sábado, febrero 19, 2022

EL FIN DE LA FE





Hace unos años, un Papa hizo unas declaraciones sobre la fe que tuvieron bastante repercusión en los medios de comunicación de masas. No recuerdo exactamente qué dijo, pero sí recuerdo que tuve la impresión de que yo conocía la fe de una forma más profunda y personal que él.

No creo en el dios de la iglesia católica, ni en ningún otro. Veo el Universo vacío de voluntad o de propósito alguno. Me enfrento cada día a ese vacío, a esa falta total de sentido. A veces, sonrío con estoicismo, otras veces, alzo el escudo y escucho la lluvia repiquetear sobre su vieja madera espartana. De una forma u otra, siempre sobrevivo.

La fe de la que hablaba el Papa era un muro de cemento armado. Hiciera frío o lloviera, se mantenía impasible, como el buen cemento. Vivía de espaldas al mundo. Era una fe de animal herido, de cachorro en busca de algo mayor que él, de un padre, de alguien en los brazos del cual pudiera descansar. Lo único capaz de erosionarla era la duda. Por eso no admitía la contemplación tranquila del paisaje, ni pregunta alguna. Por eso se llamaba fe.

Mi fe, en cambio, es frágil. Camina de la mano de la duda. Es una fe de barrio pobre y asfalto roto, de despertador proletario y transporte público. De luz de sodio iluminando una autopista vacía. De amanecer luminoso y bostezo diario. Mi fe no niega el mundo. Lo busca, lo abraza. Lo mira cara a cara. Mi fe es un rostro embadurnado con el barro del mundo. Es un motor que no entiendo, y que sin embargo hace que cada mañana me ponga en marcha sin dudarlo, y que cada noche sueñe. Porque yo sueño, lo confieso. Cada noche, y también durante el día, a pesar de tener miedo, frío y hambre, porque mi fe no me priva de ninguna de estas calamidades; sólo me permite contemplar el abismo sin olvidar a quién amo, y quién me ama.

Sobre todo, mi fe no me protege del desaliento.

Envidio a David, el personaje de Las sandalias del pescador porque, ante una comisión del Vaticano, afirma que, si por un mal destino, perdiera su fe en Cristo, mantendría siempre su fe en el mundo, en la bondad del mundo.

Yo perdí mi fe en Cristo de niño, mi fe en la bondad del mundo con Darwin y mi fe en la Humanidad con la COVID-19. Cincuenta años después de haber nacido estoy cansado de la hipocresía y de las ínfulas de mis semejantes; de los automatismos y las vanidades que sustentan al ser humano. Admito que soy débil. Condorcet nunca perdió su fe en el progreso de la Humanidad, a pesar de morir guillotinado. Otros soportaron guerras mundiales y nunca perdieron su fe. No pocos, en cambio, al ver el desastre, se suicidaron.

¿Qué nos queda a los humanistas si ya no vemos humanos sobre la faz de la Tierra?

Mi fe era ingenua, como la del Papa, como la de los ilustrados, como la de los niños. Se había templado en el vacío cósmico pero no había ido las veces suficientes a comprar pan, a discutir al foro, a mendigar por los arrabales de la miseria humana.

Mi fe conocía el dolor y la soledad, pero no la estupidez humana, ni sus humos asfixiantes.

Hoy escucho el repiquetear de la lluvia, aprieto los dientes y pienso en Étienne Cabet, y en tantos otros. “Los imbéciles no sentían la tiranía, los cobardes la toleraban, los codiciosos la servían; pero… otros resistían.”, escribió el socialista utópico, francés por casualidad, humanista por vocación. Resistir.

Saber resistir.

No recuerdo con precisión lo que dijo el Papa, pero sí lo que oí en una película de Hollywood; más que una frase, o una cita, se trataba de la principal herencia que un padre le legaba a su hija, y decía así: “En el seno de la sociedad luchan dos lobos, uno blanco y otro negro. ¿Cuál de los dos ganará? Aquél al que alimentes”.

