sábado, diciembre 23, 2017

La voluntad del pueblo



La manifestación acabó a un kilómetro y medio de distancia de las puertas del Parlament, en un espacio inocuo, un llano cómodo acostumbrado a muchedumbres inofensivas, gritos inconsecuentes y sindicatos dóciles. Sin embargo, hubo un grupo de un par de cientos de personas que, encabezado por los bomberos, no se detuvo ahí: continuó hacia el Parlament hasta llegar a sus mismas puertas. A ese grupo nos unimos nosotros, sin pensárnoslo. Los mossos no se atrevieron a disolvernos a palos y tampoco pudieron cerrar el Parc de la Ciutadella porque había mucha gente dentro, turistas, paseantes y otras personas que habían decidido pasar la tarde desconectadas de la realidad, a pesar del naufragio, a pesar de todo. La verdad es que no era necesario cerrar el parque ni disolvernos a palos: la mayoría de la gente se detuvo mucho antes de llegar a las puertas del edificio donde impunemente los políticos decidían el destino de todos, pero sobre todo el de los trabajadores, con la misma prepotencia e insensibilidad con que lo hubiera hecho un elegido por los dioses. Curiosamente, la mayor parte de la gente consideró innecesario avanzar hasta aquel edificio público donde hablaban los elegidos por los dioses. Fue algo parecido a cuando miles de reses considera innecesario destruir el matadero y aceptan indolentes su sino, con la misma parsimonia con que rumían hierba en el prado o permiten que las transporten hacinadas. No cabe descartar, de hecho, que se haya producido a lo largo de generaciones y generaciones una selección natural en favor de los proletarios más indolentes, más dóciles, menos dispuestos a recurrir a la rebeldía que me gustaría pensar forma parte de su naturaleza humana.

Los mossos habían protegido el Parlament con una barrera de vallas metálicas puestas en V y atadas entre ellas mediante cadenas y candados. Era un foso infranqueable. Pero los bomberos lo franquearon. Y se plantaron ante los mossos, cara a cara. Pidieron refuerzos. ¡Acompañadnos!, gritaban, Veniu!, nos animaban. Espoleados por los gritos de los bomberos, algunos más saltaron, a pesar de los rinocerontes acorazados que teníamos enfrente. Benjamín y yo miramos hacia atrás y vimos que estábamos solos: apenas un puñado de personas nos habían seguido hasta el Parlament. El resto: rumiando lejos, indolentes, pastoreados por banderas heredadas y lobos disfrazados de ovejas, aceptando mansamente su sino sin ver más allá de sus hocicos. Agarré por la cintura a Eyevnia, que ya acudía rauda a la llamada de los bomberos saltando las vallas, y la atraje de vuelta hacia mí. Le dije que no: que ni se le ocurriera, que los mossos cargarían y no tendríamos por dónde salir corriendo. Protestó e intentó saltar de nuevo, pero insistí: si los mossos cargan, expliqué, quedaremos atrapados entre sus porras y las vallas. Serguei dijo, con su cámara en mano, que si no había salida hacia atrás que él tampoco iba. Gritamos. 

Gritamos mucho y aplaudimos a los bomberos. Pero sobre todo esperamos la llegada de refuerzos, la irrupción en el Parc de la Ciutadella de las más de cien mil personas que habían llenado Vía Laietana de arriba abajo, Plaza Urquinaona y calles aledañas. Esa marea tenía que ser el puño imparable que impactara, a pesar de las vallas y a pesar de las porras, contra las puertas del Parlament y las derribara y recuperara un espacio que era suyo y parecía haber sido tomado por emperadores. ¿Dónde estaban? ¿Por qué no estaban? Porque la manifestación se había acabado en Pla de Palau, a un kilómetro y medio de las puertas del Parlament. Tal y como los sindicatos, a través de la radio, habían repetido toda la mañana que tenía que pasar, había pasado: un millón de personas había asumido las consignas de sus verdugos.

