La manifestación acabó a un kilómetro
y medio de distancia de las puertas del Parlament, en un espacio
inocuo, un llano cómodo acostumbrado a muchedumbres inofensivas,
gritos inconsecuentes y sindicatos dóciles. Sin embargo, hubo un
grupo de un par de cientos de personas que, encabezado por los
bomberos, no se detuvo ahí: continuó hacia el Parlament hasta
llegar a sus mismas puertas. A ese grupo nos unimos nosotros, sin
pensárnoslo. Los mossos no se atrevieron a disolvernos a palos y
tampoco pudieron cerrar el Parc de la Ciutadella porque había mucha
gente dentro, turistas, paseantes y otras personas que habían
decidido pasar la tarde desconectadas de la realidad, a pesar del
naufragio, a pesar de todo. La verdad es que no era necesario cerrar
el parque ni disolvernos a palos: la mayoría de la gente se detuvo
mucho antes de llegar a las puertas del edificio donde impunemente
los políticos decidían el destino de todos, pero sobre todo el de
los trabajadores, con la misma prepotencia e insensibilidad con que
lo hubiera hecho un elegido por los dioses. Curiosamente, la mayor
parte de la gente consideró innecesario avanzar hasta aquel edificio
público donde hablaban los elegidos por los dioses. Fue algo
parecido a cuando miles de reses considera innecesario destruir el
matadero y aceptan indolentes su sino, con la misma parsimonia con
que rumían hierba en el prado o permiten que las transporten
hacinadas. No cabe descartar, de hecho, que se haya producido a lo
largo de generaciones y generaciones una selección natural en favor
de los proletarios más indolentes, más dóciles, menos dispuestos a
recurrir a la rebeldía que me gustaría pensar forma parte de su
naturaleza humana.
Los mossos habían protegido el
Parlament con una barrera de vallas metálicas puestas en V y atadas
entre ellas mediante cadenas y candados. Era un foso infranqueable.
Pero los bomberos lo franquearon. Y se plantaron ante los mossos,
cara a cara. Pidieron refuerzos. ¡Acompañadnos!,
gritaban, Veniu!, nos animaban. Espoleados por los gritos de
los bomberos, algunos más saltaron, a pesar de los rinocerontes
acorazados que teníamos enfrente. Benjamín y yo miramos hacia atrás
y vimos que estábamos solos: apenas un puñado de personas nos
habían seguido hasta el Parlament. El resto: rumiando lejos,
indolentes, pastoreados por banderas heredadas y lobos disfrazados de
ovejas, aceptando mansamente su sino sin ver más allá de sus
hocicos. Agarré por la cintura a Eyevnia, que ya acudía rauda a la
llamada de los bomberos saltando las vallas, y la atraje de vuelta
hacia mí. Le dije que no: que ni se le ocurriera, que los mossos
cargarían y no tendríamos por dónde salir corriendo. Protestó e
intentó saltar de nuevo, pero insistí: si los mossos cargan,
expliqué, quedaremos atrapados entre sus porras y las vallas.
Serguei dijo, con su cámara en mano, que si no había salida hacia
atrás que él tampoco iba. Gritamos.
Gritamos mucho y aplaudimos a los bomberos. Pero sobre todo esperamos la llegada de refuerzos, la irrupción en el Parc de la Ciutadella de las más de cien mil personas que habían llenado Vía Laietana de arriba abajo, Plaza Urquinaona y calles aledañas. Esa marea tenía que ser el puño imparable que impactara, a pesar de las vallas y a pesar de las porras, contra las puertas del Parlament y las derribara y recuperara un espacio que era suyo y parecía haber sido tomado por emperadores. ¿Dónde estaban? ¿Por qué no estaban? Porque la manifestación se había acabado en Pla de Palau, a un kilómetro y medio de las puertas del Parlament. Tal y como los sindicatos, a través de la radio, habían repetido toda la mañana que tenía que pasar, había pasado: un millón de personas había asumido las consignas de sus verdugos.
Llamé a una amiga que estaba en el grueso de la manifestación, desesperado. Ella se reía divertida, alegre, como en una romería en la que sólo faltaba la tortilla de patatas y sobraban guitarras, chistes y Sol. No entendía lo que le pedía. ¿Al Parlament? ¿Por qué hay que ir al Parlament? La Historia pasa delante de nuestras narices mientras nosotros delegamos nuestra ciudadanía en los ungidos por los dioses, en los lobos hambrientos. Después de una hora, los bomberos volvieron a saltar las vallas y regresaron con nosotros. Nos sentimos más impotentes que nunca. Comprendimos que todo había acabado. Las puertas del Parlament seguían cerradas. Atrancadas como las de un castillo medieval. Inermes y humillados, nos retiramos. La Bastilla seguía en pie. La risa de los políticos retumbaba contra sus muros y sobre el sudor y la sangre de millones de trabajadores explotados sin piedad.