Tal vez exista un ser superior a todo, quién sabe, cómo saberlo, me da igual. No lo necesito. Necesito a mis semejantes. El ser humano es lo único que tiene el ser humano para enfrentarse a la vacuidad de todo.

Hay que rescatar al ser humano del propio ser humano. Pero no seré yo quien lo intente, pobre de mí, ratoncillo asustadizo, alimaña nocturna que evita a los dinosaurios, ignorante y torpe hasta la náusea. Esa es la fe del Papa, es su trabajo, eso es lo que el Papa pretende hacer.

Yo soy un mero cronista. 

El fracaso del hombre ante el volcán donde se forjó el anillo único no es algo mítico, ni ancestral, ni siquiera evitable: ocurre cada día, varias veces al día, casi continuamente, de hecho, y en todas partes. Yo soy testigo diario de la derrota y humillación del hombre, de la caída de la humanidad, casi de su aniquilación, vencida por sus automatismos y pasiones, sobrepasada por sus propias debilidades y miserias.

Y, sin embargo, como cronista, estoy obligado a decir que, a pesar de todo, hay una luz que brilla siempre, que no se apaga nunca. Es apenas un destello raquítico, ínfimo, pero ahí está. La voluntad de un profesor de explicar bien una idea, a pesar de tenerlo todo en contra, la capacidad de un alumno de cambiar su visión sobre el mundo, la bondad de un médico de hablar con sus pacientes para que no se sientan solos en sus males. La sabiduría de no luchar por una barra de pan en medio de una avalancha de hambrientos, aunque sepas que es la última barra de pan del mundo. La sabiduría y la bondad. Siempre en minoría.

Mi fe es no luchar por esa última barra de pan, explicar bien la lección, atender al que sufre para que no se sienta solo. Mi fe es sencilla y razonable. No es un muro de cemento, es un ratón asustado.

Mi fe es la firmeza de no aceptar las reglas de juego, si las reglas de juego son robar el pan, o no ponerte en la piel de los demás. No jugaré y me quedaré tranquilo. Tal vez me embargará la tristeza al ver los hongos nucleares iluminar el horizonte, pero no cederé: el día que no queden humanos en el mundo, yo seré la Humanidad, y moriré con dignidad. No te preocupes, Cervantes, no te preocupes, Condorcet, Rita-Levi Montalcini, Pío Baroja, Étienne no os preocupéis: ojalá estuvierais aquí para ver lo que hemos conseguido, y lo que nos queda aún por conseguir, ojalá pudiera haceros llegar este conocimiento. Pero no os preocupéis: si al final todo se hunde, vosotros seréis los últimos en mirar el mundo, vuestra bandera será lo último que caiga.

Si al final todo se hunde, con el último humano, sea quien sea, desaparecerá la Humanidad, pero estará bien, no pediremos más: nos habremos alzado del barro y habremos mirado cara a cara a las estrellas. Tal vez no consigamos llegar nunca hasta ellas, pero estará bien, porque no volveremos a ponernos nunca más de rodillas.

Mi fe es sencilla y razonable: intenta conocer el mundo, pero no para aceptarlo sino para cambiarlo. Y si no puedo cambiarlo, no renunciaré a la belleza por culpa de mi estómago. Esa es mi fe. Por eso se llama fe, y por eso es peligrosa: asquea a mis semejantes. No tolera disidentes. Obliga a las más altas metas. Molesta a los cobardes, incomoda a los ignorantes, enfurece a los codiciosos. No consuela a nadie.

Mi fe no consiste en creer en algo más allá de toda duda, sino en ser fiel a la belleza independientemente de cómo sea el mundo. No tiene mérito, es sólo conocimiento y compasión.

No tengo muchos amigos.

Pero peor sería no tener fe. Si no tuviera fe, ¿qué me distinguiría de las amebas? ¿Qué os distingue a vosotros?

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