Llamé a una amiga que estaba en el grueso de la manifestación, desesperado. Ella se reía divertida, alegre, como en una romería en la que sólo faltaba la tortilla de patatas y sobraban guitarras, chistes y Sol. No entendía lo que le pedía. ¿Al Parlament? ¿Por qué hay que ir al Parlament? La Historia pasa delante de nuestras narices mientras nosotros delegamos nuestra ciudadanía en los ungidos por los dioses, en los lobos hambrientos. Después de una hora, los bomberos volvieron a saltar las vallas y regresaron con nosotros. Nos sentimos más impotentes que nunca. Comprendimos que todo había acabado. Las puertas del Parlament seguían cerradas. Atrancadas como las de un castillo medieval. Inermes y humillados, nos retiramos. La Bastilla seguía en pie. La risa de los políticos retumbaba contra sus muros y sobre el sudor y la sangre de millones de trabajadores explotados sin piedad.

Al salir del Parc de la Ciutadella, sin embargo, nos llevamos una sorpresa: una segunda oleada de gente, desgajada del rebaño principal, acudía ahora al Parlament. Nos dimos cuenta de que acudían en pequeños grupos de tres o cuatro, o cinco personas, pero era un flujo incesante. Eyevnia quiso unirse enseguida a esa nueva corriente eléctrica. ¡No podemos irnos ahora!, exclamaba una y otra vez. Yo le respondí que no podía retrasar más inyectarme insulina, que primero cenáramos algo y ya nos uniríamos luego. Teníamos la esperanza de tener por delante una noche muy larga, y ella quería empezar la guardia y el desafío ya mismo, sin aguardar ni un segundo más. Pero yo insistí y le expliqué que era mejor que me preparara para una larga noche en vela y ella comprendió que mi biología diabética era una realidad con la que había que pactar quisiéramos o no. Así que fuimos a comer un shawarma a un restaurante cercano. Comimos rápido, impacientes por unirnos de nuevo a la muchedumbre a las puertas del Parlament. Durante un rato, siguió pasando gente hacia el Parc de la Ciutadella, luego las calles quedaron vacías y en silencio, y poco después el tráfico fue restablecido. Cayó la noche y las calles aledañas recuperaron el pulso normal de arterias de la urbe. Los semáforos volvían a tener sentido.

Salimos del restaurante y cruzamos rápidamente la calle. Se había unido a nosotros la amiga a la que había llamado antes. Había pasado al lado del restaurante y nos había visto dentro, cenando, y se había quedado con nosotros. Avanzamos juntos hacia las puertas del Parc de la Ciutadella. Era ya noche cerrada y todo estaba en calma. ¿Dónde está la gente?, nos preguntamos, ¿dónde las multitudes que hace un rato, por fin, acudían a las puertas del Parlament? Cuando avanzamos unos metros por los caminos de tierra del parque, lo descubrimos. Empezamos a tropezarnos con cadáveres abandonados.

Al principio había pocos; a medida que nos acercábamos a las puertas del Parlament, en cambio, había cada vez más, hasta que llegó un momento en que no pudimos seguir avanzando a no ser que estuviéramos dispuestos a pisotearlos. El suelo estaba totalmente cubierto por cuerpos inmóviles. Nos detuvimos y lanzamos nuestras miradas por encima de aquel espectáculo dantesco. Vimos que a partir de pocos metros delante de nosotros empezaban a amontonarse unos sobre otros. En la penumbra, a lo lejos, distinguimos bultos en las vallas: comprendimos que eran cuerpos inánimes, cadáveres que colgaban del metal como si Poseidón los hubiera ensartado en su tridente. Las luces del Parlament estaban apagadas. La iluminación pública no funcionaba. La única fuente de luz era el resplandor fantasmal de las luminarias de la ciudad, que ocultaba las estrellas y transformaba en meras sombras a todos aquellos cuerpos abandonados al frío de la noche.

Serguei hizo fotos. Benjamín tenía los ojos abiertos como platos. Eyevnia temblaba. La abracé con gesto torpe. Yo también temblaba. A nuestra amiga se le había congelado la sonrisa en medio de la cara. Los cuerpos no parecían estar heridos, ni tenían la ropa desgarrada, ni parecían haber sido maltratados. Simplemente estaban quietos, fláccidos, inmóviles. Ninguno de ellos parecía respirar.