Al salir del Parc de la Ciutadella, sin embargo, nos llevamos una sorpresa: una segunda oleada de gente, desgajada del rebaño principal, acudía ahora al Parlament. Nos dimos cuenta de que acudían en pequeños grupos de tres o cuatro, o cinco personas, pero era un flujo incesante. Eyevnia quiso unirse enseguida a esa nueva corriente eléctrica. ¡No podemos irnos ahora!, exclamaba una y otra vez. Yo le respondí que no podía retrasar más inyectarme insulina, que primero cenáramos algo y ya nos uniríamos luego. Teníamos la esperanza de tener por delante una noche muy larga, y ella quería empezar la guardia y el desafío ya mismo, sin aguardar ni un segundo más. Pero yo insistí y le expliqué que era mejor que me preparara para una larga noche en vela y ella comprendió que mi biología diabética era una realidad con la que había que pactar quisiéramos o no. Así que fuimos a comer un shawarma a un restaurante cercano. Comimos rápido, impacientes por unirnos de nuevo a la muchedumbre a las puertas del Parlament. Durante un rato, siguió pasando gente hacia el Parc de la Ciutadella, luego las calles quedaron vacías y en silencio, y poco después el tráfico fue restablecido. Cayó la noche y las calles aledañas recuperaron el pulso normal de arterias de la urbe. Los semáforos volvían a tener sentido.
Salimos del restaurante y cruzamos
rápidamente la calle. Se había unido a nosotros la amiga a la que
había llamado antes. Había pasado al lado del restaurante y nos
había visto dentro, cenando, y se había quedado con nosotros.
Avanzamos juntos hacia las puertas del Parc de la Ciutadella. Era ya
noche cerrada y todo estaba en calma. ¿Dónde está la gente?,
nos preguntamos, ¿dónde las multitudes que hace un rato, por
fin, acudían a las puertas del Parlament? Cuando avanzamos unos
metros por los caminos de tierra del parque, lo descubrimos.
Empezamos a tropezarnos con cadáveres abandonados.
Al principio había pocos; a medida
que nos acercábamos a las puertas del Parlament, en cambio, había
cada vez más, hasta que llegó un momento en que no pudimos seguir
avanzando a no ser que estuviéramos dispuestos a pisotearlos. El
suelo estaba totalmente cubierto por cuerpos inmóviles. Nos
detuvimos y lanzamos nuestras miradas por encima de aquel espectáculo
dantesco. Vimos que a partir de pocos metros delante de nosotros
empezaban a amontonarse unos sobre otros. En la penumbra, a lo lejos,
distinguimos bultos en las vallas: comprendimos que eran cuerpos
inánimes, cadáveres que colgaban del metal como si Poseidón los
hubiera ensartado en su tridente. Las luces del Parlament estaban
apagadas. La iluminación pública no funcionaba. La única fuente de
luz era el resplandor fantasmal de las luminarias de la ciudad, que
ocultaba las estrellas y transformaba en meras sombras a todos
aquellos cuerpos abandonados al frío de la noche.
Serguei hizo fotos. Benjamín tenía
los ojos abiertos como platos. Eyevnia temblaba. La abracé con gesto
torpe. Yo también temblaba. A nuestra amiga se le había congelado
la sonrisa en medio de la cara. Los cuerpos no parecían estar
heridos, ni tenían la ropa desgarrada, ni parecían haber sido
maltratados. Simplemente estaban quietos, fláccidos, inmóviles.
Ninguno de ellos parecía respirar.
Todo estaba en silencio. Benjamín se
atrevió a tocar a uno de los cuerpos, en el hombro, parecía un
hombre corpulento, tumbado bocabajo y con los brazos extendidos y una
de sus piernas sobre otro cuerpo. No reaccionó. Benjamín lo agitó
ligeramente, y no hubo manera, todos tuvimos la sensación de que
tocaba un saco de patatas. Recuerdo que sentí mucho frío, un frío
de cementerio y musgo húmedo. De repente se encendieron las luces
azules de una furgoneta de los mossos aparcada tras las vallas, al
lado del Parlament y oímos ruidos. Contuvimos la respiración. A lo
lejos, distinguimos figuras que caminaban entre los cuerpos y sobre
ellos, aplastándolos sin miramientos. Estaba claro lo que eran. Eran
orcos. Pinchaban con punzones, jabalinas y espadas para ver si los
cuerpos bajo sus pies estaban realmente muertos; y sí, lo estaban.
