sábado, abril 22, 2006

Todas las neveras de mi infancia.

Esta mañana he entrado en la cocina y he visto a mi hermana abrazada a la nevera nueva. La nevera nueva es un armario enorme que lleva adosado un motor que produce frío. Un armario lleno de comida, no de camisas. Como cabe mucha más comida en esta nueva nevera que en la anterior, el abrazo de mi hermana lo he considerado un gesto de gratitud y, teniendo en cuenta cómo es mi casa y cómo es mi familia, no le he dado más importancia y me he puesto a desayunar. Supongo que lo lógico hubiera sido abrazarse a mis padres como señal de gratitud, pero cuando la lógica de uno sigue un patrón caótico en lugar de aristotélico estas son las cosas que pueden ocurrir: acabar abrazado a una nevera o sentirse identificado con una piedra, como Girondo o Blas de Otero. El caso es que al cabo de un rato me he dado cuenta de que estaba equivocado: no era un gesto de agradecimiento. Me he dado cuenta porque mientras desayunaba he oído un gemido y, por un momento, aunque me resultaba extraño, he pensado que era alguno de los componentes gatunos de la familia: pero no, al girarme no he visto a ninguno de los miembros de la familia que suelen desplazarse a cuatro patas. Entonces mi hermana y yo nos hemos quedado mirando unos segundos en silencio y ella, al ver mi desconcierto, me lo ha explicado todo: "Es la nevera, que se queja", y debía de ser verdad porque ese ruido, que tenía algo de gemido, también tenía algo metálico y monótono, "por eso me abrazaba antes a ella: para consolarla". Y lo he entendido todo, y yo también me he abrazado a ella, pero el mío sí era un gesto de agradecimiento: le agradecía que se quejara de día, y no de noche, como todas las neveras de mi infancia que me impedían dormir durante la madrugada.

miércoles, marzo 29, 2006

Gutenberg 2006

Esta tarde hemos ido una compañera y yo a la imprenta de la empresa a pedir un presupuesto. Nos ha acompañado uno de nuestros jefes y, como no habíamos estado nunca, hemos aprovechado para ver por primera vez el sitio. A pocos metros de la entrada había una rotativa enorme, una de esas rotativas capaces de imprimir pliegos de sesenta y cuatro páginas. Supongo que las rotativas de los diarios deben de ser aún mayores pero con la que he visto esta tarde a mí me basta para disparar mi imaginación. Era tan grande como un armario para dinosaurios. En un extremo había cargadas miles de hojas que eran introducidas en la máquina mediante un sistema de ventosas; primero un sistema de ventilación (supongo que semejante al de las fotocopiadoras pero a lo grande) mantenía despegadas las hojas de la parte superior de la pila y luego unas ventosas se adherían a ellas y arrastraban las láminas de celulosa una tras otra hasta el tren de impresión. Por el otro extremo de la máquina, bastantes metros más adelante, salían las hojas impresas ya con fotos, gráficos y textos. Una vez salían de la máquina sólo quedaba cortarlas y coserlas en forma de libro para esparcirlas por el mundo cargadas de mensajes, como se esparcen las semillas por los campos, cargadas de futuro. En las épocas de poco trabajo la máquina, junto con el resto de rotativas de la imprenta, se detiene a las diez de la noche y se vuelve a poner en marcha a las cuatro de la mañana; en épocas de mucho trabajo, no se para nunca. Los motores que movían los rodillos y desplazaban las hojas, a un ritmo frenético pero mucho más reposado que el de una discoteca, eran los tambores de la selva: hacían vibrar el aire y las paredes con una lectura de los libros previa a la razón, y el ruido no llegaba a ser ensordecedor pero sí era imponente y penetrante como el olor de la tinta. El olor a tinta impregnaba el aire de la misma forma que la tinta impregnaba el papel. Y yo, pobre de mí, al ver todos aquellos kilowatios trabajando juntos y coordinados en pos no de la creación de libros sino de su difusión, me he emocionado. He pensado en el enorme esfuerzo y dedicación que cuesta crear un buen libro y he visto las máquinas que tenía ante mí como el último paso de la larga cadena de pasos que conduce al escalador desde la base de la montaña hasta la cima, o al corredor de fondo desde la salida hasta la meta. Miraba las letras impresas y aquellos mensajes no podía interpretarlos más que como la destilación de años y años de camino, templanza, obstinación y dedicación. Veía la impresión de cada letra como el triunfo del autor sobre circunstancias adversas que le alejaban de sus lectores, condenándolos a ambos a la soledad. Justo en ese momento, mi compañera ha exclamado: “Uy, venga, vámonos ya de aquí, que este olor a tinta me está matando” Su rostro estaba deformado por una mueca de asco y era posible que tuviera literalmente razón: los productos volátiles de la tinta impregnaban en esos momentos nuestros pulmones de la misma forma que marcaban las hojas. Además, mientras yo me abstraía en mis pensamientos habíamos estado hablando de números con el jefe de la imprenta, así que nuestra labor ahí ya estaba cumplida y nada nos retenía en aquel lugar. Sin embargo, yo estaba fascinado con el movimiento de las máquinas, las letras impresas en cadena, la construcción continua de los libros no me parecía menos fascinante que un parto, y no me apetecía irme: lo que me apetecía en ese momento era quedarme ahí hipnotizado, y después de oír el comentario de mi compañera y de ver su rostro de disgusto, sentía un impulso irreprimible de subirme a una de las rotativas, a la más grande, a la más alta, y exclamar, mientras contemplaba a mis pies a las máquinas trabajar sin descanso: “Pues a mí me encanta el olor a tinta.... huele... a victoria”. Victoria más necesaria que nunca en un mundo en el que debe de haber más granadas militares que garbanzos proletarios.

