Creer en los Derechos Humanos (DDHH) exige un compromiso diario, constante. No es suficiente con decirlo o figurar. Implica creer en la idea de que la vida humana tiene un valor intrínseco y actuar en consecuencia. Quien crea en esta idea, quien crea realmente, no puede apostar por políticas que expongan a los ciudadanos a riesgos innecesarios. Hacer correr riesgos inútiles a la gente es despreciar su dignidad como personas. Habiendo alternativas, el sufrimiento y la muerte que causen esas políticas se habrían podido evitar y, por lo tanto, apostar por ellas es despreciable. Quien lo haga, y quien lo acepte, no puede decir que defiende los DDHH, que cree en ellos. Está mintiendo.
Abrir los centros educativos en medio de una pandemia no sólo ha sido una mala política de salud pública sino que va en contra de los DDHH. Los políticos responsables, y funcionarios adláteres, se han obsesionado con que la presencialidad es imprescindible y se han dedicado, y se dedican, a implantar la idea de que las aulas son seguras y que en ellas no hay contagios, con la complicidad, como es habitual, de los medios de comunicación. Serán responsables todos ellos de muertes y sufrimiento sin sentido, que nos podríamos haber ahorrado perfectamente.
La realidad es que los centros educativos, y los medios de transporte necesarios para llegar a ellos, son inevitablemente, por muchas medidas de seguridad que se adopten, lugares de intercambio masivo de aliento y huellas dactilares. Por muy bien ventiladas que estén las aulas (que no lo están) y por muy reducidos que sean los grupos (que no lo son)... ¿de qué sirven las mascarillas si antes de la entrada, o a la salida, están todos los alumnos juntos y revueltos sin usarlas y, en no pocos casos, escupiendo al suelo? La presencialidad es una gran fiesta de la espuma donde alumnos de diversas procedencias acaban empapados con aerosoles ajenos y se convierten en heraldos del virus ante sus familias. Haber abierto los centros educativos en las condiciones en las que se ha hecho es exponer a docentes, alumnos, familiares y personal administrativo a un riesgo totalmente innecesario. Porque estamos en el siglo XXI, y tenemos recursos, no somos una sociedad pobre: hay alternativas.
Quienes han tomado las decisiones que se han tomado conocen estas alternativas; no haberlas escogido equivale a considerar que la gente es sacrificable, que podemos prescindir de los que vayan a sufrir y caer. Nos dirán que las bajas que se produzcan son inevitables para salvar la economía, para salvar a los niños, para evitar males mayores... Pero todo es mentira, y lo saben. Y si no lo saben es porque se creen sus propias mentiras, pero eso no les exime de culpa. Tendrán, tienen, las manos manchadas de sangre. Esta segunda ola no es una catástrofe natural (ni siquiera la primera lo fue): es negligencia.
Las cosas se podrían haber hecho mucho mejor, y si no se han hecho ha sido por una mezcla de ideología e incompetencia.
En el terreno concreto de la educación, voy a exponer algunas de las medidas que se deberían haber adoptado. De tercero de la ESO en adelante (incluso, tal vez, desde primero) se podrían haber organizado clases telemáticas. Esto habría liberado un montón de espacio en los centros educativos. Este espacio se podría haber aprovechado para dividir los grupos de cursos inferiores y conseguir, así, más distancia de seguridad. También se tendrían que haber aprovechado centros cívicos, Universidades (cuyos alumnos, por supuesto, tendrían que estar todos recibiendo clases a distancia) y cualquier sitio que la administración pública hubiera podido conseguir que fuera apto para impartir clases. Es cierto: hay un montón de situaciones personales. Pero ninguna que no se pueda resolver a base de organización. Tal vez haya familias sin una buena conexión a internet o sin ordenadores suficientes. Se les deberían haber proporcionado medios. Hay muchas familias con personas vulnerables (niños diabéticos, por ejemplo, o algún progenitor enfermo de cáncer y en tratamiento…). A estas familias se les debería haber ofrecido la posiblidad de clases telemáticas. Se tendría que haber ofrecido esta posibilidad incluso sin tener personas vulnerables: simplemente porque haya padres que preferirán que sus hijos no vayan al colegio. Y, ya que se habla tanto de conciliación familiar, las empresas tendrían que haber colaborado, de buen grado u obligadas. Además, se tendría que haber verificado que la ventilación de las aulas fuera eficiente, tanto en centros privados y concertados como en Institutos y Universidades. Y, por supuesto, algo que hubiera beneficiado a todos: por una parte, aumentar la frecuencia de autobuses, trenes y metro, y por otra, obligar a la implantación de RADAR-COVID.
No se ha hecho nada.
Los responsables políticos se han limitado a redactar protocolos creyendo que la realidad acata lo que haya escrito en un papel, se han lavado las manos y han pasado la responsabilidad a los directores de cada uno de los centros que, en el mejor de los casos, han hecho lo que han podido. No ha sido por falta de tiempo o de recursos: han tenido todo el verano, de hecho, toda la primavera también (¿o pensaban que éste iba a ser un curso normal?), y si organizar esto nos parece caro, recordemos que España ya ha perdido el 13% del PIB y el futuro está lleno de incertidumbre. Pero es cierto, sí: organizar una sociedad, mantener el caos a raya, construir una civilización… es caro y exige un esfuerzo enorme. Sin embargo, más caro aún es abandonarla a su suerte, despreciar a la gente, prescindir de las personas. La Historia nos lo enseña, y la sensibilidad también. Claro que, para optar a tales maestros, antes hay que tener empatía.
Los que crean que no es para tanto, o aquellos que no estén sobrecogidos, carecen de ella. Con un virus entre nosotros del cual no conocemos bien las consecuencias a largo plazo, decenas de miles de cadáveres aún calientes sobre la mesa (sólo en nuestro país), y del orden de más de cien muertos diarios (de momento)… ¿qué más hace falta para que la sociedad reaccione? ¿Qué es necesario para que las cosas por fin se hagan bien y dejemos de estar en la inopia?
No sólo son nuestros responsables políticos y funcionarios adláteres quienes no creen en los DDHH (que no vengan nunca más intentando venderme la moto de que luchan por la libertad y por la democracia). Todos aquellos que ven “normal”, o “inevitable” esta situación, o que consideran que las cosas se están haciendo bien y no se pueden hacer mejor, tampoco creen en ellos. Es más, demostráis todos vosotros que, en realidad, nunca desapareció cierta sociedad de la Antigüedad en la que era costumbre deshacerse de sus miembros más débiles arrojándolos por un precipicio. Cuando yo era niño, esto parecía escandalizar a todos los que me rodeaban. Sin embargo, a la hora de la verdad, demostráis que vuestro escándalo era muy superficial porque, más de dos mil años después, seguimos haciendo lo mismo. Sí: demostráis que Esparta sigue viva. Sois vosotros. Diréis que no. A los hechos me remito.
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