Ninguno se movía, nadie gemía ni se alzaba ni protestaba ni pedía
agua ni llamaba a su mamá, ni a nadie. Todos muertos. Completamente
muertos. No había ningún superviviente, ningún herido. Todos
absolutamente muertos. Un océano de cadáveres.
Nos escondimos tras unos matorrales y
esperamos aterrorizados. Casi no nos atrevíamos ni a respirar. No
tardaron en llegar un montón de camiones de la basura. Entraron en
el parque con todas las luces apagadas, igual que una manada de
elefantes siniestros. Los orcos empezaron a lanzar los cadáveres al
interior de los camiones, donde las prensas neumáticas los
aplastaban y compactaban. Durante horas estuvimos oyendo el crujido
de los huesos, el reventar de los cuerpos como meras bolsas llenas de
sangre y grasa. Las entrañas de los camiones vomitaban sangre. El
ligero resplandor de la urbe que llegaba hasta allí, los convertía
en volcanes en medio de la noche, pero no era magma lo que
expulsaban: era sangre. Con una potencia telúrica, con una rabia
humana. Sangre. Todos los árboles y los matorrales quedaron
salpicados de sangre. Nosotros también, pero no gritamos, no nos
atrevimos ni a movernos. Queríamos salir corriendo pero estábamos
paralizados por el terror. Nos pegamos los unos a los otros y
observamos a la fuerza. La extrusión de la gente, la desaparición
en silencio de incontables personas engullidas por la Historia y por
los orcos.
Amaneció.
La luz de la mañana empezó a
calentar la corteza de los árboles. Vinieron los barrenderos,
escoltados por ruidosas máquinas de limpieza que eliminaron la
sangre de las plantas, del césped, de las piedras. Todo quedó
limpio, apto de nuevo para el turismo. Retiraron las vallas. Nada
parecía haber ocurrido la noche anterior. El parque quedó preparado
para recibir nuevas hordas de ciudadanos sencillos, de viajeros
curiosos, de paseantes amables. Entre todos ellos, muy de vez en
cuando, también vimos padres desorientados que buscaban a sus hijos
desaparecidos, y a algunos hijos aturdidos que no entendían por qué
sus padres no habían regresado a casa anoche, después de la
manifestación. Nosotros nos escabullimos como pudimos, salimos del
parque y deambulamos largo rato por la ciudad, sin saber qué hacer
ni a dónde ir.
Al final nos sentamos agotados,
miramos la prensa, buscamos alguna noticia, un escándalo, miles de
desaparecidos en la manifestación de ayer. El gobierno en pleno
dimite. Los tribunales actúan. Los responsables serán detenidos y
juzgados... Pero ningún periódico decía nada. Hablaban de la
manifestación, de miles de personas pacíficas... Sindicatos, eslóganes,
banderas. Todo inútil. Todo controlado. El mundo seguía rodando a
nuestro alrededor con total normalidad, como cada día. La palabra
Democracia (en mayúsculas) también aparecía en varios titulares.
Serguei envió sus fotos desde un
buzón cualquiera de la ciudad. Nadie las publicó. Nadie habló de
ellas. Un tenista no pudo presentarse a las Olimpiadas. Un futbolista
se casó. Una famosa se equivocó al escoger el color del tinte de su
cabello.
Nuestra amiga se quedó mirando al
infinito mientras repetía sin cesar: “Pronto todo cambiará, la
revolución está a punto de estallar, no pasarán, el capitalismo se
acaba... ¡No pasarán!”. Le agarré por los hombros y la agité.
Intenté despertarla, como habría hecho cualquier amigo. No hubo
manera. Así estuvo durante unos días. Luego volvió a su vida
cotidiana. Olvidó pronto los cadáveres.
Serguei se abrazó a su cámara,
Benjamín a sus cómics de Spiderman, Eyevnia y yo ... nos abrazamos
el uno al otro. Comprendimos que la invasión había sido un éxito,
que el triunfo de los ultracuerpos era total, absoluto.
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