domingo, marzo 12, 2006

ADOCTRINAMIENTO DE UNA NIÑA (MEDIANTE VARITAS DE MERLUZA)

Hoy cedo la palabra a una persona muy especial para mí, conciencia gemela y compañera del alma en aventuras y desventuras a lo largo y ancho de este mundo. Hace unos días me contó espontáneamente una cosa que le había pasado en el trabajo y yo le pedí que lo escribiera para colgarlo en el weblog. Me dijo que sí, que lo haría, y cumplió, y cuando me mandó la historia por correo electrónico me contaba una anécdota que le había pasado ese mismo día y que constituía, en realidad, otra historia. Así que publico el email tal cual, lo único que he añadido es la traducción del catalán al castellano de la segunda historia (sí, ella es catalana y utiliza catalán y castellano indistintamente.... oh, ¿cómo puede ser? a ver si va a ser que el PP está mintiendo miserablemente...) :


Saps, ara quan tornava cap a casa un home s'ha tret la jaqueta quan passava i me la tirat als peus i jo volia esquivar-la però ha insistit que la trepitxés i saps que, l'he trepitxat -per pur esgotament mental i físic i potser etílic- i l'he fet l'home més feliç del món.

(Sabes, ahora, cuando volvía a casa, un hombre se ha quitado la chaqueta y cuando pasaba la ha tirado a mis pies y yo quería esquivarla pero ha insistido en que la pisara y sabes qué, la he pisado –por puro agotamiento mental y físico y puede que etílico- y le he hecho el hombre más feliz del mundo)
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Sé de una escuela con nombre de profeta (allí trabajo) donde lavan la cara a la bondad.

¿Quién dijo aquello... quien hace daño a uno de mis pequeños me lo está haciendo a mí?

Ayer vi a una niña en el comedor de la escuela llorando en silencio.

_ ¿Qué te pasa?_ le pregunté.

_ No puedo comerme el pez porque siento pena.

