martes, septiembre 21, 2004

Beluga o la tortura de la luz

Una beluga es un cetáceo un poco más grande que un delfín pero no tan grande como una ballena. A las belugas también les llaman canarios del mar por el gran repertorio de sonidos que son capaces de emitir... y eso que la mayor parte los emiten a unas frecuencias tan altas que nuestros oídos no son sensibles a ellos. Sin embargo, después de conocer a la beluga que vive en el oceanario de Valencia, personalmente prefiero llamar a las belugas de otra forma: gente del mar, me parece más adecuado. ¿Cómo si no llamar a un ser que juega y te mira como lo haría cualquier otra persona? Hay gente que cree que los animales no sienten. Puede que pensar no piensen como nosotros -su mente, cierto, es muy distinta de la nuestra- pero para mí, que he vivido con varios gatos, he conocido varios perros interesantes y me he emocionado mientras una beluga y yo nos observábamos mutuamente, está claro que sentir, sienten; no me cabe ninguna duda de que son conciencias compañeras en este viaje a través del Universo que es la vida.

La beluga de Valencia, además, habla. A nosotros, humanos limitados, que la observábamos desde el aire, al otro lado del cristal, se nos escapaba la mayor parte de su voz, pero por su mirada, y por la atención que ponía al observarnos, por la expectación con que nos miraba, estaba claro que hablaba: nos hablaba, nos formulaba preguntas. Nunca fueron más dolorosas mis limitaciones físicas: ¿cómo iba yo a generar ultrasonidos? La única respuesta que obtenía la beluga de Valencia era el silencio, así que yo sólo podía corresponder a su mirada atenta y curiosa con mi mirada atenta y curiosa. Creo que ambos intuíamos que más allá del silencio había una conciencia hermana.

Quiero que quede clara una cosa: beluga no simplemente nos veía, beluga nos miraba. La inmensa mayor parte de la gente que la rodeaba, la inmensa mayor parte de la chusma que había pagado la entrada y que la rodeaba, no: tan sólo la veía. Y además hacían fotos con flash continuamente, sin piedad, continuamente deslumbrando esos ojos sensibles y delicados, como buitres hambrientos, como sanguijuelas sedientas de entretenimiento, sedientas de luces y de colores que sus insípidas vidas urbanas y civilizadas no pueden aportarles.

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