su hijo?!
Entonces, entre sacudida y sacudida, y con el sabor de mi propia sangre en la boca, reuniré fuerzas y tal vez pueda confesar:
- No, yo soy hijo suyo.
Víctor Guisado Muñoz, Barcelona, junio de 2019
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Escribí este texto a raíz de la reacción que provocó mi última publicación, aquella que empezaba: "Hay personas que creen que la poesía es maravillosa. Pero se equivocan. En realidad es una maldición, un depredador insaciable e implacable."
https://www.hombrecillosverdes.com/producto/2145/me-trago-el-igualma#sthash.EQ9eZAjU.dpbs
https://www.hombrecillosverdes.com/producto/2197/me-trago-el-igualma-ebook#sthash.1HMABEvr.dpbs
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