Me quedé sorprendida y maravillada y también un poco sobrecogida ante aquella niña que no quería comer el pescado porque a sus ojos se le aparecía no como un pez muerto en forma de varitas de merluza sino como un pez vivo que nadaba libre por el mar... Y de la impresión caí en una de mis ensoñaciones y me imaginé la merluza viva y el immenso comedor se convirtió en un pequeño mar donde nadábamos felices los peces y yo... ummm... cuanta felicidad y gratitud a la vida... que bruscamente se vio interrumpida por el pinchazo de un anzuelo:

_ ¿Has sido tú quién ha dicho a la niña que podía no comerse el pescado?

En fin, que podía decir... (me habían pescado)

_ Sí.

Al final obligaron a la niña a comerse las varitas de merluza.

Pero a mi esta niña me gustó, me gustó su conciencia tan pura del mundo y me emocionó su radical bondad por la vida. Y sí, también me gustó volver a oler el mar y sentir su sabor tan intenso... Pero que sinsabor el despertar por el hierro clavado en el espinazo: triste suerte la del pez que es pescado.

miércoles, marzo 01, 2006

Vulnerabilidad de los vigías en invierno


La sonrisa de Yuri Gagarin en esta foto me recuerda a la de la Gioconda. Yuri Gagarin fue el primer hombre que vio la Tierra desde el espacio, en 1961. Al ver nuestro planeta azul a sus pies exclamó: "Veo la Tierra, ¡es tan hermosa!. Pobladores del mundo, salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos". Murió con 34 años de edad, cuando ya había decidido volver al espacio en una de las misiones Soyuz. Era piloto de pruebas y se estrelló en uno de sus vuelos, en el mes de marzo de 1968.

Perdemos siempre, Ulises, a los mejores hombres
qué dirás esta noche ante el océano
cuando se apaguen las antorchas
Alzaré la voz por encima de lo oscuro
y por cada ola que se extinga en la arena
a mis pies diré uno de sus nombres
para que así las murallas de Troya sepan
que incluso las montañas más altas se deshacen en arena
ante los mejores hombres.

viernes, febrero 24, 2006

Un albaricoque parlanchín

Mi hermana no aprobaba Física porque se ponía a llorar. Era por empatía con los pasajeros de los trenes que chocan. Yo intentaba explicarle estos problemas y ella me preguntaba con cara compungida ¿Pero son de mercancias o de pasajeros? El resto de mis alumnos de clases particulares me preguntaban: ¿Qué fórmula tengo que utilizar? Esta pregunta siempre me ha sacado de quicio (aún me la hacen). Si me han de preguntar algo, prefiero la pregunta de mi hermana. Intentando explicarle los problemas de Física me inventé infinidad de personajes y cuentos: uno de los personajes que más éxito tuvo fue un albaricoque parlanchín (Albarcoc), y uno de los cuentos contaba la historia de amor entre una hormiga y un melocotón,... en fin, historias. El caso es que mi hermana suspendió Física. En cuanto a las Matemáticas... durante su último examen de matemáticas el profesor le dijo: Señorita Guisado, ¿quiere usted hacer el favor de dejar de mirar por la ventana y hacer el examen? Ay, no, ese no fue su último examen de matemáticas. En el último, en lugar de mirar por la ventana se dedicó a mirar al examen de un compañero. Evidentemente, estaba destinada a tener ataques de asma: la empatía actualmente es un valor que cae en picado en el mercado de valores de la evolución.