Todo estaba en silencio. Benjamín se atrevió a tocar a uno de los cuerpos, en el hombro, parecía un hombre corpulento, tumbado bocabajo y con los brazos extendidos y una de sus piernas sobre otro cuerpo. No reaccionó. Benjamín lo agitó ligeramente, y no hubo manera, todos tuvimos la sensación de que tocaba un saco de patatas. Recuerdo que sentí mucho frío, un frío de cementerio y musgo húmedo. De repente se encendieron las luces azules de una furgoneta de los mossos aparcada tras las vallas, al lado del Parlament y oímos ruidos. Contuvimos la respiración. A lo lejos, distinguimos figuras que caminaban entre los cuerpos y sobre ellos, aplastándolos sin miramientos. Estaba claro lo que eran. Eran orcos. Pinchaban con punzones, jabalinas y espadas para ver si los cuerpos bajo sus pies estaban realmente muertos; y sí, lo estaban. Ninguno se movía, nadie gemía ni se alzaba ni protestaba ni pedía agua ni llamaba a su mamá, ni a nadie. Todos muertos. Completamente muertos. No había ningún superviviente, ningún herido. Todos absolutamente muertos. Un océano de cadáveres.

Nos escondimos tras unos matorrales y esperamos aterrorizados. Casi no nos atrevíamos ni a respirar. No tardaron en llegar un montón de camiones de la basura. Entraron en el parque con todas las luces apagadas, igual que una manada de elefantes siniestros. Los orcos empezaron a lanzar los cadáveres al interior de los camiones, donde las prensas neumáticas los aplastaban y compactaban. Durante horas estuvimos oyendo el crujido de los huesos, el reventar de los cuerpos como meras bolsas llenas de sangre y grasa. Las entrañas de los camiones vomitaban sangre. El ligero resplandor de la urbe que llegaba hasta allí, los convertía en volcanes en medio de la noche, pero no era magma lo que expulsaban: era sangre. Con una potencia telúrica, con una rabia humana. Sangre. Todos los árboles y los matorrales quedaron salpicados de sangre. Nosotros también, pero no gritamos, no nos atrevimos ni a movernos. Queríamos salir corriendo pero estábamos paralizados por el terror. Nos pegamos los unos a los otros y observamos a la fuerza. La extrusión de la gente, la desaparición en silencio de incontables personas engullidas por la Historia y por los orcos.

Amaneció.

La luz de la mañana empezó a calentar la corteza de los árboles. Vinieron los barrenderos, escoltados por ruidosas máquinas de limpieza que eliminaron la sangre de las plantas, del césped, de las piedras. Todo quedó limpio, apto de nuevo para el turismo. Retiraron las vallas. Nada parecía haber ocurrido la noche anterior. El parque quedó preparado para recibir nuevas hordas de ciudadanos sencillos, de viajeros curiosos, de paseantes amables. Entre todos ellos, muy de vez en cuando, también vimos padres desorientados que buscaban a sus hijos desaparecidos, y a algunos hijos aturdidos que no entendían por qué sus padres no habían regresado a casa anoche, después de la manifestación. Nosotros nos escabullimos como pudimos, salimos del parque y deambulamos largo rato por la ciudad, sin saber qué hacer ni a dónde ir.

Al final nos sentamos agotados, miramos la prensa, buscamos alguna noticia, un escándalo, miles de desaparecidos en la manifestación de ayer. El gobierno en pleno dimite. Los tribunales actúan. Los responsables serán detenidos y juzgados... Pero ningún periódico decía nada. Hablaban de la manifestación, de miles de personas pacíficas... Sindicatos, eslóganes, banderas. Todo inútil. Todo controlado. El mundo seguía rodando a nuestro alrededor con total normalidad, como cada día. La palabra Democracia (en mayúsculas) también aparecía en varios titulares.

Serguei envió sus fotos desde un buzón cualquiera de la ciudad. Nadie las publicó. Nadie habló de ellas. Un tenista no pudo presentarse a las Olimpiadas. Un futbolista se casó. Una famosa se equivocó al escoger el color del tinte de su cabello.

Nuestra amiga se quedó mirando al infinito mientras repetía sin cesar: “Pronto todo cambiará, la revolución está a punto de estallar, no pasarán, el capitalismo se acaba... ¡No pasarán!”. Le agarré por los hombros y la agité. Intenté despertarla, como habría hecho cualquier amigo. No hubo manera. Así estuvo durante unos días. Luego volvió a su vida cotidiana. Olvidó pronto los cadáveres.

Serguei se abrazó a su cámara, Benjamín a sus cómics de Spiderman, Eyevnia y yo ... nos abrazamos el uno al otro. Comprendimos que la invasión había sido un éxito, que el triunfo de los ultracuerpos era total, absoluto.

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