jueves, febrero 23, 2006

Primer informe de situación de 2006

La situación no es buena, compañeros. Después de tres décadas de infiltrado en este planeta creo que empiezan a sospechar seriamente de mí. Teníamos previsto que tarde o temprano se dieran cuenta de que no soy uno de ellos y creo que el momento está a punto de llegar. Os escribo para pediros instrucciones. Lo último que ha ocurrido, ha ocurrido esta misma mañana. Hoy me tocaba vigilancia de recreo, y el sitio donde tenía que vigilar era el bar del colegio, así que ahí me he ido cuando ha sonado el timbre a las once de la mañana. Normalmente suelo pasearme entre las mesas pero hoy mis alumnos habían tenido examen conmigo y estaban muy nerviosos y enfadados porque, según ellos, el examen había sido muy difícil, así que he decidido quedarme quieto y callado en un extremo del bar. Estaba cerca de un rincón desde donde podía abarcar con la mirada prácticamente todo el recinto. El bar estaba lleno de estudiantes con bocadillos y libros, comiendo, hablando, riendo, gritando y aprovechando para repasar los últimos minutos antes del siguiente examen. A pocos metros a mi izquierda he visto a una estudiante sentada en el suelo. Enfrente tenía a otras compañeras que también estaban sentadas en el suelo, pero con su espalda apoyada en la pared. Ella, sin embargo, a sus espaldas tenía una mesa con todas las sillas ocupadas. El detalle que me ha llamado la atención es que su falda (si, llevaba falda, no pantalón) se extendía por el suelo como un lago ondulado bajo una brisa suave. Seguramente, si lo hubiera visto su madre, hubiera puesto el grito en el cielo y, con los pelos de punta y los ojos saltones, hubiera chillado: ¡ NIÑA, NO ENSUCIES LA FALDA ! A mí no se me ha ocurrido decirle nada, simplemente me he fijado en su falda extendida por el suelo y ella erguida en medio como si emergiera de las aguas del lago. No decirle nada ha sido un error. Instantes después de que yo me fijara en esta escena intrascendente ha pasado por ahí el otro profesor que tenía guardia en el bar y le ha dicho que se levantara inmediatamente y que hiciera el favor de buscar una silla si quería sentarse. Después, este compañero ha seguido caminando, ha pasado a mi lado y me ha dado los buenos días sonriendo. Yo también le he sonreído. ¡ Pero ese hombre me ha destrozado el lago ! Creo que empiezan a sospechar de mí. Cada mañana me levanto al amanecer y me camuflo entre ellos, pago los billetes del autobús y del metro, subo escaleras, camino por la calle, digo buenos días al llegar al trabajo, cumplo con las tareas del día, no le digo a la gente lo fea que es en el metro, lo tontos que son cuando se quejan lastimosamente del trabajo, lo equivocados que están cuando aceptan un matrimonio insípido... pero todo esto ya no sirve, no es suficiente. Noto que me absorbe la luz cuando miro por las ventanas, como cuando viajábamos entre los soles, compañeros, y ellos también lo notan, notan cómo chirrían los genes humanos con los que me visto, como si no estuvieran bien asentados. Noto cómo mi sangre empuja hacia el horizonte cada vez que miro el océano, y ellos también lo notan: me huelen diferente, como cuando los perros huelen los terremotos. Me quedo en silencio y tengo la sensación de haber llegado a casa, y ellos lo notan, notan que jamás gritaré un slogan, jamás me dejaré definir por una consigna; notan que si me dan a escoger entre una piedra y un desfile de moda, me quedaré contemplando la piedra. Lo notan, compañeros, ya no es suficiente trabajar bien, sonreír, callar, cumplir. Todos sabemos lo que hacen los seres humanos a los espías en tiempo de guerra. No me hago ilusiones sobre mi futuro. Aun y así, espero instrucciones.

martes, febrero 21, 2006

Victorias cotidianas

Una de mis formas favoritas de hacer la revolución es... besando. Piénsenlo: en la época del dólar, ¿qué puede haber más revolucionario que detener el frenesí que nos enajena para... dar un beso?

sábado, febrero 18, 2006

Botánica proletaria y botánica burguesa

Esta tarde he ido a comprar yogures de soja y galletas de arroz y he acabado pensando en la guerra de Vietnam. Normalmente cuando voy a comprar estos víveres acabo pensando en lo buenas que están las galletas de arroz con chocolate. Pero esta vez no: esta vez me he entretenido mirando una estantería con pastillas para la garganta mientras esperaba a que me cobraran en la caja (es increiblemente fabulosa la variedad de pastillas que hay en el mundo). El caso es que mientras perdía el tiempo absorto en esa increíble variedad de pastillas he visto unas que... bueno, quizá ha llegado el momento de decir que este verano leí un libro titulado El dolor de la guerra, de Bao Ninh, un señor vietnamita que luchó durante diez años en la guerra de Vietnam (la de Vietnam del Norte contra los estadounidenses, concretamente) y que, a pesar de tan radical especialización, sobrevivió. Ahora tiene un hijo que estudia en Estados Unidos y escribe libros. En el que me leí este verano, El dolor de la guerra, basado en sus diez años de guerra, explica que fumaban (o mascaban, la verdad es que ahora no recuerdo) rosa canina porque les sumía en un estado de sopor alucinógeno que les ayudaba a sobrellevar la insoportable situación en la que estaban atrapados. Uno de los componentes de las pastillas que he visto esta tarde, mientras esperaba que me cobraran los yogures de soja (no tenían galletas de arroz), era rosa canina. Si empiezo a ver caracoles voladores por encima del teclado o elefantes con zapatillas de bailarina, os aviso.

Exposición de fotografías

sábado, febrero 04, 2006

Los bigotes de Freddy Mercury


El viernes hice de Freddy Mercury en una representación que organizó el colegio salesiano donde trabajo con motivo de la fiesta de Don Bosco, el fundador de la congregación salesiana. Canté -bueno, en fin, moví la boca- durante 50 segundos siguiendo el play-back del tema We are the champions, de Queen,... y ante la dirección del colegio y un teatro abarrotado de alumnos. Un par de compañeros profesores me acompañaban en el escenario, pero su dignidad estaba a salvo porque llevaban pelucas y dudo que alguien les reconociera. Yo, en cambio, salí sin mis inseparables gafas y tuve que pintarme el bigote con lápiz de ojos porque el mostacho que me había comprado en una tienda de disfraces se despegaba con facilidad. Los alumnos coreaban el we are the champions y se partían de risa, todo a la vez. Ninguno de ellos sabe que hace unos años en la Facultad de Física de la Universidad de Barcelona unos compañeros creyentes cristianos católicos se opusieron a que estampáramos camisetas con la foto que encabeza este artículo. El texto que acompañaba a la foto era: Dios no juega a los dados... juega a los bolos. Y luego iba: Física y los años de la promoción. La foto era de una obra de arte que se exponía en aquellos momentos en Londres (no recuerdo ahora mismo el nombre del artista, lo siento). A mí la verdad es que me traía sin cuidado qué estampación tuviera la camiseta de aquel año pero cuando mi amigo Carles subió a la clase y nos contó que un grupo se negaba a estampar esa camiseta porque decían que era ofensiva, tomé cartas en el asunto. La frase me parecía francamente divertida. Yo y unos cuantos montamos una campaña de defensa no ya de la libertad de expresión sino de la libertad creativa. No porque quisieramos molestar, ofender, incordiar o reírnos de las creencias de nadie, sino simplemente porque la frase combinada con esa imagen nos parecía divertida. Un compañero me preguntó si yo aceptaría una camiseta en la que se ofendiera a Buda. Le contesté: primero, no creo que nuestra camiseta ofenda al Papa; segundo, si una camiseta me pareciera ofensiva, simplemente no la compraría y ya está; tercero, he deconvivir día a día con cosas que me parecen realmente ofensivas, como por ejemplo que haya guerras en el mundo y la riqueza y las oportunidades de acceder a ella estén tan injustamente repartidas en el mundo. Eso sí que es ofensivo. ¿Por qué no se queman las casas de los fabricantes de armas? A mi las armas me ofenden profundamente, muy profundamente, y a nadie parece importarle. Al final me compré varias camisetas. Eso sí, no la llevo en el trabajo, qué le vamos a hacer. En el trabajo a veces llevo bigote. Exactamente ... ¿qué fracción de la Humanidad ha dejado atrás la Edad Media, Freddy?

sábado, enero 28, 2006

El gran fracaso de la transición española

Mucha gente anda estos días más despistada que un champiñón en una noria. Mi abuelo Juan, Juan el Pipa para los del pueblo, nunca utilizó Google y sin embargo no andaba por el mundo tan despistado como algunos jóvenes alumnos míos. Claro que luchó en una guerra en el bando de los perdedores y eso debe de desarrollar un sexto sentido para saber por dónde van los tiros. Los jóvenes de hoy en día no han luchado en ninguna guerra (y que siga siendo así, ¡por favor!). Lamentablemente, un porcentaje nada despreciable de ellos se parece más a una esponja porosa que a un ser humano del s. XXI, con miles de años de herencia cultural a sus espaldas. Mi abuelo no entendía ni una palabra de catalán (cosas de haber nacido en la sierra extremeña en los primeros años del s. XX) pero nunca se extrañó de que le hablaran en catalán cuando venía a Cataluña a ver a su hija, su yerno y sus nietos. Un día en Barcelona preguntó por una calle y le contestaron "Cap amunt, cap amunt !" (Hacia arriba, hacia arriba !). A mi abuelo le hizo mucha gracia esa expresión -pero gracia de niño, no gracia cínica- y la incorporó a su propio vocabulario. Hoy en día, años después, el vocabulario de muchos jóvenes es algo más rígido que el de mi abuelo. Cuando trabajaba en un colegio del barrio de Salamanca de Madrid muchos de mis alumnos se asombraban de que en Barcelona les contestaran en catalán si ellos se dirigían a su interlocutor en castellano. Es más, no sólo se asombraban sino que les parecía indignante. Lo sé porque en un par de ocasiones alguno de ellos me comentó, en mitad de la clase, su viaje del fin de semana anterior a Barcelona. Ellos sabían que yo era de Barcelona y querían contarme lo que les había pasado para ver si me parecía normal. Yo intentaba explicarles que en Cataluña había muchísima gente que entendía el catalán pero que no lo hablaban de forma habitual por uno u otro motivo, y que era perfectamente normal una situación en la que un interlocutor utilizara el castellano y el otro el catalán. También les expliqué que muchos catalanes, de hecho, la mayoría, pasaban automáticamente al castellano si te oían hablar en castellano, pero que no siempre era así y que el que no pasaran automáticamente al castellano no se vivía como una falta de respeto sino como un hecho normal, natural, como la utilización de un derecho que no provocaba problemas a nadie. Si ellos no entendían el catalán, sólo tenían que decírselo a su interlocutor y éste les hablaría en castellano sin que eso representara ningún trauma para él. Pero no lo entendían, no lo entendían. No entendían que dos personas pudieran estar comunicándose en dos idiomas diferentes, no entendían la convivencia de dos lenguas. Sus respuestas oscilaban entre la indiferencia y el "si estamos en España, ¿por qué tienen que hablarnos en catalán?". Eran jóvenes de dieciseis años, así que esa era la respuesta de los hijos de la democracia española. ¿Cómo titular esta magna desorientación? ¿Gran fracaso de la transición española? Y cómo no preguntarse ¿a quién interesa este fracaso?.

viernes, enero 20, 2006

El devorador de niños incautos

¿Por qué no escupir helado a los osos?



Confieso que cuando era niño jugaba a bombardear hormigueros en un parque que había cerca de mi casa. Lanzaba piedras sobre las indefensas hormigas y me dedicaba a ver su reacción. Para mi era como jugar con clikcs de famóbil (esos muñequitos de la era prePlayStation con los que te podías inventar mil y una películas). Supongo que las cosas empezaron a cambiar cuando tuve por primera vez animales en casa. Y supongo que los documentales sobre animales que veía con mi padre también tuvieron su papel en mi pacificación. No recuerdo muy bien cuándo dejé de destrozar hormigueros para ver qué pasaba, pero sí sé perfectamente que el día en que mi gata Alfombra tuvo gatitos por primera vez en mi casa fue un punto de inflexión en lo que a mis opiniones sobre los animales respecta. Aquel día mi hermana y yo estábamos solos en casa y la gata Alfombra (que aún vivía en el patio) empezó a maullar desconsoladamente. Cuando nos asomábamos al patio la veíamos mirando hacia arriba y si nos metíamos en casa sin hacerla mucho caso maullaba con aún más desconsuelo. Al principio no entendíamos y, la verdad, simplemente esperamos a que se le pasara. Sin embargo, como no paraba, al cabo de un rato bajamos a ver qué le pasaba y entonces nos dimos cuenta de que había roto aguas. Como mi hermana esperaba que un grupo de amigos llegara en breve, cogí a Alfombra entre mis brazos y la subí hasta la terraza de arriba, donde solemos tender la ropa en mi casa y donde estaría más tranquila. Luego buscamos un trozo de tela vieja para que la gata no estuviera en el suelo y lo único que encontramos fue una camisa vieja que mi madre tenía en un armario de la cocina preparada para hacer trapos con ella. Cuando subimos la camisa y pusimos a la gata en la tela, llegaron los amigos de mi hermana. Mi hermana estuvo un rato charlando con ellos y al final se fueron todos. Yo me quedé solo con Alfombra. Veía que al animal cada vez le dolía más pero no sabía qué podía hacer. De repente asomó el rabo de una de las crías y comprendí que lo que ocurría es que los gatitos venían de culo. Mi desesperación aumentó. Me sentía completamente impotente. Si no tiraba del rabo, temía que el gatito muriera asfixiado; si tiraba, temía hacer un daño espantoso tanto a la madre como a la cría. En fin, yo en aquel momento estudiaba Física, tenía una ligera idea de cómo resolver ecuaciones diferenciales, pero aquello no se parecía en nada a nada que se pudiera describir con matemáticas y me desbordaba. Decidí bajar a casa y llamar a una amiga de la Facultad, que había tenido animales desde niña y quizá pudiera darme alguna idea y, si no... daba igual, necesitaba hablar con alguien. Me levanté, me alejé de la gata, que seguía tendida sobre la camisa gimiendo de dolor, franqueé la puerta de la terraza y empecé a bajar la escalera que me llevaría hasta casa. Lo que ocurrió fue que no había llegado ni a la mitad de trayecto cuando oí de nuevo el maullido doliente de mi gata. Me giré y cuál sería mi sorpresa al verla detrás de mi. Me había seguido medio arrastras, con el rabo de una de sus crías asomando ya al mundo, y ahora me miraba desde la escalera, unos escalones por encima de mí. No sé muy bien cómo funciona la mente de un gato ni cuántos genes compartimos con esta especie de mamíferos pero tuve la profunda impresión de que no quería que la dejara sola. La cogí entre mis brazos de nuevo y ya no me separé de ella. Mi amiga no pudo ayudarme mucho: simplemente me dijo que le pusiera un recipiente con agua cerca, que dejara que la naturaleza siguiera su curso y que no retirara la placenta porque muchas veces se la comían para recuperar fuerzas. La naturaleza siguió su curso y, a pesar de la pifia inicial, los tres gatitos salieron sanos y salvos. La madre, Alfombra, también salió bien parada y, una vez pasados los dolores y ya más tranquila, dio por finalizada la tregua entre hombres y gatos y agarró sus tres gatitos y se escondió con ellos en un lugar recóndito del patio que no voy a revelar aquí. No la volvimos a ver hasta muchos días después. Y cuando finalmente aceptó vivir en familia con nosotros, yo era el único que podía tocar los gatitos recién nacidos de camadas posteriores que tuvo, no toleraba que nadie más los tocara ni mucho menos los transportara (bufaba a todo el resto de miembros de la familia que osaran acercarse). Me pasaron muchas más cosas con la gata Alfombra pero no quiero extenderme más, y tampoco creo que sea necesario. Creo que después de lo que acabo de explicar basta para comprender mi desconfianza hacia personas que por ser Homo Sapiens Sapiens se consideran en una esfera aparte y por encima de todo el resto del reino animal, y no digamos ya del vegetal. También he llegado a la conclusión de que el dolor y el sufrimiento es dolor y sufrimiento sea cual sea el cuerpo que lo contenga, y que la violencia es violencia sea cual sea el ser víctima de ella. Para ver que los animales sufren y son víctimas sólo hay que mirar con un poco de atención a nuestro alrededor. Mi alrededor hace unos días era el zoo de Barcelona. No sé qué es lo que mira la gente cuando camina por la calle, y mucho menos cuando está rodeada de animales. Mejor dicho, no sé lo que ven cuando miran. Supongo que hay dos planetas diferentes en la misma Tierra, que cada uno de ellos se construye a partir de lo que ven diferentes miradas en unos mismos entes físicos, y supongo que si hay uno con cinco mil millones de habitantes, yo vivo en el otro, en el que hay un continente para cada habitante. Grito todo esto porque yo no sé qué soy si el hombre que escupió helado al oso era Homo sapiens sapiens, porque oso no soy, pero tampoco soy hombre porque yo vi cómo un hombre escupía helado a un oso del zoo de Barcelona, y cómo otros hombres le reían la gracia, y yo no reía, ni siquiera sonreía, de hecho por poco se me olvida respirar de lo atónito que estaba. Y entonces ¿qué soy yo si no escupo helado a los osos ni disfruto cuando humillan a los guepardos encerrándoles en jaulas? Porque oso no soy, mis genes lo demuestran, pero tampoco soy hombre, como demuestra mi asombro. Yo miraba a los ojos del oso y entendía mejor al oso que al hombre. Os lo juro: el oso miraba hacia arriba, hacia donde estábamos nosotros, y el hombre le escupió un trozo del helado que se estaba comiendo, y se lo escupió para demostrar a sus hijos, quienes le acompañaban, junto con otros hombres, que a los osos les gusta el helado. ¡Pero-hombre-de-Dios!, pingüino despistado, me diréis vosotros, si hombres con hijos tiran bombas contra otros hombres, ¿por qué no escupir helado a los osos?.

miércoles, enero 11, 2006

VISIÓN SURREALISTA DE UNA MANDARINA


Menciono a las mandarinas porque me encantan las mandarinas, pero en realidad esto no tiene nada que ver con ellas. O quizá sí, no estoy muy seguro, lo voy a pensar mientras escribo. Estuve en el País Vasco y vi cosas que no entiendo. No estoy hablando de nada complicado ni profundo: estoy hablando de las puertas del metro de Bilbao. Porque.... vamos a ver.... ¿alguien sabe lo que significa el signo de la foto, el que queda más abajo de los tres que están en la puerta del metro de Bilbao? El trayecto era Bilbao-Plentzia, lo digo por si sirve de algo, pero sospecho que si hubiera ido a Sestao hubiera sido el mismo signo, y el mismo también mi desconcierto. No sé, es raro ¿no? Porque vamos a ver, se supone que estos signos son una especie de lenguaje universal, ¿ o no ¿; en China no vi ninguno que no entendiera. Claro que esto es una cosa muy personal, quizá los millones de lectores de este blog lo entienden a la primera, y sin necesidad de haber estudiado semiótica. Si es así, que lo digan, por favor, que lo digan. (Como alguien sugiera que lo que significa es “permitidos los siameses, prohibidas las mandarinas”, lo denuncio).

sábado, enero 07, 2006

Incendio


Hubo un incendio en Paseo de Gracia (Barcelona) el 16 de diciembre de 2005. Pero nadie se dio cuenta. Se quemó un árbol, no una tienda.

Agresividad


Caminando por las calles de Bilbao estas vacaciones de Navidad, nos hemos dado cuenta de que no era necesario hablar a gritos para oírnos. En Barcelona y Madrid, sí.